Por Alejandro Duchini
Este fin de semana, en medio de tanto autoritarismo que baja desde el gobierno nacional, el fútbol sirvió una vez más como excusa para alentar hacia el mismo lado. “El que no salta es un inglés”, se escuchó en varias de las canchas mientras desfilaban ex combatientes de Malvinas. Muchos de ellos sin trabajo, con varios padecimientos y dolores inolvidables. En el cuerpo y en el alma.
En cada quiebre, asoma la pelota. El Premio Nobel de la Paz en 1980, el argentino Adolfo Pérez Esquivel, fue torturado y liberado el día en que se jugó la final del Mundial 78 entre Argentina y Alemania. Hincha de Independiente, diría mucho después: “Conviene recordar que ese fenómeno fue utilizado para que el pueblo no pensara y se olvidara de otros problemas. Estaba triste y dolorido, pero también contento al ver la alegría de mi pueblo, toda esa explosión de júbilo, los papelitos de Clemente, todo eso, y bueno, yo lo veía como una descarga del pueblo, que quería manifestarse de alguna manera”.
Abuela de Plaza de Mayo, apuntada en estos meses por el presidente Javier Milei, Estela de Carlotto tampoco fue ajena a los gritos de gol en plena dictadura. Buscaba a su hija desaparecida mientras en su casa se festejaban los goles del Mundial.
En La llamada, el libro de la periodista Leila Guerriero, de reciente aparición, en el que cuenta la vida de Silvia Labayru, joven embarazada secuestrada por los militares, también aparece el Mundial como una llaga. Acusada por exiliados y sobrevivientes de los campos de concentración de haberse convertido en ayudante de los militares, Labayru le contó a Guerriero que por esos días el famoso asesino Tigre Acosta le preguntó qué quería de regalo de cumpleaños. “Lo que más me gustaría es la libertad”, apostó ella. “Lo voy a pensar”, le respondió él. Y después: “Vas a salir más o menos hacia finales del campeonato de fútbol. Del Mundial. Te vas a ir a España con tu marido, te vamos a gestionar el pasaje, el pasaporte”. El Mundial como eje temporal.
Durante sus trabajos para los militares, Labayru cumplió la orden de hacer inteligencia sobre el ex presidente Leopoldo Galtieri, el mismo que mandó a jóvenes soldados argentinos a combatir en las Malvinas en 1982. Lo siguió hasta en el Hindú Club. “Yo podía entrar sin dificultad. Tenía carnet militar. Iba a ver los partidos de rugby a los que iba Galtieri”, le recuerda a Guerriero.
“Es una historia súper sensible y dura -me dice Leila Guerriero al hablar sobre La llamada y Silvia Labayru-. No me quedo enganchada con el dolor de la historia. En este libro, a casi todos les pasaron cosas tremendas. Como periodista, tengo que tomar distancia del dolor”.
Si los gobiernos de todo el mundo y a lo largo de la historia utilizaron al deporte para tapar crímenes o violaciones a los derechos humanos, las sociedades también lo utilizan para mostrar qué pasa. Quienes en estos tiempos sólo piensan en si la pelota entra al arco, se encontrarán antes o después con noticias deportivas que nos reflejan al país. Los casi 50 despidos en el CENARD o la intención de convertir a los clubes de fútbol en sociedades anónimas son alertas hasta para los más desprevenidos. El cierre de clubes que incluyen a pibes y pibas de barrios carenciados es noticia. Es noticia porque a esos pibes les faltará la merienda o un lugar para sentir pertenencia. Ni ellos ni la golpeada clase media podrán siempre pagar la cuota social. Se convertirán, a lo sumo, en hinchas alejados de las canchas que alentarán a una empresa que lo único que pretende es llevarse dividendos.
Para no olvidar, y para saber. Para eso sirve el deporte.