Al principio fue Príncipe de Gales. Y cuando comenzó a popularizarse, cambió por el nombre del pueblo donde nació: Paso de los Toros. El agua tónica uruguaya, creada a fines de la década de 1920, compitió con las inglesas y pagó caro esa osadía de colarse en un mercado dominado por anglosajones. Pepsi le arrebató la marca, en forma legal pero hostil, a su inventor montevideano, un grandote obcecado y prepotente que superaba con creces los 100 kilos. Fue en 1955.
El emporio con sede en Nueva York intenta, 65 años después, evitar que otro empresario oriental comercialice, con el mismo nombre de la hoy ciudad, un agua mineral. Sin burbujas ni quinina, el alcaloide distintivo de la tónica que es otro símbolo del despojo a un país latinoamericano, en su caso a Perú, iniciado cuatro siglos antes.
El agua en cuestión que quiere vender Fernando Konstantinovich, nacido y crecido en Paso de los Toros, proviene del viejo pozo que se hunde 14 metros hasta la napa con la que se llenaron las primeras botellas de la tónica uruguaya. Uno de los relatos en su torno sostiene que ese líquido subterráneo fue la clave del éxito inicial de la gaseosa amarga.
Konstantinovich tiene 55 años, es hijo de un policía de ascendencia lituana y se ufana de conocer “cada rincón” de Uruguay además de “vender lo que sea a quien sea”. Había montado un negocio de talabartería para el que necesitaba un lugar amplio. En esa búsqueda, se topó con la vieja fábrica de Paso de los Toros, desactivada por Pepsi en la década de 1960. Un sector pequeño había sido alquilado por la Municipalidad local durante 30 años para oficinas y otros menesteres oficiales. El resto permanecía en un estado de abandono que le hizo ganar el mote popular de “nido de ratas”.
El comerciante instaló allí su taller y local de venta de artículos de cuero, y después montó un hotel “temático”, el FK, por sus iniciales. Le había encontrado la vuelta a un hospedaje que recrea una parte de la identidad local, la famosa bebida.
En la recepción, lo primero que los pasajeros ven es lo que pudo ser rescatado de la antigua elaboradora: algunas herramientas, primitivas botellas de vidrio, tapas de metal, destapadores. Konstantinovich preservó el frente de la propiedad y hasta las cañerías por donde circulaba, desde un altillo, el jarabe con la fórmula secreta de Paso de los Toros que sólo conocían el inventor y uno de sus empleados.
El dueño del hotel “boutique” quiere vender el agua mineral que volvió a surgir del pozo reactivado, bajo la marca “Don Rómulo”. Es un homenaje y un filón: hace referencia a Rómulo Mangini, el creador de la gaseosa con marca de origen que Pepsi no le deja usar, como refuerzo de márketing, a Konstantinovich.
Paso de los Toros es ciudad desde 1953. Es hoy la más poblada del departamento Tacuarembó. Cambió bastante desde que era apenas un mojón de caminos. Nacida como Villa Santa Isabel en 1903, su nombre actual es herencia del vado Paso General de los Toros, tránsito obligado de carretas y tropas para cruzar el Río Negro. La alusión no es al animal, sino al coraje de los baquianos que asistían a comerciantes y soldados en el arriesgado trajinar de una ribera a la otra resistiendo la correntada: los llamados Hombres Toro.
El grandote llegado de Montevideo
Rómulo Mangini llegó al pueblo Paso de los Toros en 1924. El 14 de septiembre de ese año, cumplía allí cuatro años el niño que se transformó en el otro motivo de orgullo local: el escritor, poeta, dramaturgo y periodista Mario Benedetti.
Mangini no pasaba desapercibido: ese montevideano de 41 años recién arribado de la capital era alto y estaba más cerca de los 200 que de los 100 kilos. Practicaba lucha grecorromana, disciplina con la que se había ganado algunas medallas, y tenía estudios de química. Cuentan, para alimentar su singular perfil, que solía protagonizar corridas de toros antes de que fueran prohibidas en Uruguay.
Se mudó para trabajar en el comercio que tenía la familia de su esposa, pero pronto inició su propio negocio. Instaló en la entonces calle Treinta y Tres una pequeña fábrica de soda que, a los pocos meses, diversificó para elaborar el jabón Teru Teru. Dos años después, incorporó otro rubro: la producción de refrescos con sabores de frutas. Uno de ellos era el Manzanet. El que lo hizo conocido fue otro.
En la villa había por entonces muchos ingleses. Trabajaban y dirigían las obras de la línea ferroviaria destinada a conectar el sur y el norte de Uruguay.
Hoy son otros los foráneos que recorren las calles y viven en la ciudad: los obreros y directivos que levantan un mega negocio también originario del otro lado del Atlántico: la segunda y controvertida planta de la pastera finlandesa UPM en Uruguay, cerca del Río Negro, sobre los lagos artificiales de las vecinas represas Rincón del Bonete y Baygorria.
Paso de los Toros, el desafío de Jones
A mediados de la década de 1920, los ingleses interactuaban obligadamente con los isabelinos, como se nombra a los nacidos en Paso de los Toros. Sobre todo, en los clubes. Fue en el 25 de Agosto que Mangini conoció a George Jones, un británico que gustaba presentarse como “amante de la buena vida y exquisito bebedor”.
A «Mister Jones» le adjudicaron introducir el primer automóvil y la primera pelota de fútbol al pueblo. Él y Mangini hicieron migas, y un temas recurrente de sus charlas era el agua tónica. El extranjero le porfiaba que no había como las de su país. En Uruguay, por esos años, la más consumida era la Bull Dog, importada precisamente de Gran Bretaña.
Jones desafió al sodero Mangini: no podría hacer un agua tónica como las inglesas. El uruguayo se interesó. El británico lo tentó: le dio una lista con los principales componentes, pero no sus proporciones ni el proceso de elaboración.
Por supuesto, ese punteo incluía quinina, alcaloide blanco y cristalino que se extraía, antes de ser sintetizado, de la corteza del quino, un árbol andino casi desaparecido por la sobreexplotación. Fue durante mucho tiempo la principal terapia en el tratamiento de la malaria. Se lo reemplazó por otros, entre ellos la ahora famosa cloroquina, aunque se utiliza aún, ya producido en probetas, en los casos de malaria resistente.
Mangini picó, y empezó a probar variantes de fórmulas. Cada vez que elaboraba una combinación con extractos vegetales, sometía el resultado a la crítica de su contertulio extranjero.
Los intentos y consecuentes rechazos del catador se sucedían. Así por casi dos años, hasta que Jones, por fin, aceptó que el montevideano había dado con el “auténtico” sabor de la tónica anglosajona. El año probable: 1929. «Un día el viejo me dijo, me agarré unas cuantas cagaleras probando», recordó hace tiempo Roberto Paladino, uno de los camioneros que le transportaba las bebidas a Mangini.
Además de la quinina y otros ingredientes, el desafiado le había incorporado a su carbonatada, como toque propio, ralladura de cáscara de naranja. Raquel Torres, hija de uno de los primeros empleados de la fábrica, que llegaron a rondar la centena, recordó que “contrataban gente para rallar naranja a mano. Usaban sólo la cáscara y regalaban las frutas peladas. Todo el pueblo comía naranjas gratis”. La mayoría de los cajones del cítrico sin su cáscara, sin embargo, eran entregados a las escuelas.
La tónica oriental prendió enseguida en el gusto de los isabelinos. Su fama trascendió y comenzaron a llegar pedidos de localidades vecinas, como Durazno. Después, hasta de la misma capital. Mangini dejó de fabricar jabón y se concentró en las gaseosas, sobre todo en la tónica.
Éxito, capital, acciones repartidas y pase de manos
La venta de la bebida amarga iba en ascenso. Al principio, sin problemas. En 1946, su sabor ya estaba instalado en Montevideo. Pero la fábrica no daba abasto, y tampoco la logística de distribución. El éxito de su creación no le había permitido a Mangini acumular el capital para escalar la producción acorde a la creciente demanda. Luego de varios tanteos frustrados, tuvo eco en dos inversores de la vecina Durazno, Frank Marshall y Adolfo Caorsi. Aportaron dinero y se incorporaron a la flamante Sociedad Anónima Agua Tónica Paso de los Toros.
El creador de la tónica oriental y sus socios reforzaron la apuesta y pusieron a la venta acciones de la compañía entre los habitantes del pueblo, a diez pesos cada una.
Fue un error que desnudó su riesgo implícito unos años después, cuando Pepsi inició su estrategia para quedarse con la marca. A mediados de la década de 1950, los vecinos de Paso de los Toros fueron sorprendidos por representantes del poderoso pulpo estadounidense que recorrían la ciudad para ofrecerles, uno por uno, buen dinero a cambio de las acciones que muchos de ellos habían dejado casi olvidadas en algún rincón de sus casas.
“Fue un revuelo, todo el mundo buscando. Pepsi las pagaba muy bien y todos las vendieron locos de la vida”, rememoró Pedro Armúa en su “Historia de Paso de los Toros”.
Un trabajo hormiga que, completado con la adquisición de las participaciones mayoritarias de los inversores de Durazno, terminó por dejar a Mangini sin el control de “su” bebida. La corporación consiguió la mayoría accionaria el 14 de febrero de 1955. Y entonces, exigió la fórmula secreta.
Fin de la historia épica local. El empresario, despojado de su creación, murió casi dos años después, el 19 de enero de 1957. Pepsi le insistió a su familia para que vendiera las acciones que aún conservaba. La viuda de Mangini falleció un año después que él. Y en 1961, la hija del matrimonio accedió a desprenderse de la pequeña participación que le quedaba.
Paso de los Toros, en manos de Pepsi, copó casi hegemónicamente el mercado uruguayo del agua tónica, abrió nuevas plantas y desactivó la de la ciudad donde fue inventada. En 1964, desembarcó en la Argentina con un éxito similar, destronando a Cunnington, que se vendía desde la década de 1940.
El apellido Mangini sobrevivió en la antigua calle Treinta y Tres de la primera fábrica, arteria rebautizada como homenaje al empresario en 1993. El mismo reconocimiento nominal le hizo Pepsi al levantar, un año antes, una embotelladora en Colonia.
Don Rómulo permanece en la memoria local, aunque con sabor agridulce: hizo famosa a Paso de los Toros, pero como empleador era más que difícil de llevar.
Un empleador cabrón
Valentín Mautone, uno de los ex empleados de Mangini, recordaba en 1996, ya anciano: «Como todo el personal, pasé muchos malos ratos ahí, porque trabajé como 20 o 21 años y el viejo, como todo patrón, tenía sus cosas”. El hombre, igual que muchos trabajadores de su época, cultivaron la visión del empleador “protector”, y le aclaró a Leonardo Haberkorn, quien lo entrevistó en su humilde vivienda para un artículo, que el montevideano “siempre estuvo puesto» cuando lo necesitó, aún con sus bravuconadas.
«Cuando se enojaba, empezaba a bajar la escalera, y a medida que se acercaba iba apagando todas las máquinas. Cada paso que se acercaba, más silencio se hacía. Cuando había apagado todo, ahí nos empezaba a retar. Nos gritaba, pero nadie le contestaba. ¡Quién le iba a contestar, si pesaba como 200 kilos y había sido campeón de lucha grecorromana! Gritaba: Si hay algún hijo de una gran puta que me quiera pelear, le pago para que me pelee”, relató Mautone en esa entrevista. Para él, sin embargo, Mangini era un hombre “de buen corazón”.
«Tenía mal carácter. Cuando le pedían dinero decía: los pobres tienen que comer polenta y porotos», redondeó el carácter áspero del inventor Raquel Torres, que de pequeña solía visitar la fábrica donde trabajaba su padre.
Espejitos de colores que se repiten
Mucho antes de que Pepsi se quedara con Paso de los Toros, los conquistadores españoles trajeron a América la malaria y se llevaron el remedio: la quinina, luego componente esencial de las aguas tónicas creadas por ingleses.
Los pueblos que antecedieron al imperio incaico ya se valían de la corteza del árbol de quina (o del quino) para curarse de las infecciones. No de la malaria, que llegó con los invasores. Estudios genómicos recientes constataron que las variantes del parásito europeo que contagia la enfermedad a través de un mosquito, ya erradicado en ese continente, son casi idénticas a las que existen hoy en América, lo que confirma la hipótesis de que el también llamado paludismo fue introducido durante la conquista de América entre los siglos XV y XVI. A España había llegado dos mil años antes, desde la India.
Los españoles, cuando descubrieron que los originarios americanos utilizaban el alcaloide en diferentes preparaciones, lo llamaron cascarilla (en quechua, ccarachucchu). Los jesuitas lo denominaron «polvo del cardenal». Ricardo Palma, en su libro Tradiciones Peruanas, habla de «los polvos de la condesa», por Francisca Enriquez de Rivera. Fue la segunda esposa del virrey del Perú Luis Jerónimo Fernández de Cabrera Bobadilla y Mendoza, a la vez conde de Chinchón. Los relatos conservados aseguran que sobrevivió a la malaria con un brebaje del árbol andino.
En honor a la condesa, que nada hizo al respecto, el botánico sueco Carl von Linné bautizó al árbol en 1742 con el nombre científico de Cinchona, cambiando el prefijo “chi” por el italiano “ci”. Ni el nombre quechua le dejaron.
La depredación de la quina o cinchona comenzó cuando en 1631 el jesuita Alonso Messia Venegas llevó la corteza a Roma. El naturalista alemán Alexander Von Humboldt señaló en sus anotaciones de 1805 que ese año se habían talado 25.000 árboles sólo en la provincia ecuatoriana de Loja, parte antes del Virreinato del Perú.
La industria farmacéutica sobreexplotó el árbol y los mismos pobladores de zonas andinas empezaron a talar los pocos ejemplares que quedaban para leña o para levantar sus casas. El árbol nacional del Perú, mal dibujado en su escudo, está ahora en riesgo de extinción.
“Perú cuenta con 20 de las 29 especies de quina que existen en el mundo, pero muchas de ellas ya son difíciles de hallar debido a la deforestación, degradación de los suelos y al crecimiento de las fronteras agrícolas”, explica el ingeniero forestal Alejandro Gómez, quien dirigió proyectos de preservación. A principio del siglo pasado, existían 43 especies.
Quema de grandes extensiones de terrenos para sembrar café y otros cultivos son las amenazas actuales tras la devastación de los bosques húmedos por parte de los europeos.
“Es un árbol en extinción y ni siquiera existe un inventario de los que quedan”, advierte el ingeniero. Se reportaron ejemplares aislados que crecen naturalmente en las selvas bajas peruanas de Tingo María, Tarapoto, Cajamarca, Bagua, Lambayeque. Hay detectadas tres especies: la Cinchona officinalis (la que posee mayor alcaloide), la pubescens (incluida en una lista de las 100 especies exóticas invasoras más dañinas del mundo) y la succirubra.
Las grandes plantaciones de quino no están ya en América Latina sino en Asia. Durante el siglo XIX, para salvar sus colonias que sucumbían a la malaria, los ingleses introdujeron el árbol en la India. Y los holandeses, en Indonesia.
Y llegó la tónica, otra historia colonial
El inglés William Cunnington, a fines del siglo XIX, observó en la India, donde hacía exploraciones geológicas, que la gente del lugar tenía un brebaje natural estimulante y con propiedades digestivas. Sus ingredientes principales eran extracto de Quassia amara y quinina, ya emigrada a esas geografías.
Al volver a Londres, elaboró un refresco con esas características, y le agregó burbujas con la técnica inventada por el alemán Johann Jacob Schweppe en 1873, transformándola en una gaseosa. Fue el inicio de la hoy Indian Tonic. Los ingleses utilizaron la bebida para combatir el paludismo entre sus soldados presentes en las colonias de la India y otras de Asia y África.
La fórmula original de la tónica sólo incluía agua carbonatada y grandes proporciones de sulfato de quinina. Se agregaron luego el ácido cítrico y azúcar para mitigar el sabor amargo del alcaloide.
Con el paso del tiempo, la cantidad de quinina se redujo a cantidades insignificantes desde el punto de vista médico, debido a los efectos secundarios que tiene en dosis altas: su presencia hoy es de apenas cinco milésimas partes de la dosis terapéutica.