Los meses de julio y agosto son los más esperados por los alumnos del último año de la secundaria y la impronta está vinculada con los viajes de egresados. Aunque la historia de estos eventos de fin de ciclo es bastante difusa en nuestro país, hay registros que señalan que los primeros encuentros turísticos comenzaron en la década del 50; sin embargo, estos viajes son hijos de las primeras colonias de vacaciones y campamentos estudiantiles que comenzaron apenas empezado el siglo pasado.
Como contracara, en los últimos años muchos jóvenes han dejado de hacer el tradicional “viaje de fin de estudio” debido a las crisis económicas, los elevadísimos costos de las agencias de turismo y hasta la dificultad de organización por parte de padres y alumnos.
En algunos casos, y para no cerrar esta etapa sin un viaje estudiantil, los jóvenes organizan salidas modestas a localidades cercanas y por un tiempo más acotado. En este sentido, en más de una ocasión, el viaje de egresados comienza a ser una experiencia que pueden contar unos pocos.
“En la Argentina –sostiene una publicación de la Dirección Nacional de Políticas Socioeducativas–, el viaje de fin de ciclo es una actividad que, para ciertos sectores de la sociedad, resulta casi un requisito de egreso de etapa; y suele comprometer a la familia, la institución educativa y los agentes turísticos privados. Por el contrario, otros sectores menos favorecidos no pueden acceder a este tipo de proyecto por el complejo dispositivo que se requiere desde lo organizativo y lo económico. Cuestiones que lo hacen inaccesible y lo excluyen de su horizonte de expectativas”.
Los viajes de egresados suelen ser analizados, y hasta juzgados, desde sus aspectos más histriónicos, en los que todo puede pasar y lo que rige es la anomia total, donde el desenfreno y la falta de apego a las normas básicas se consideran moneda corriente. Todo pareciera reducirse a eso, como si el único motivo estuviera centrado en el descontrol. Sin embargo, estos encuentros son mucho más de lo que narra la mitología adolescente, generalmente exagerada por los jóvenes y fantaseada por los adultos.
En este sentido, y para evitar la descomposición de un análisis sesgado, podríamos plantear algunos puntos de partida. Una de las primeras premisas a señalar es que estos viajes son el preludio de un fin de ciclo, que no sólo están signados por el cierre de la escolaridad obligatoria, sino principalmente por el inicio de una nueva etapa, que para un joven de esta edad se presenta como caótica, incierta y hasta arrasadora.
Los compañeros del secundario son el último paraje donde arraigarse en esta nueva etapa y la fortaleza de esos vínculos va a ser vital para sostenerse en el camino que comienza a abrirse. En este sentido, el viaje de egresados tiende a fortalecer los lazos con el compañero, el amigo, el contenedor, los pocos o muchos que serán necesarios para el nuevo recorrido.
La finalización del secundario es mucho más que el cierre de un ciclo de formación, es la mayoría de los casos, el ingreso en la vida productiva. El psicólogo Horacio Tabares señala que este periodo se caracteriza por profundas transformaciones neurobiológicas atravesadas por múltiples determinaciones socioculturales
“Estas transformaciones –señala Tabares– son objetivas y comunes a todos los seres humanos de determinada edad que conforman una sociedad en un mismo tiempo histórico. Para nuestra sociedad estos marcadores biológicos consisten en transformaciones neuroendócrinas que modifican aspectos esenciales del cuerpo adolescente, generando condiciones para el desarrollo de sus sistemas de pensamiento, nuevos tipos de relaciones sociales y emocionales”.
Otro aspecto que se pone en juego en estos viajes es la autonomía del joven. Por unas semanas los adolescentes logran independizarse del núcleo familiar. Esta emancipación le permite reconocerse más allá de los vínculos primarios, donde las decisiones que tome en estas jornadas serán un pleno ejercicio de libertad y responsabilidad. Aun desde lo económico, en cuanto tomen recaudos de administración del dinero sin la supervisión y el alerta de un adulto.
Los controles ya no dependen de los padres, el joven, con su individualidad, y sus acciones, se pondrá frente a decisiones que, posiblemente hasta el momento, no sabía que podía tomar. Son medidas que lo habilitan en su yo y lo refuerzan para la vida productiva.
El psicólogo Enrique Pichón Riviere sostiene: “El yo se halla íntimamente ligado con el sentimiento de pertenencia a un grupo y disponiendo de un sistema de autovaloración con el que tiene que enfrentar y discriminar los valores, su nivel de aspiración y su índice de realización y rendimiento, que dependen de factores sociales y situacionales, resueltos por él en un continuo aprendizaje”
Por último, pero no menos importante, debemos considerar la posibilidad de que estos encuentros estudiantiles puedan ser considerados como un derecho que tienen los estudiantes, como premio al esfuerzo realizado durante tantos años. El mérito al estudio, la responsabilidad y el compromiso de tantos años deberían ser recompensados por su comunidad, a través de sus organizaciones gubernamentales, con la posibilidad del viaje de fin de ciclo. En definitiva, el mérito no es un patrimonio individual, porque el hombre aislado no se realiza. Se consuma sólo en el marco de su entorno social.
El debate merece la pena, más aún, cuando se naturaliza que lo comercial supere a lo formativo y la recreación estudiantil sea considerada como algo ajeno a lo pedagógico.
La recreación se estratifica y las dificultades que desde lo económico se vinculan con la diversión ponen a este derecho como patrimonio de determinados sectores sociales la moral de la felicidad y el esparcimiento quedan íntimamente asociados con lo comercial. El tiempo libre y su planificación están puestos al servicio del consumo más que a un enriquecimiento espiritual y cultural del Hombre.
En este marco, el derecho al esparcimiento, vinculado con el turismo estudiantil, queda difuminado en las estructuras mercantilistas. La participación artística, cultural, recreativa y de esparcimiento quedan excluidos de los derechos que tiene que garantizar el Estado, igualando en oportunidades a los sectores menos favorecidos.
El pedagogo José Manuel Muñoz sostiene: “El esparcimiento debe ser entendido, entonces, como un espacio de crecimiento personal, de creación, recreación y participación en la sociedad, no sólo un tiempo en el que no se desarrollan actividades productivas u obligaciones personales. Es justamente durante este tiempo que las y los adolescentes desarrollan actividades que los ayudan a definir su identidad y a construir una vida autónoma”.
El derecho al esparcimiento no es un delirio del deber ser y su obligatoriedad para los Estados está reconocida en el artículo 31 de la Convención de Niños, Niñas y adolescentes, cuando sostiene que los Estados deben reconocer el derecho al descanso y el esparcimiento, al juego y a las actividades recreativas propias de su edad. El antecedente del Programa Federal de Turismo Educativo y Recreativo, que se implementó hasta hace un año, podría considerarse como uno de los puntos de partida para avanzar en este debate, sin embargo, el retroceso en las políticas públicas hizo retroceder varios casilleros a una ya retrasada “Oca”.