Por Emilio Ruchansky / Revista Cordón / cordon.unlz.edu.ar
La intoxicación aguda y letal sufrida esta semana por consumidores y consumidoras de clorhidrato de cocaína y subproductos como el crack en el noroeste del Conurbano bonaerense no tiene antecedentes. La cocaína que se consume en estas latitudes ya viene rebajada “de fábrica” con levamisol, un antiparasitario de uso veterinario, y aquí se le suele agregar otra serie de polvos blancos: talco, harina, cafiaspirina, diclofenac, entre otras cosas. Nunca, hasta el momento, se había rebajado este producto andino con algún derivado opioide, que aún desconocemos. Sería como rebajar cerveza con champagne. Es un misterio aún determinar que pasó. Las ficciones narco no resultan creíbles ni para quienes suelen difundir estas historias. ¿Un narco “exterminador”? ¿Una guerra entre bandas?
En el medio, muchos familiares de las personas detenidas denuncian la vieja práctica policial de plantar drogas, en el apuro por sacar de circulación esta partida envenenada.
La primera reacción del ministro de Seguridad bonaerense, Sergio Berni, resultó loable: pedir que se descarte la cocaína comprada 24 horas antes en estos partidos bonaerenses. Lo que siguió fue más loable aún: lanzar una alerta epidemiológica desde el Ministerio de Salud provincial pidiendo “reforzar el acompañamiento a cualquier persona usuaria de drogas que requiera atención médica sin juzgar ni estigmatizar”. Esto último nos recuerda que nuestro país sigue prohibiendo la tenencia de drogas para consumo personal, criminalizando un problema de salud, como hasta hace poco ocurría con las mujeres y cuerpos gestantes que deseaban interrumpir voluntariamente un embarazo no deseado.
El propio jefe de asesores del Gobierno bonaerense, Carlos Bianco, debió aclarar que la guerra a las drogas “no ha funcionado” y que es hora de dar el debate “de la legalización de al menos algunas drogas”. Por lo pronto, el país debe modificar la actual ley de drogas para ajustarse al fallo Arriola de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, de 2009, que declaró inconstitucional penar la tenencia para uso personal. A fines de 2020, en la Comisión de Seguridad Interior y Narcotráfico del Senado, funcionarios y funcionarias de los ministerios nacionales de Justicia, Seguridad y Salud advirtieron sobre la necesidad de despenalizar para poder brindar atención médica y descomprimir las cárceles, bajando también las penas de cumplimiento efectivo para los delitos menores y no violentos relacionados con la distribución de drogas al menudeo.
¿Qué está frenando la discusión? Este año se van a cumplir 10 años del último debate motorizado por la entonces presidenta, Cristina Fernández Kirchner, para despenalizar la tenencia de drogas para uso personal, bajar penas y hasta permitir el autocultivo de cannabis para uso adulto (léase no medicinal). Aquella vez, hubo tres plenarios de comisiones en la Cámara de Diputados. La iglesia católica y sectores evangelistas, representantes de las llamadas “comunidades terapéuticas”, un sector de las madres contra el paco y supuestos especialistas en seguridad, se opusieron. Agitaron los fantasmas de siempre: que iba a crecer el consumo, que empiezan con porro y terminan con paco, que el país no estaba preparado para atender la demanda sanitaria.
Finalmente, dos años después se sancionó otra norma que reclamaban quienes se oponían a la despenalización: el Plan Integral para el Abordaje de los Consumos Problemáticos (IACOP). Esta ley nunca se reglamentó y quienes la exigieron tampoco se quejaron por este hecho: sólo les interesaba frenar el cambio de la ley de drogas. O más bien, proteger sus negocios. Al día de hoy, las iglesias católicas y evangelistas siguen ofreciendo “tratamiento a las adicciones”, recibiendo subsidios y dirigiendo desde las sombras buena parte de la “oferta” sanitaria. Las comunidades persisten incumpliendo la ley de Salud Mental y Adicciones, los “especialistas” en seguridad siguen vendiendo humo. Y lo más importante: las policías provinciales y las fuerzas de seguridad continúan regulando ilegalmente el mercado de sustancias controladas, en complicidad con parte poder judicial y político.
¿Y la legalización?
En principio, parece lejana la posibilidad de regular legalmente el clorhidrato de cocaína, sólo en Colombia se ha presentado una iniciativa en este sentido por parte de los senadores Iván Marulanda y Feliciano Valencia. No existen antecedentes y los excelentes informes elaborados a mediados de los ‘90 por el Programa sobre Abuso de Sustancias de la Organización Mundial de la Salud quedaron en la nada, luego de la presión ejercida por el Gobierno de Estados Unidos. Es bueno recordar las conclusiones del Proyecto Cocaína, que puede leerse en la web del Transnational Institute (TNI): “La inhalación de clorhidrato de cocaína es, con mucho, el uso más popular de los productos de la coca en todo el mundo. La mayoría de países y centros participantes no documentaron problemas significativos relacionados con la cocaína entre este grupo de usuarios”.
De lo que sí puede hablarse, a partir de las experiencias regulatorias, es del cannabis. En este sentido, los resultados en Uruguay, Canadá y algunos estados norteamericanos son positivos. En Canadá, durante el primer año de regulación legal, entre 2018 y 2019, el uso entre los jóvenes de 15 a 17 años disminuyó drásticamente. Pasó del 19,8 al 10,4 por ciento. En Uruguay, el tamaño del mercado clandestino se achicó notablemente en los primeros cuatro años. En 2014, 6 de cada 10 personas consumidoras seguía comprando marihuana prensada traída ilegalmente de Paraguay. En 2018, esta proporción era de 1 en 10. Y si tomamos el aspecto judicial y carcelario, el Estado de Washington, uno de los primeros en regularla en 2012, logró bajar las causas judiciales por tenencia de marihuana en un 98 por ciento en los tres primeros años.
Cuando un problema parece no tener solución, a veces conviene cambiar el problema. Seguir negando que el consumo de drogas ilegalizadas existe y creer que podemos vivir en un “mundo sin drogas” son ideales peligrosos. En nombre de este imperativo abstencionista, se desató una guerra contra las drogas, que no es más que una guerra contra personas, a quienes internamos compulsivamente o encarcelamos para pretender que el “problema” desapareció.
El costo humano de esta política prohibicionista es mucho más grande que el causado por el consumo de sustancias controladas. Llegado a este punto, despenalizar y regular el cannabis son dos pasos en la dirección correcta a hacia una política de drogas respetuosa de los derechos humanos.
Emilio Ruchansky es periodista especializado en drogas. Trabaja en la Televisión Pública, es editor de la revista THC e integrante del Centro de Estudios de la Cultura Cannábica (CECCA). También es uno de los coordinadores del Acuerdo por la Regulación Legal del Cannabis y autor del libro “Un mundo con drogas, los caminos alternativos a la prohibición: Holanda, Estados Unidos, España, Suiza, Bolivia y Uruguay”.