En el lejano 1834 hubo una epidemia de cólera en España y ya en ese entonces algo así como un primitivo sucedáneo de lo que hoy se llama fake news contribuyó a agravar los efectos de esa plaga que en aquella época se mostró bestial.
Para el verano de ese año, en la Puerta del Sol madrileña cada persona que circulaba miraba con desconfianza a la que cruzaba o a la que tenía enfrente.
La incertidumbre era palpable en toda España, más aún en Madrid, donde la situación política y social no aparecía nada calma puesto que hacía menos de un año había muerto el rey Fernando VII, y la acefalía era tan pronunciada que en todo el país se intuía la posibilidad cierta de confrontaciones violentas ya que el reclamo de la sucesión al trono por parte del hermano del monarca muerto, llamado Carlos María Isidro, sonaba como una imposición y parte de la población no lo aceptaba.
Fernando VII había apostado por su hija Isabel II para que lo sucediera y se había mostrado, en los últimos tiempos, menos absolutista que su hermano, que residía en Francia esperando el momento de poder dar el zarpazo, y que ahora entraba a España por el País Vasco al mando de un copioso ejército.
Rumores interesados y linchamientos
En esos días, algunos rumores que circulaban se convertían en una alarmante verdad y se sumaban al clima caldeado de un país sin rumbo.
En Madrid, una enfermedad estaba atacando con virulencia a las clases más humildes y populares y parecía no tener coto. Se sabía que una gran cantidad de personas estaban muriendo entre vómitos, diarreas y dolores en distintas zonas de la capital.
Según lo que se anunciaba y lo que salían a decir los representantes de la Iglesia, institución todopoderosa en la península, se trataba de un brote de cólera que ya venía haciendo estragos en otros países de Europa occidental pero que había parecido, hasta el momento, perdonar a España.
Ante la crisis política, las autoridades públicas y los medios de comunicación –en ese momento gacetas o periódicos– adeptos comienzan una campaña para disimular la grave situación que se cierne sobre los sectores más desprotegidos.
Solo faltaba un detonante para que la ciudad estallase. En la misma Puerta del Sol, un paso obligado para muchísimos transeúntes y uno de los sitios más populosos de Madrid, un jovencito metió unas pelotas de barro en la cuba que llevaba un aguador.
Un grupo de personas ven la escena y en tropel atacan furiosamente al muchacho en lo que se parece a un linchamiento público.
Un vertiginoso boca a boca propaga entre los madrileños que el temido cólera afecta a la gente después de beber o al entrar en contacto con el agua.
A esta situación se suma que las autoridades no daban información sobre lo que ocurría verdaderamente, lo que produjo que la gente comenzara a buscar culpables al tiempo que se sabía que las tropas carlistas avanzaban sobre la ciudad.
Del mismo modo que parecía extenderse el cólera, otro rumor se hizo fuerte y avanzó rápidamente: como los carlistas protegían los privilegios de la iglesia, habían armado una estrategia que consistía en que los sacerdotes buscaban a niños pobres e indigentes para que envenenasen toda el agua que fuese posible, con lo que quedaba claro que eran los religiosos quienes estaban fomentando que el cólera hiciera estragos.
Las autoridades de la Iglesia no eran bien vistas por mucha gente común, es decir no sólo por aquellos sectores que denunciaban su participación política en la monarquía.
Sobre todo porque habían salido a clamar que el cólera que afectaba a los países europeos eran un “castigo divino” ante una cada vez más pronunciada falta de fe.
De esta forma, en un par de días se produce una masacre que se agrega a la temible situación que generaba la pandemia.
Un monje franciscano es golpeado hasta morir por una turba en plena calle sin que nadie haga algo para detener la salvajada; un colegio administrado por jesuitas es asaltado por una muchedumbre furiosa y además de prenderle fuego los sacerdotes que tratan de impedirlo son pasados a cuchillo o muertos a golpes de palos y hachas, o quemados junto a todo aquello que ardiera rápido.
Alrededor de ochenta curas son brutalmente asesinados. El pánico al virus del cólera y la interesada desinformación y propagación de rumores, a modo de primitivas fake news, habían generado un clima violento que se descargaba contra cualquiera que fuese señalado como posible culpable o cómplice.
Perversa reminiscencia
La feroz pandemia que azotó a Europa en ese momento fue conocida como la del cólera-morbo, o asiático, que había surgido en 1817, cuando se desplazó desde zonas próximas al río Ganges –donde era endémico– hasta localidades limítrofes.
Luego, en varias oleadas y siguiendo las tradicionales rutas de comunicación y comercio, alcanzó a toda Europa. Los historiadores no coinciden demasiado en la fecha en que irrumpió en España.
Se cree que fue por el puerto de Vigo, y desde Portugal, hacia fines de 1833. Y que de a poco se fue extendiendo por todo el país hasta llegar a Madrid, facilitado el tránsito del virus por los movimientos de tropas que resistían a los carlistas que avanzaban sobre la capital.
Se supo también que la poca o tergiversada información brindada por el gobierno de Francisco Martínez de la Rosa, temeroso que un estado de pánico general afectara o paralizase la precaria economía española –el comercio se había resentido por el miedo y un hambre pronunciada se extendía como el mismo virus en los sectores más vulnerables– actuó como un detonante para la expansión del cólera.
Un año y medio después –y ya sofocado el levantamiento carlista– la pandemia fue haciéndose más leve hasta desaparecer con un saldo de más de 300 mil muertos sobre una población de 11 millones de personas y dejando un ambiente político sumamente conflictivo e inestable.
Tal como en estos días ocurre con el coronavirus, la abundancia de fake news y absurdos discursos utilizados por la oposición, fundamentalmente por los sectores que representan a Cambiemos y la horda de descerebrados que actúan bajo sus dictados poniendo en peligro la salud pública de sus compatriotas –ya que la de ellos no parece importarles como lo prueba la cantidad de contagiados entre sus filas, que alcanza incluso a la actual presidenta del PRO, la ex ministra de seguridad Patricia Bullrich– se demuestra absolutamente contraproducente y abona una acción que está a años luz de contribuir a frenar su expansión.
Casi dos siglos después ese paisaje tenebroso de España tiene una perversa reminiscencia –puesto que la deriva es incierta– en la realidad argentina de estos días.