Rafael Zamarguilea
“¿Qué es Venezuela para vos: una democracia o una dictadura?”, apura el amigo, el familiar, el cercano. La pregunta forma parte de un discurso que golpea a quienes no estamos dispuestos a avalar la recolonización yanqui del país hermano. El bluff o farol es una jugada de póker –que consiste en asustar al rival mediante una apuesta alta, simulando una buena mano–que en la mesa del juego venezolano parece haber funcionado. La derecha argentina –que jamás apoya dictaduras que no sean de su mismo signo– ha conseguido imponer los términos del debate, aun sin desarrollar argumentos acordes con semejante operación intelectual: el reto insensato del antichavismo local no fue replicado en su justa medida bajo la simple amenaza de colocar a quien se atreva el mote de “pro-dictador”. La noticia más reciente es que Trump decidió embargar todas las propiedades del Estado venezolano en EE.UU y amenazar con sanciones a cualquier empresa del mundo que realice operaciones comerciales con Venezuela, quebrándole así toda provisión internacional de alimentos y medicamentos. Es una medida que anuncia una nueva escalada del conflicto, cuando la oposición venezolana y gran parte de la comunidad internacional se negaron a reconocer al gobierno de Maduro, pero que casi no ha sido cuestionada por la opinión pública argentina y continental, que arrastra una inercia que pide ser sacudida.
Relevancia del debate
¿Qué sucede en el póker cuando un jugador levanta la apuesta deslizando una mueca ganadora pero sospechosa? ¿Y qué pasa en el debate político, que por momentos adopta también la forma de un juego de suma cero? ¿Son la democracia y la dictadura los verdaderos protagonistas del drama venezolano? Resultaría sencillo replicar a quienes se escandalizan por la falta de libertades (de los venezolanos), se conmueven por la escasez de alimentos (para los venezolanos) y se indignan frente a la represión gubernamental (a la oposición venezolana), que son ellos los responsables históricos y actuales en estos flagelos en su propio país. Pero no se trata de evadir un tema complicado mediante una chicana de política doméstica, sino de asumir la relevancia que tiene el debate sobre Venezuela, pero desde una perspectiva relacional y continental. La fervorosa campaña de adjetivación del “régimen” bolivariano ha logrado limitar a quienes la resisten a relativizar sus evidentes rasgos autoritarios en base al reconocimiento de las dificultades que enfrenta: desplome del precio del petróleo, bloqueo y embargo norteamericano, infiltración de sicarios y vándalos desde la frontera colombiana, obstrucción institucional de la oposición política y boicot económico de las clases dominantes tradicionales, que nunca reconocieron la legitimidad del chavismo y permanentemente apelaron a la violencia golpista. Son consideraciones que no justificarían la imposición de una dictadura y que se tornan innecesarias si se reniega de tal caracterización. Si el debate se lleva para el lado de la autodeterminación del pueblo venezolano –aunque efectivamente la autoproclamación de Guaidó y las amenazas militares de Trump hayan puesto este problema en el centro–, podría replicarse que caracterizar a Maduro como dictador no implica necesariamente el apoyo a una eventual intervención extranjera, resultado de una perspectiva de unidad frente al invasor de carácter formal que apenas sirve para disimular el retroceso frente a la narrativa adversaria.
Una expresión a descular
Académicos y analistas políticos no mostraron mayor eficacia. El ensayo de José Natanson, Venezuela, esa herida absurda , es un ejemplo de cómo el refinamiento teórico puede volverse un lastre cuando se pierde de vista lo esencial. Porque negar la caracterización de Maduro como dictador desde argumentos que más bien parecen tecnicismos –como el concepto de “democradura”– no aporta a esclarecer el problema; resulta funcional. El diario <La Nación< citó dos párrafos de este texto para demostrar la insustancialidad de “Los justificadores del tirano”. A Natanson parece pasarle como al jugador temeroso que –en el póker– no apuesta pero se queda sin fichas más temprano que tarde. Porque Venezuela no es una “herida absurda” a disimular sino un desafío que nos obliga a exceder lo políticamente correcto, abandonando la actitud contemplativa, las vacilaciones y la defensiva político-ideológica, frente a un discurso que, a pesar de su chatura, tiene objetivos estratégicos claros y efectos sociales contundentes: empujar los límites de la opinión pública hacia la derecha, en consonancia con una tendencia que es mundial –la búsqueda de soluciones filo-fascistas frente a la actual crisis de la “globalización neo-liberal”– pero que tiene una expresión continental distintiva a descular.
Una revolución a medias
La derrota está en asumir como único régimen deseable a la democracia liberal, también llamada delegativa, procedimental, burguesa o capitalista; pero que ahora además debe revalidar sus títulos de occidental, cristiana y pro-norteamericana. Por eso, el adjetivo que mejor cuadra a la democracia latinoamericana es el de oligárquica, si se la enmarca en su verdadero drama histórico: sus clases dominantes –de origen latifundista y cultura rentista– nunca cedieron el poder frente a las mayorías populares de manera democrática. Reformulando a Alejandro Horowicz, digamos que la historia de la ilegalidad en América Latina es, salvo honrosas excepciones, la historia de la contrarrevolución. Por eso, la lucha democrática se ha constituido en una bandera tan irrenunciable para la izquierda, incluso al precio de cuestionar las propias experiencias populares. Pero la crítica no debe partir de los parámetros de la derecha. Si Venezuela fuese una dictadura otros serían sus detractores y otra la trama de sus antagonismos. Comprenderlos implica exceder las categorías democracia (oligárquica) y dictadura (tiránica), pero no para caer en la de “democradura”, sino para adentrarnos en la de revolución. ¿Es Venezuela una revolución? “Una revolución a medias enfrentada a una contrarrevolución total”, contesta Marcos Teruggi . Una revolución a medias que no es más que un proceso de reformas tan necesarias como irresueltas, sostenido por un profundo proceso de movilización popular y esmerilado por una lamentable deriva burocrática y de corrupción gubernamental, al tiempo que confrontado por una contrarrevolución cuyo eventual triunfo promete tal masacre que ningún demócrata sincero debería dejar de advertir.
Contradicciones y luchas
¿Sería un virtual gobierno de Guaidó tan “democrático” con el chavismo como la Libertadora lo fue con el peronismo? Porque dentro de los límites de la frontera del país caribeño se condensan y agudizan todas las contradicciones y luchas que determinan la historia viviente de nuestra emancipación continental. No sólo las que confrontan naciones oprimidas y opresoras sino las que enfrentan a las propias potencias entre sí –EE.UU y UE, por un lado, Rusia y China, por el otro–, y la lucha obrera y popular; aunque parezca en estado de latencia, producto de la complejidad de la vida en medio de la escasez, y la descomposición social y gubernamental. Lo intuye Trump, que no ha podido lanzar, por el momento, su tan bramada invasión militar. Apuntémoslo también los que creemos que solo la lucha antiimperialista y la revolución social son capaces de aplastar y prevenir los zarpazos inminentes de la reacción, que jamás perdona –sobre todo cuando juega all-in–.
Politólogo UNR