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Paralizados ante el avance del incendio

Europa se desmorona y el Banco Central Europeo no le pone el pecho a las balas.

El descalabro de Europa es evidente. La situación es la peor desde que se pactó la moneda común. Nunca España e Italia estuvieron tan maniatadas y a la merced de la borrasca. El sistema bancario europeo está paralizado. No se habla de ello, pero no se puede ocultar. A medida que se hunde el valor de la deuda española e italiana, más crujen sus cimientos. En realidad se agrietan, pero no crujen porque el BCE aceitó sus goznes en diciembre y febrero con un billón de euros en pases. No se puede hablar, en estos momentos, de un mercado interbancario que funcione. Se espera con ansias una respuesta de política que ataje el avance subterráneo de los problemas, pero no llega. La carta accesible a mano era la recapitalización directa de la banca española con los fondos del muro cortafuegos. Sin embargo, Alemania la retiró del mazo. Y, al hacer fracasar el rescate bancario español, que murió antes de nacer, avivó la crisis.

España no puede financiarse en la intemperie de tasas a diez años que suben todos los días y ya exceden el 7 por ciento. Es que el segundo comodín –la reanudación de las compras de deuda soberana en los mercados secundarios por parte del BCE– tampoco se vuelca sobre la mesa. Europa se desmorona y el BCE hace catorce semanas que no sale al ruedo a ponerles el pecho a las balas. A estas tasas España se insolventa y no tendrá más remedio –como antes Grecia, Irlanda y Portugal– que abogar por su propio rescate. Pero Italia le sigue los pasos. Ya paga las tasas que, una semana atrás, le erizaban los cabellos a Madrid. Y cualquiera sabe, aunque por ahora no se piense en ello, que si la atrapan las llamaradas, arderá París. Europa tiene los medios para apagar el fuego, pero como se empeña en no utilizarlos, el incendio avanza.

Eso sí, esta vez, no hay pánico (salvo entre los directos damnificados). Wall Street exuda templanza. Confía. Tim Geithner, que el año pasado caminaba por las paredes rogándole a Europa alistar una gran bazuka disuasoria, se muestra comprensivo. Y dice entender las razones de Alemania. Su tranquilidad, por cierto, tranquiliza. Después de todo, dos semanas atrás, el presidente Obama le había reclamado a Europa que tomara por fin el toro por las astas. No lo hizo. Quizás ya no importe. Flota la idea de que lo que está en juego es demasiado importante como para permitir que se rompa.

Grecia, es cierto, no votó por abandonar el euro, y no produjo la conmoción que se temía. Pero esa posición jamás tuvo consenso, no era el centro de la contienda interna y mucho menos talló en los resultados de ninguna de las dos elecciones. Fue la propia eurozona –a instancias de Berlín– la que instaló el asunto y amenazó con la expulsión de los griegos si no votaban como debían.

El descontento no se limita a los que les va mal. También reniegan los que se ven a sí mismos pagando la factura si ocurre un desastre. De momento, Atenas salvó el examen. Entre un ladrón y un loco eligió el casillero recomendado. Pero no será fácil. El asunto no es Grecia que, puesta contra la pared, todavía obedece las reglas. El problema estriba en los que hacen las reglas. Allí es donde se extravió la brújula.

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