Por Soledad Vallejo
Hace diez años, en 2009, la Corte Suprema de Justicia de la Nación resolvió por unanimidad, en el precedente conocido como “fallo Arriola”, la inconstitucionalidad de la criminalización de las personas usuarias de drogas prohibidas. Para ello se basó en el análisis de la figura de “tenencia para consumo personal” contenida en la actual ley de estupefacientes, que en el presente 2019 cumple treinta años de vigencia (ley 23.737, de 1989).
Sin embargo, los casos de detenciones por tenencia para consumo personal siguen ocupando dos tercios del trabajo de la Justicia federal, y las fuerzas de seguridad continúan ejerciendo selectividad clasista sobre jóvenes, principalmente de sectores urbanos desfavorecidos. Convive así un uso abusivo de la fuerza estatal en manos de las Policías, con un criterio judicial que conduce al cierre de la mayoría de los casos por aplicación del antecedente jurisprudencial. Esas intervenciones policiales han sido y son fuente constante de violaciones a los derechos humanos.
La persistencia en los hechos del prohibicionismo en materia de tenencia de drogas para consumo personal también vulnera el derecho a la salud de quienes precisan atención sanitaria ante eventuales consumos problemáticos, ya que muchas veces no demandan asistencia por temor a ser criminalizados/as. A ello se suma la problemática específica de quienes encuentran en el uso medicinal del cannabis una posibilidad terapéutica a la altura de sus requerimientos paliativos y de tratamiento médico.
En este sentido, quienes venimos del campo de lo social y la salud mental sabemos de la importancia que tiene pensar la construcción de subjetividad y los imaginarios sociales –conjunto de ideas y creencias– que se van instalando en la sociedad alrededor del consumo de drogas para lograr una transformación profunda en materia de políticas de drogas, que involucre a la sociedad en su conjunto.
Los intentos de adecuar o adaptar las conductas humanas a través de la prohibición o punición, lisa y llanamente fracasan. Entre otras cosas porque la subjetividad humana no se constituye por la vía de lo adaptativo, ni resuelven las tensiones por la vía de encontrar un objeto preestablecido para saciar una necesidad, como es el caso del orden biológico (instinto). Los caminos del deseo en el ser humano encuentran múltiples posibilidades para su realización y de modos muy singulares.
Aún cuando pudiera consolidarse la idea de que el castigo no es una herramienta para quienes consumen drogas, recae sobre ellas el imaginario social de que toda persona usuaria de drogas mantiene una relación de consumo problemático con la sustancia. Del mismo modo, este imaginario sugiere que la sustancia es, en sí misma, la causante de tal adicción, sobre todo las sustancias ilegalizadas, soslayando que el mayor consumo en la población es de sustancias legales, como ser el alcohol, el tabaco y los psicofármacos.
Lo que determina que una conducta se vuelva adictiva no está dado por el objeto en sí (la sustancia en este caso) sino por la relación que el sujeto (la persona) establece con un objeto determinado, el modo en cómo se relaciona, vale decir, el trato que le da o el lugar que éste ocupa. Sabemos que algunas sustancias tienen un poder adictivo mayor que otras, claro está, pero esto en sí, no explica nada.
La adicción es un modo de relación específica que los sujetos establecen con las sustancias –en el caso que nos ocupa– que se caracteriza por las formas compulsivas y una dificultad para limitarlas. Pero no es la única. En otros casos es posible ver en el consumo un modo de búsqueda de placer, libertad y recreación, sin por ello volverse problemático o un motivo por el cual el sujeto se vea obligado a tener que renunciar. Datos de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC, en sus siglas en inglés), demuestran que la mayoría de la población que consume sustancias prohibidas no desarrolla un consumo problemático de las mismas. Tan sólo un 11% de la población usuaria, lo que representa 30,5 millones de personas a nivel global entre un universo estimado en 275 millones de personas entre 15 a 64 años que consumen sustancias al menos una vez por año (WorldDrugReport, 2018).
Si pensamos que los imaginarios sociales se sostienen, reproducen y trasforman por los modos de hacer y pensar que llevan adelantes los seres humanos, tenemos que afirmar que sólo a través de la implicación subjetiva (darle lugar a la diversidad y reconocernos como parte de ella) se podrá lograr una transformación. Para dicha implicación es necesario que las representaciones sociales que circulan sean más benevolentes con respecto a nuestras conductas, para poder identificarnos con ellas sin sentir que somos enfermos, criminales, marginales, etcétera. Entender que tenemos derecho al placer y al disfrute, de la manera que cada quien crea necesario, cambiará el paradigma social, colocando las cosas bien lejos de la patologización del consumo, la demonización a algunas sustancias y con ello a quienes las consumen.
La salud mental de una sociedad es el alivio del padecimiento subjetivo y el intento de ausencia de sufrimiento mental de quienes lo padecen y requieren de atención, así como también la libertad de elegir como queremos gozar.
Psicoanalista clínica / Docente de la UNR / Integrante de Reset – Política de Drogas y DDHH