¿Estalló la crisis política capaz de destejer la unión de Europa? Nada de eso. El drama aún no comenzó. Lo que llegó son los avisos de que podría subir a escena. De momento, sin embargo, no hay sala disponible. Ni Atenas –que se codea con la tragedia– presta la suya. Los votantes franceses y griegos rechazaron las políticas de austeridad con notable contundencia, pero tampoco los que más la padecen –los helénicos– convalidaron una escisión del euro (aunque formara parte, con toda nitidez, del menú de alternativas elegibles). ¿Será cuestión de tiempo? La Unión Europea está sobre aviso. Sin cambio de rumbo el reloj se probará un enemigo formidable. A esta altura, lo menos esperable no era la rebelión de los votantes, sino que al consumarse, los mercados la aceptaran pacíficamente. Desde ya, la Bolsa de Atenas abrió con un derrumbe de más del 7 por ciento –Grecia depende del respirador de la asistencia internacional y podría desconectarse si los dos partidos tradicionales no consiguen los dos escaños que les faltan para armar una coalición de gobierno que respete los compromisos asumidos–. Pero las Bolsas europeas –que se repusieron rápido y cerraron en alza– o el mismo euro –que recobró el nivel de 1,30 frente al dólar– colocaron paños fríos. ¿Grecia ya no importa? Sí, pero no al punto de determinar la suerte de Europa. Errada o no, ésa es la convicción expresada por quienes deciden con los votos del dinero. ¿Desde cuándo? Desde que se comprobó que el default (asistido) de Grecia no era ya una amenaza sistémica. O sea, después que el BCE innovó con la irrigación masiva de los pases de liquidez. Allí fue que se interrumpió el circuito de alimentación que transmitía los estertores de Grecia y los reproducía en toda Europa. Por lo visto ayer, ese bloqueo persiste. ¿Será la flexibilidad de la política monetaria un antídoto viable de los espasmos políticos? Es tema de discusión. Lo seguro es que nos esperan más convulsiones y no vendrán sólo de Grecia.
El triunfo de François Hollande en Francia es la derrota de Angela Merkel. No era necesario, la premier alemana lo quiso así. Apostó todo por Nicolas Sarkozy creyendo, hasta por lo menos un par de meses atrás, que ganaría. No lo recibió a Hollande ni siquiera por mera cortesía, y ese distanciamiento tajante le facilitó la campaña. La foto de ambos, ahora, es inexorable. De haber estado antes, hubiera graficado los límites reales de su discurso. Hollande asume, pues, con un triunfo en su cuenta personal con Merkel. Pero es un gol de vestuario –un bonito gol, se admite– cuando el partido de verdad no comenzó. ¿Habrá choque de agendas? El potente mensaje de Hollande se ubica en las antípodas. Berlín se ocupó ayer de remarcar que el “pacto fiscal” no es materia negociable como pretende. Merkel, si no hay otra salida, le dará pelea. También Sarkozy fue díscolo hasta que encontró la horma del zapato. La pulseada entre ambos es inevitable, del choque frontal se puede prescindir. La “gran Mitterrand” –el recordado zafarrancho inicial del primer presidente socialista– no le conviene a nadie. Menos que menos a un Hollande desprovisto de credenciales de gestión, gobernando a una Francia de frágiles finanzas, provisto del único mérito de haberse montado a la ola correcta en el momento justo. No debería arriesgar un corcovo de la deuda pública.
Toda Europa habla de “pacto de crecimiento” desde que Hollande mostró en la primera vuelta electoral que podía convertirse en el interlocutor por su país. Es un gesto de bienvenida del BCE y de la propia Merkel que debería apreciar. Está claro que piensan distinto, pero le muestran así que un compromiso es posible (y deseable). ¿Aceptará ceder posiciones antes de medir fuerzas quien acaba de vencer no sólo en las urnas de Francia sino en la opinión pública de media Europa que también aboga por relajar la política de austeridad? Difícil. En todo caso, Hollande no debería embestir en soledad. Tiene que cultivar primero otros apoyos dentro y fuera de Europa. Y sí o sí poner de su lado al BCE. No habrá estímulo efectivo –no importa la medida que se tome– si el banco central se opone.
Grecia tendría que ser el espejo que miren los líderes de Europa. No porque importe el espejo, sino la descomposición que refleja. La Unión Europea decide su futuro en un complejo torneo de ajedrez. Si se piensa cada país como un tablero, está claro que no se trata de una partida de simultáneas. Con el juego muy desplegado, Grecia está en una posición netamente inferior. El daño es innegable. Cuando el primer ministro Papandreou quiso patear las piezas –al proponer que lo que había firmado en la cumbre de octubre fuera sometido a una consulta popular– Berlín lo neutralizó en el acto. Así aterrizó el gobierno tecnocrático de Papademos. El enroque ad hoc preservó el curso de los acontecimientos. Pero la democracia aún rige en Europa. Y las urnas proveen ahora ese referéndum. El sentimiento proeuropeo todavía prevalece en Grecia, aunque gravemente fisurado. Los partidos que rechazan la integración han ganado representación (y acceso al Parlamento). Su predicamento no puede sumarse de manera mecánica (tanto la extrema derecha filonazi como el partido comunista quieren abandonar el euro) y no deja de ser minoritario, pero crecerá si la asfixia económica no cede. De ser así, en la próxima elección, no se podrá formar gobierno sin su concurso. Que esto ocurra en Grecia, donde la sociedad está en jaque, vaya y pase. Pero ¿en Holanda? ¿Acaso no se esbozó lo mismo en la primera vuelta francesa? En el núcleo de la eurozona, donde no se conocen padecimientos extremos, se está a tiempo de conceder tablas. Y comenzar otra partida. Hollande plantea cambiar de apertura. Razón no le falta aunque la que propone no vaya a ser la elegida.