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Pompeyo Audivert: un chamán andrógino y poderoso que trasciende los límites de la actuación    

El actor, director y maestro pasó por el Teatro Municipal La Comedia con su descomunal “Habitación Macbeth”, una revisión de la tragedia de Shakespeare pensada para un solo intérprete en la que transita una performance demoledora entre “cuatro paredes”

En ese conocido afán de buscar adentro, en esa idea de una máquina teatral que se pone a funcionar entre el cuerpo, las ideas, los recuerdos, el dolor, el pesar, las palabras, el texto previo (un clásico que parece inabarcable) y la inmanencia de la actuación como un fenómeno casi inexplicable, autónomo, escindido de todo y al mismo tiempo atado a todo, Pompeyo Audivert, acaso uno de los mejores actores de una cantera de talentos que ha dado el teatro argentino a lo largo de su historia, donde aparecen unos pocos en un primerísimo primer plano como es su caso, pasó el jueves último por el Teatro Municipal La Comedia con Habitación Macbeth, una revisión de la tragedia de Shakespeare pensada para un solo intérprete que transita una performance demoledora entre “cuatro paredes”.

En esta tragedia donde el teatro se vuelve a revisar a sí mismo, convencido, como dijo horas antes de su llegada a la ciudad, de que en medio de la pandemia el único teatro que le quedaba, el único posible, era su propio cuerpo, el actor produce en escena un efecto multiplicador a partir de ese concepto: es, al mismo tiempo, los personajes principales y algunos secundarios de la tragedia clásica, pero los transita desde una vitalidad infrecuente, casi desconocida en términos de actuación, en una mímesis fagocitante que se rompe, se desarma y se vuelve a armar en medio de una cabalgata con destino de muerte donde todo tiene su tiempo y su lugar, pero sobre todo, donde el texto (el original) no opone resistencia porque el relato dialoga a la par de los registros que propone el actor en escena: risa, llanto, contradicción, miedo, ausencia, vacío, inquietud, desolación, parodia, disparate y muerte.

Audivert, como un chamán que llega de otro tiempo y lugar, como un Nosferatu fantasmagórico que puede volverse un niño indefenso, se apodera de la atención de la platea, un foso de huesos del que “brotan cadáveres” que por momentos se vuelven humanos que asisten a un acto político, el lanzamiento de una campaña donde el candidato es Macbeth, en un irresistible devenir donde la seducción se mezcla con el presagio, la agonía de la muerte que va a llegar indefectiblemente, la incomodidad y la mueca, y hasta la risa burlona de Lady Macbeth advirtiéndole a su marido que sonría, que ambos están “haciendo política”.

El actor y también director, en una complejidad donde pareciera imposible abordar semejante empresa ocupando ambos lugares al mismo tiempo, le pone el cuerpo al protagonista pero saca de él mismo a esos otros personajes de los que se apodera: casi como un médium poseso, donde su cuerpo, que es también el de Macbeth y que por momentos es en paralelo una especie de salieri de sí mismo, es tomado por las brujas, esas “patéticas actrices” que le advierten que será rey, pero también por Lady Macbeth o el funesto Banquo, en un ir y venir que se tiñe del no menos poderoso universo sonoro que crea en escena (y sobre algunas pistas propias) el músico (violonchelista) Claudio Peña, cuya presencia escénica, que al mismo tiempo lo vuelve un testigo de los hechos, abre un infrecuente diálogo hacia el adentro del material.

En esa búsqueda, en el contexto de ese vaticinio que deja en claro que el poder no cambia sino que por el contrario delata las verdaderas intenciones de los seres humanos, y que ese mal es humano más allá de lo supuestamente sobrenatural, Audivert es ese actor que da paso al personaje y se pierde en la espesura de una sumatoria de planos que compone la luz en un espacio vacío donde increíblemente también se juegan los detalles y primeros planos a partir de la multiplicidad de esos mismos recursos lumínicos.

Pompeyo es, también, el que de manera elíptica asocia los recodos de la tragedia con la política del presente apelando al humor del bufón. Es el que se apropia, sin abusar y desde una organicidad por lo menos atípica, de una profusión de recursos que multiplican lo que él mismo denomina como “el piedrazo en el espejo”, refiriéndose a una idea de la representación de la que se corrió hace más de treinta años a partir de sus experiencias con las Máquinas Teatrales.

Audivert es ese actor que encuentra el sentido preciso de los objetos en escena: hay un diálogo entre el color, la textura, la temperatura de la luz y la irrupción de unos pocos objetos que, al mismo tiempo, se resignifican a partir del uso y la multiplicidad de sentidos a la que los somete.

En ese “insomnio del porvenir” que se anuncia al comienzo, donde el peso de la palabra es tan magnético como el de los silencios, Habitación Macbeth es, también, un homenaje a la tragedia y al mismísimo Shakespeare, es decir a ese teatro que está tan vivo dentro de esta experiencia que se escapa de los límites de la obra fundante, dado que se propone desnudar el sentido de la tragedia más allá del tiempo, en su eterno renacer, en su resonancia en el presente y sobre todo en los efectos dañinos de un poder mal habido, independientemente de que cada uno encuentre en Shakespeare lo que busque o quiera ver, dejando un gusto amargo de un futuro que será de oscuridad.

Sucede que el actor-director maneja un poder inusitado y con un mínimo guiño consigue que el espectador ame u odie al personaje, se apiade o lo deteste, gracias a la magnificencia de su presencia escénica y de su flujo constante de una actuación que, como el texto, también «brota» poéticamente en algunos pasajes de profunda belleza, acompañados por la luz y la música.

Es por todo esto (también por muchos otros motivos) que Habitación Macbeth se revela como una experiencia teatral sin precedentes, una master class que cruza el ejercicio vital que supone la actuación con la manifestación escénica de un creador que dispara sentidos desde su enorme capital simbólico a través de una lectura personalísima de ese texto elegido al que asesta, como si lo hiciera con la espada del siniestro Macbeth, con esos otros textos que justifican una mirada, una visión del mundo, su coherencia entre ética y estética, la condición de inexplicable de una serie de acontecimientos a los que suma sustento dramático y los ramifica homenajeando al teatro.

Lo único concreto será la muerte y queda claro que el poder, la ambición y la sangre son la matriz de todas las tragedias. Para eso, Pompeyo Audivert es un chamán andrógino y poderoso que trasciende los límites de la actuación dejando más claro que nunca que el teatro es presencia y verdad. Siendo él mismo el gran ejecutor, en definitiva, es quien reparte las piedras desde la escena para garantizar que el espejo de la representación se rompa de una buena vez.

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