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Perder el control haciendo dedo

Director de cine y escritor, John Waters volvió crónica hilarante un viaje de autostop con el que cruzó Estados Unidos. Fiel a los modelos disfuncionales que lo subyugan, el texto vivifica una descontrolada fauna rutera que lo tiene como protagonista.

LITERATURA
Carsick
John Waters
Traducción: Matías Battistón
Caja Negra, 2014, 309 páginas

Realizador reconocido en Estados Unidos, su país de origen, y en buena parte del mundo occidental, por singulares obras en las que aunaba la estética trash y/o camp con argumentos absurdos y por momentos algo virulentos, John Waters se demostró también como un buen escritor de textos que se acercan a la idea de aguafuertes, entendiendo estas (pequeñas) narraciones como la descripción acabada de ciertas situaciones en las que –valga el término– actúan personajes que son parte intrínseca de un estado de cosas, en este caso, norteamericanas. Ya esta forma se hizo cuerpo en Mis modelos de conducta, el libro anterior de Waters (también editado en Argentina por Caja Negra) y es omnipresente ahora en su reciente Carsick, donde cuenta un viaje de costa a costa estadounidense que hizo en 2012 desde su Baltimore natal y lugar de trabajo y residencia, hasta San Francisco, donde parece pasar algunos meses al año, en sintonía con todo lo que la costa oeste irradia con su despliegue cultural y de consideración por los derechos de las minorías.

Amorales en la carretera

Carsick es una hilarante y colorida crónica de ese itinerario donde sobresale una explícita vocación por antologar una serie de estereotipos del más rancio y disfuncional sueño americano, es decir, todo aquello que a Waters lo subyuga y que garantizó el sustrato de sus materiales fílmicos. No se encontrarán en Carsick sutiles alusiones sino puras disrupciones, donde clases sociales, usos y costumbres, especies rurales y urbanas van desfilando y organizando armonías y discordancias de momentos en los que el mismo Waters, sujeto de todas las crónicas, es intervenido por los azares y la ventura del viaje, se trate de los itinerarios imaginados (de las tres partes del libro, dos son de ficción) o de aquel que respondería más al viaje real, a decir verdad, un tanto más deslucido que los que lo preceden. Pero Waters es sumamente ingenioso en el armado de esta road-movie literaria y las situaciones imaginadas se corresponden con las reales de un modo en que la fantasía, lo lúdico o lo trágico se encuentran en todas, apenas variando de matices y reforzando los contenidos para que resulten una muestra representativa y coherente de la moral media (norte) americana.

Fauna variopinta

Así en Carsick (título que remite al síntoma de quienes se marean y/o vomitan cuando viajan en auto), el personaje Waters deambula (es el término que más se ajustaría a su andar entre los relatos) junto a una fauna variopinta y realmente logra transmitir la excitación provocada por la adrenalina que le producen esos encuentros casuales –que ya antes imaginó y escribió– atravesados por componentes surreales y absurdos que alcanzan el paroxismo sin mediar contención alguna. La pintura de ese itinerario se debate entre la escatología más explícita y la solícita vocación de Waters personaje por dejarse seducir por esas mieles que envuelven una sutil brutalidad, abundante en sexo clandestino y en ostentación de permisiones y derechos adquiridos. Hacer dedo, en Carsick, fue un poco como “meter el dedo” en ese magma atribulado que es el mapa de las carreteras norteamericanas, con especies emblemáticas como camioneros o traficantes de droga, transformistas, maricas veteranos, presidiarios, estrellas pornográficas en pronunciado declive, que aunque de vuelta de muchas corridas siempre guardan lugar para alguna nueva. Reflexiones y pensamientos se suceden a caballo de las escenas, o mejor sería decir secuencias, en las que Waters va siendo levantado por diferentes conductores, con los que inevitablemente se relacionará de un modo que traerá consecuencias dispares, en buena parte “sacadas” o delirantes. Hasta Isabel Sarli y Armando Bo aparecen mencionados por el inefable cultor del trash: “Para mí sería genial charlar con alguien que los conociese (a Sarli y a Bo). Me gusta el porno soft de los 70, iba a ver sus películas a los cines condicionados de la calle 47, en Nueva York. Hace poco estuve en el Festival de Cine de San Sebastián y pasaron algunas de sus películas en trasnoche. No había subtitulado y el doblaje lo hacía una mujer en simultáneo a la proyección. Creo que fue Carne. La que hacía el doblaje al inglés era feminista y estaba furiosa, traducía y se escandalizaba, lo cual lo hacía todo mucho mejor y divertido”, confiesa en un párrafo mientras viaja.

Entre pares

Espontaneidad y frescura en lo abiertamente confesado y en la misma transmisión de esas instancias en las que el peregrino de las rutas se relaciona con extravagantes y freaks van puntuando un relato fuertemente impregnado de un tono paisajístico que describe sitios emblemáticos del Medio Oeste norteamericano, de donde emanan esos personajes pisoteados como sombras por un sistema que da buena cuenta de aquellos inadaptados, casi, casi como al mismo Waters le tocó sufrir durante gran parte de su vida; es decir, de algún modo ese cruce es de pares, es todo lo que puede imaginar alguien que construyó guiones en un formato de salvoconducto para pintar una aldea con los relieves que pugnan por revelar las costuras con las que se quiere dejar ocultos a los que no respondan al modelo tolerado; el universo de Waters –en el cine, en sus textos– redunda de estas criaturas, y puestas a actuar se lanzan al vacío de sus desinhibiciones más feroces.

Demiurgo en la ruta

Pero también Carsick exhibe una escritura desenvuelta y se desplaza por los extremos con ritmo perceptivo, como aquel usado para describir el terror que produce la soledad y de la que Waters es presa cuando nadie lo levanta y sus innumerables carteles usados para hacer dedo se muestran inútiles. Nueve días y un recorrido de 4.500 kilómetros para cavilar tanto sobre los pesares de esta práctica como de su fascinación, subyugado por una experiencia que le ofrecía comer cualquier cosa, pernoctar en moteles de mala muerte, y hasta ser detenido por sodomía en la segunda parte de su libro, a la que denomina “Mal viaje”, la que antecede el “Buen viaje” y las que cierra con un tercero, el “Viaje real”, en el que, como se dijo, desciende las cimas alcanzadas en los dos primeros. El valor de Carsick lo constituye la eficacia demiúrgica para componer una travesía a merced de una sociabilidad que rescata las diversas sexualidades, a las que Waters agrega su pose fetichista de comedor de hombres e integra a su virtuosa paleta cultural, colmada de referencias a films, directores, actores o personajes del amplio espectro sociocultural. Allí nomás rescata a John Steinbeck en cuyo libro Viajes con Charley cree ver al máximo inventor de las crónicas de viaje norteamericanas, y al menos conocido John Howard Griffin, quien haciéndose pasar por negro recorre el sur profundo y recalcitrante de Estados Unidos para escribir Black Like Me a modo de crónica periodística.

Hedonista en acción

Fundamentalmente Carsick cumple con el objetivo trazado por Waters en cuanto a volver literatura su periplo de costa a costa por su país, consiguiendo sobre todo hacer una crónica minuciosa y alucinada del ambiente que campea en un viaje que surge al parecer del mismo modo que la confección de un guión para un nuevo film y que en la misma ficción de su texto él disfraza de una “investigación para un libro”. La imaginería homosexual de Waters, que podría resumirse en la sintaxis de Allen Ginsberg que reza “esta vida necesita sexo”, define uno de los componentes temáticos más fuertes de Carsick en el seno de una sistemática destrucción de la idea de felicidad conformista tan propia de la clase media, a la que el mismo Waters pertenece, y a la que en este libro el narrador y personaje violentan a través de un hedonismo que sin disimulo hurga en la pesadilla autoritaria de Estados Unidos. Como un acabado exponente de la contracultura estadounidense, y sin desdeñar su intención confesional y exhibicionista, Waters resiste con lucidez a la vez contundente y amigable desde sus casi 70 años con un viaje fulgurante hecho a dedo en una época que, como práctica, presumiblemente haya caído en desuso, pero que en Carsick parece recuperar su esplendor en la forma de una picaresca desenfadada e inventiva y ciertamente incontrolable, matiz insoslayable de toda su obra. En una entrevista a propósito del estreno de uno de sus films más reconocidos, Hairspray, Waters apuntó: “Me siento más cómodo cuando pierdo un poco el control dentro de mis películas, luego lucen más frescas y espontáneas, como debe ser todo viaje que se precie”.

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