Por Paula Bistagnino/Cosecha Roja
En 1986 o 1987, a los nueve o diez años, escuché por primera vez lo de las mucamas del Opus Dei. Había venido a casa una prima de mi mamá. Estaba dando clases en una escuela de nuestro barrio, en la ciudad de Bella Vista, y pasó a saludar. Nunca me olvidé de lo que contó: era un colegio para chicas pobres que iban a ser mucamas; las chicas tenían 14 o 15 años y les enseñaban a servir la mesa, a coser, a planchar, a lavar y a cocinar; les daban además formación religiosa; vivían pupilas y no las dejaban salir a la calle ni ir al supermercado solas; apenas podían leer algunos libros o ver dos o tres películas que les pasaban siempre. Ella era profesora de educación física y no la dejaron mostrarles un video de volley porque había varones. No habían vuelto a ver a sus familias, porque todas eran de pueblos del interior de otras provincias. “Las educan y después van a ser empleadas de grandes familias del Opus Dei, acá o en otros países”, contó.
Bella Vista es una ciudad del noroeste de la provincia de Buenos Aires, a 30 kilómetros de la capital del país, con fama de destino apacible de casaquintas con pileta, vida conservadora y familias numerosas. Tiene 35 mil habitantes y un boulevard arbolado que la atraviesa de punta a punta donde los bellavistenses van a caminar, andar en bicicleta, tomar mate y pasear. Justo ahí, donde el corredor verde se cruza con la avenida principal, en el medio del circuito peatonal, hay un monumento que interrumpe el paso: una foto enorme enmarcada en cemento del cura español Josémaría Escrivá de Balaguer, el fundador del Opus Dei y santo de la Iglesia Católica.
El monumento es nuevo. Lo hizo el ex intendente de San Miguel (2007-2015), y luego ministro bonaerense de la gestión de María Eugenia Vidal, Joaquín de la Torre. Reemplazó a la placa de bronce que había antes y decía lo mismo que dice ahora: “En 1928 fundó el Opus Dei para difundir el mensaje de que todos los hombres y mujeres de cualquier oficio y condición social están llamados por Dios a ser santos en su vida cotidiana. Vivió en Bella Vista del 7 al 28 de junio de 1974 durante su visita a la Argentina”.
Crecí a diez cuadras de ahí y el Opus Dei siempre fue algo omnipresente en mi infancia. Siempre se escuchaba: “Tal es del Opus Dei”, “Ese colegio es del Opus Dei”, “Se metió al Opus Dei”. Pero no tenía idea de qué era. En mi cabeza infantil era algo tenebroso, como lo eran los interiores de las iglesias a las que íbamos muy cada tanto para alguna ceremonia de un familiar. Sí sabía que eran católicos, muy católicos. Pero todos en Bella Vista lo eran. El sentido común era católico. La moral era católica.
Un dato más. A unas cuadras del monumento también está Campo de Mayo, la guarnición militar más grande del país, en la que funcionó uno de los mayores centros de tortura y muerte durante la última dictadura cívico-eclesiástica-militar entre 1976 y 1983. Y en mi barrio vivían varios de sus responsables.
Hace unos meses, cuando estaba trabajando sobre las historias de las 43 mujeres que le reclaman al Opus Dei haberlas reclutado engañadas y buscan reconocimiento por sus años de trabajo gratis y no registrado, volví a llamar a la prima de mi mamá. Me dijo: “A mí me parecía todo demasiado estricto, claro, pero me parecía bien. Porque creía que estaban educando a chicas que de otra manera no hubieran podido ir a la escuela”. No sabía que la escuela era para tener mucamas de élite propias para atender a los miembros y centros del Opus Dei. Tampoco sabía que no les iban a pagar por su trabajo ni que les iban a exigir compromisos de castidad, pobreza y obediencia para toda la vida.
El lugar en el que funcionó la escuela hasta 2017 se llama La Chacra. Es un predio de varias manzanas con una casona colonial enorme. Antes de pertenecer al Opus Dei, a fines de la década del sesenta y durante el gobierno de facto de Juan Carlos Onganía, fue la residencia de una familia importante de Bella Vista. Desde afuera solo se ve un paredón y ligustrinas altas. Ahí estuvo Escrivá de Balaguer alojado en su visita al país en 1974, cuando dio charlas a sala llena en el Teatro Coliseo y el Colegio de Abogados de Buenos Aires. El Instituto de Capacitación Integral en Estudios Domésticos, así se llamaba la escuela, había abierto dos años antes y las alumnas lo atendieron a él y a su comitiva.
Una vez, cuando era adolescente y todavía vivía en Bella Vista, entré al oratorio porque lo habían abierto para una misa. Vi a las chicas con sus uniformes desde lejos por una ventana. Me impactó pensar que tenían mi edad y tenían el futuro definido: iban a ser mucamas. Me fui rápido, porque no podía siquiera disimular que rezaba. No sabía ni hacerme la señal de la cruz.
Pasaron varios años, estudié periodismo, empecé a trabajar y me tocó cubrir la denuncia contra el cura Julio César Grassi por abuso sexual agravado y corrupción de menores de un chico que vivía bajo su tutela en la Fundación Felices Los Niños. Después de que lo condenaron quise hacer una nota sobre el Opus Dei. Tenía entonces mucha más información sobre la Iglesia, sus vínculos con el poder económico y político, y también sobre los privilegios y autonomía frente al poder civil gracias al Concordato firmado por la Argentina con la Santa Sede en 1966.
Había poco material periodístico sobre “la Obra”. La mejor investigación era -y es- la de Emilio Corbiere, publicada en el libro «Opus Dei. El totalitarismo católico». Pero era sobre todo histórica y política. A mí me interesaba entender qué pasaba adentro, quería llegar a sus miembros. Lo primero que hice fue lo que hacemos los periodistas: llamé por teléfono y les pedí una entrevista. Me dijeron que no. Volví a llamar. Una, cinco, diez veces. Hasta que me pidieron un cuestionario. Se los mandé. Me dijeron que no. Volví a La Chacra y toqué timbre. Me abrió la reja una mujer, le expliqué, me dijo que no. Así pasaron los años. Cada tanto les volvía a mandar un mail. La mayoría ni siquiera los contestaron.
Un día de los tantos que me puse a buscar notas descubrí una página web llamada Opus Libros, con documentos secretos y libros prohibidos por el Opus Dei. Era española. Y fascinante: tenía cientos de testimonios de ex miembros de distintos países que parecían casi salidos de una matriz. En España, Argentina, Estados Unidos, Australia, Filipinas o Kenia, los relatos se completaban entre sí a la perfección.
Le escribí a la directora, la ex numeraria y periodista Agustina López de los Mozos, y me ayudó a dar con los primeros testimonios de Argentina. La primera mujer que me escribió se llamaba María. Después de muchos llamados telefónicos nos encontramos a tomar un café. Lo primero que me dijo fue: “Tenía muchas dudas de reunirme con vos porque sos de Bella Vista”. Tenía los mismos prejuicios que yo.
A ella no la volví a ver, jamás me dio el teléfono y nunca me dijo su apellido. Pero después empezaron a llegar otros nombres de a poco. Muchos me hablaron con seudónimos durante un tiempo, hasta que confiaron. Hice entrevistas sistemáticamente durante varios años sin pensar si iba a escribir algo o no. Primero necesitaba entender: qué hace el Opus Dei, qué es, qué quiere, qué busca, por qué tienen tanta plata y propiedades, a dónde quieren llegar, cuál es su vocación; pero mucho más me inquietaban las historias íntimas y personales. Como alguien que nunca tuvo formación ni fe religiosa, la pregunta por cuál es el atractivo de esa promesa de santidad con la que convocan a adolescentes de 14 o 15 años, el sacrificio y la mortificación autoinflingidos en pos de algo intangible e improbable, me obsesionaban.
En diez años hice al menos 80 entrevistas. Y cada nueva entrevista es un poco igual a las otras pero también única: un detalle, algo de esa vivencia personal, la palabra que se elige para contarlo. Una vez una ex numeraria que tuvo alta jerarquía me dijo: “Vas a saber todo pero nunca vas a entender lo que se siente estar ahí, en ese estado de manipulación de conciencia”. Sé que tiene razón, pero no me sacó las ganas.