Las producciones coreanas siguen abundando en Netflix, y esta semana se sumó el estreno de Nadie en el bosque, un thriller algo prometedor que, sin embargo, adolece de la marca de fábrica de la plataforma: las ansias de capturar la atención a cada instante sin atender jamás a un desarrollo dramático coherente.
No es sencillo resumir el conflicto de base, ya que la serie apuesta a su desplazamiento constante apoyando allí gran parte del atractivo de su desarrollo. Si bien el eje se establece en un punto dramático central, ya de partida el relato se abre en dos líneas narrativas paralelas desarrolladas en distintos tiempos, separados por un par de décadas de distancia. Al principio parecen competir por la primacía, y sin declarar del todo sus relaciones, pero poco a poco una de ellas va tomando protagonismo para luego, en la segunda mitad de la serie, plantear definitivamente el cruce.
Ambas coinciden en varios elementos comunes, casi a modo de espejo. Transcurren en hospedajes de la misma zona, y narran situaciones que se ven alteradas por la irrupción accidental de una presencia maligna, asesino y asesina alternativamente, psycho killers paradigmáticos que se presentan como encarnación de la pura maldad. A partir de esas irrupciones y de las huellas que dejan tras su paso brutal, todas las vidas implicadas se verán arrastradas al infierno de modo trágico. No vale la pena entrar en más detalles.
Un primer punto que acciona en contra desde el comienzo, es que el juego entre las líneas temporales puede resultar algo confuso, entorpeciendo innecesariamente el claro y efectivo planteo de las intrigas. Sumando además a esa alternancia entre ambas líneas algunos recursos innecesarios que desarman también la linealidad de cada una, y que juegan por momentos también entre lo real y lo imaginado.
Pero más allá de esa posible impericia narrativa, si hay algo que resulta atractivo en el comienzo es lo imprevisible del relato, las inesperadas direcciones que va tomando la intriga con el correr de cada episodio. Y no se trata en apariencia de giros asombrosos ni desvíos arbitrarios, sino del modo en que se plantean ciertos conflictos como eje para luego cerrarlos, desfazarlos, abandonarlos o cuanto menos suspenderlos, dejando que otros surjan y tomen el relevo. El desarrollo de las intrigas, en ese sinuoso juego de desplazamientos y suspensiones, asume al comienzo, con cierto ingenio, un carácter general imprevisible y por eso se intuye como un ejercicio atrapante.
Ahora bien, si ese planteo general puede resultar atractivo en los dos o tres primeros capítulos (como mucho), también es cierto que algunos desvíos pueden llegar a percibirse un tanto forzados. Como también puede resultarlo la situación que configura el eje dramático de toda la serie: el siniestro juego planteado entre el dueño de la hostería y la inquilina psicópata. Es allí tal vez, justo en ese lugar en el que reposa la mayor parte del peso de las intrigas, donde la actitud de un personaje se muestra un poco insostenible, o cuanto menos muy poco creíble, y el juego se torna caprichoso e inverosímil haciendo que todo el andamiaje este siempre a punto de derrumbarse. Lo que debería vivirse como claustrofóbico y perverso, aquello que debería tocar ciertas fibras y crispar los nervios, termina por ofuscar en un reclamo de un poco de verosimilitud en los comportamientos y en las acciones.
Allí los hilos del relato quedan al descubierto, convirtiendo a sus personajes en ridículos artificios cuyo único fin es sostener y dilatar las idas y vueltas de la trama, sin atender a la coherencia de su construcción dramática como personajes sólidos y creíbles. El personaje protagónico, por ejemplo, podría errar todo el tiempo, podría no saber cómo actuar, podría ser incapaz de resolver los problemas que se le presentan, pero todo eso, que podría ser muy rico, debería entonces responder a la coherencia de una construcción sólida. El problema evidente es que aquí no lo hace, y cada actitud se manifiesta como un capricho narrativo para dilatar lo insostenible. Incluso, ya de modo evidente, para forzar el desarrollo de un relato allí donde ya no podría haberlo. Pero eso es sólo el comienzo.
Tal problema se hace evidente en los primeros capítulos de la serie, con la posibilidad esquiva de suscitar aún ciertas dudas en torno al ingenio del juego propuesto. Poco después, aproximadamente en la segunda mitad el relato, la cuestión se vuelve por demás de insostenible. Ya todo está a la vista. Lo que en principio se percibía como un posible sesgo de inverosimilitud o incoherencia pasa a convertirse lisa y llanamente en una irritante acumulación de situaciones violentas y sin sentido alguno. Es notable el grado de desinterés en construir una cierta coherencia. Es notable la liviandad con la que se acumulan situaciones ridículas sin atender a una mínima construcción lógica. Ni siquiera cabe explayarse demasiado. El nivel del despropósito es tal que del asombro ante tamaña torpeza se pasa de inmediato a la ofuscación, y remontar la serie hasta el final se vuelve una tarea titánica y, claro, totalmente innecesaria.
Puede resultar exagerado, pero resulta difícil no indignarse ante algo como esto. Es indignante ver en que se ha convertido el relato audiovisual en manos de la irresponsabilidad de estas plataformas. Nadie en el bosque termina por evidenciarse ya no sólo como otro producto mediocre, sino como una burla irritante.
Nadie en el bosque / Netflix / 1era. Temporada
Creador: Son Ho-young
Intérpretes: Kim Yun-seok, Yoon Kye-sang, Ko Min-si