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Primer Mundial, primer apriete

¿Habrán tenido radio? No, qué van a tener, si contaba que salían todos los hermanitos en fila a cortarse las manos con choclo ajeno, todavía con la helada que dejaba la chala como cuchillos, y que se lavaban la cara casi con hielo picado, dándole a la manija de la bomba. Había que trabajar, decía. ¿Y cómo se habrá enterado? ¿Se habrá sabido entonces, en Los Quirquinchos, lo que iba pasando en Montevideo? Con el tiempo van faltando los detalles, muchos, pero ya hace rato que se los llevó con él. Queda sí, algo en lo que no dudaba: que el Mundial del 30, el primero de todos, se perdió porque los jugadores no volvían. Porque de la cancha no salían vivos.

En el primer tiempo habían sido unos maestros con la pelota, se acordaba. Que los estaban pasando por encima. Que el 2 a 1 era poco en aquella final en el Centenario. Pero que en el entretiempo una “visita” que le hicieron a la Selección en los vestuarios fue letal. Y que perdieron 4 a 2 de pura supervivencia nomás.

En aquel tiempo no había parva de billetes para usar una máquina de afeitar, un desodorante o una marca de botines. Había mecenas, sí, pero para otra cosa. No le habían visto el filón, o al menos ése, porque se jugaba por la “amistad de las naciones”. No había “Brasil, decime que se siente” y la amistad se terminaba cruzando el Río de la Plata: ahí era la rivalidad, no con ese país que tantos creían que era una selva interminable donde todos eran negros.

Tampoco había televisión que transmitiera en directo ni que llevara a cada casa la imagen vívida de una gota de sudor chorreando por la frente. Había que esperar mucho, años, y los partidos se veían en el cine. ¿Con colores? No dijo, sólo que ahí vio él (¿cuándo?) antes de que en Mendoza y Paraná, y la vía en realidad, cambiaran pantalla grande por estanterías y chicas abrieran el almacén, ése que después fue el supermercado La Porteña, que después fue cantina. Ahí los vio, y parece que eran buenos en serio, por lo que decía. Partidos con cuatro, seis, ocho goles.

Después, mucho después, cuando alguien recopiló la historia de los partidos que se jugaban cuando ellos eran cosecheros, todo se iba confirmando. Que a un defensor lo habían amenazado de muerte, a él y a toda su familia, la noche anterior al 30 de julio, cuando se jugó aquella final. Y que habían sido espías italianos de Benito Mussollni. Y que en la cancha había 300 soldados con bayonetas caladas cuando volvieron al campo a jugar el segundo tiempo. Y que uno, calzándose de nuevo los botines, les dijo a los demás: “Mejor que perdamos sino acá nos morimos todos”. Cuando volvieron, dicen que fue la primera vez que alguien dijo: “Campeones morales”.

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