En “Esos raros adolescentes nuevos”, el psicoanalista Luciano Lutereau analiza las nuevas configuraciones de una franja etaria que aprovecha hoy su temprana incidencia en los debates públicos para plantear una revisión drástica de los estereotipos y sostiene que los jóvenes ya no interpelan a sus padres, sino al orden social, cuando se posicionan sobre el rol de la Iglesia, el aborto o la norma heterosexual.
La transgresión ha dejado de ser un modelo de crecimiento, enuncia el autor de “Ya no hay hombres” y “Más crianza, menos terapia”: los jóvenes cuestionan al mundo adulto pero en vez de optar por una rebelión autorreplegada se inclinan por versiones dialoguistas que demandan más explicaciones y así “nuestra autoridad hoy no depende de ser simplemente padres” sino “del lugar que le demos a la palabra en el vínculo”.
“Esos raros adolescentes nuevos” (Paidós) caracteriza una escena compleja donde el pensamiento binario tan afín a la adolescencia se entronca con demandas colectivas de alcance amplio como el rechazo al patriarcado, la deconstrucción del amor romántico y la reinvindicación de sexuales disidentes, y donde bajo la lógica de la hiperconexión la angustia es reemplazada por la ansiedad: “se proyecta hacia afuera el malestar y se busca una solución inmediata que se termina reemplazando por otra, porque ninguna alcanza”.
—¿Es cada más difícil o más desafiante ser adolescente y ser padre de un adolescente, o se trata de un relato que se ha instalado para amortiguar el malestar actual a la hora de ejercer roles parentales o institucionales?
—Hay una mayor dificultad para el crecimiento de los adolescentes y acompañarlos se volvió algo complejo, por una serie de factores que se resumen en que por un lado, ya desde los 13 o 14 años los jóvenes realizan actos públicos, algo para lo no que deben esperar hasta los 18 años como antes y, por lo tanto, el hábito de los adultos de decirles “cuando seas grande” o “cuando tengas tu casa” cae en saco vacío. Así, la posición prohibitiva del adulto ya no tiene vigencia. Por otro lado, si prohibir o amenazar ya no tiene sentido, el conflicto de oposición de los jóvenes ya no es con sus padres en casa, sino que se realiza también públicamente, por eso los adolescentes están tan implicados hoy en día en causas sociales, como la despenalización del aborto, la lucha contra el Patriarcado, etc.. En tercer lugar, la brecha generacional se hizo más lábil, porque la adolescencia se extendió en una sociedad que valoriza la juventud antes que el pasaje a la vida adulta, caracterizada por ciertos principios como la autonomía y la responsabilidad. Hace no mucho un muchacho ya grande, frente a una acusación de abuso, nos sorprendió a todos diciendo “llamen a mi vieja” (que, según los medios, trabaja en el poder judicial). Puede parecer un caso aislado, pero no son pocas personas que con más de 30 años aún siguen refiriéndose a la casa de sus padres, de la que ya se fueron, como mi casa.
—Ahora que los jóvenes parecen más enfocados en interpelar al orden social antes que a sus padres ¿Qué formas asume el conflicto entre padres o hijos, ese «desmarcarse» que es crucial para la constitución de la identidad?
—Es muy difícil prohibirle algo hoy a un joven, no porque no se pueda hacer, sino porque no tiene eficacia. Pensemos en relación al consumo de drogas, que ya no tienen la imagen social que tenían hace 20 años y conseguir alguna sustancia en la calle es algo que hoy apenas toma unos pocos minutos. Entonces, cuando la accesibilidad es mucho mayor, ¿cómo hacer para prohibir? Son repetidos los casos de jóvenes a los que se les prohibieron cosas y, después, el día en que pudieron hacerlo, se metieron hasta el cuello en algo. Porque además la prohibición incita a la transgresión, éste es el problema. Por lo tanto, para acompañar a un adolescente hoy en día es muy importante no incentivar deseos transgresivos, sino tomar otra postura. Lo más conveniente sería posicionarse como un interlocutor que facilita la experiencia, la orienta, da herramientas, no juzga severamente, no busca ser reconocido como autoridad, lo cual no quiere decir que no la tenga. Hoy en día, decirle a un adolescente “soy tu padre” es la manera más perfecta de perder la autoridad, es la destitución paterna por excelencia, porque si hace falta aclararlo, ¿no oscurece? La mejor forma de acompañar a un adolescente es a través de la autoridad que da el diálogo, de la legalidad que implica el compromiso que se asume cuando se da la palabra. Es importante que los adultos repensemos qué lugar le damos a la palabra en nuestra vida cotidiana, es decir, si somos confiables, si estamos a la altura de los acuerdos que promulgamos, porque la palabra no es sólo un instrumento de comunicación, sino una manera de hacer de la relación con otro un vínculo con ciertas obligaciones y dependencias asumidas.
—En lo que parece ser uno de los grandes conflictos de sociedades cada vez más tecnologizadas e hiperconectadas, la ansiedad parece ganarle a la angustia ¿Los vínculos serán más volátiles y frágiles ahora que los objetos técnicos moldean nuestros afectos y que la ansiedad se enlaza con la idea de la sustitución?
—La angustia es algo propio de vivir un conflicto, de atravesarlo, de sentir que vamos a salir como otros después de esa instancia, transformados, mientras que la ansiedad es un afecto de huida, de escape, incluso de no querer saber nada con la angustia, de querer hacer como que no existe. Las tecnologías son una vía de evasión privilegiada: por ejemplo, para evitar el conflicto de poner el cuerpo en el encuentro con otro y preferir seducir a través de una red social. Los jóvenes hiperconectados no son los compulsivos que denuncian los adultos, sino que muchas veces tienen un uso muy creativo de la tecnología. Creo que el problema con la tecnología lo tienen más los adultos que, por ejemplo, vienen a sesión y hablan de lo que les dijeron por mensaje, reproducen audios y demás, que los adolescentes para quienes la tecnología es más un medio que un fin.