Dilma, reelecta. Pocas veces un titular dice tan poco sobre el resultado de una votación, especialmente en lo que hace a sus consecuencias.
No conviene caer en lugares comunes, como ese de que “el que perdió, ganó”. No es así: el que gana, gana y el otro vuelve a un llano desértico hasta los próximos comicios.
La historia está llena de ejemplos de ganadores morales que terminaron diluidos en la espera. El venezolano Henrique Capriles podría dar cátedra en esta etapa yerma de su vida política.
Sin embargo, tampoco es lo mismo ganar por demolición que con lo justo. Los reproches de los aliados –muchos perdieron comicios estaduales o legislativos por el menor arrastre de la candidatura presidencial– auguran pases de factura.
Además, el Congreso brasileño, un mosaico de grupos muchas veces minúsculos, estrenará su nueva composición el año que viene en condiciones de una fragmentación incluso mayor. Éste es un dato importante, ya que buena parte de la endémica corrupción del sistema político brasileño nace en la necesidad del Ejecutivo de seducir con cajas a partidos y caciques de popularidad discutible, pero de enorme poder de chantaje. El elefanteásico gabinete de 39 miembros de la administración saliente es un ejemplo flagrante de ello.
Pero, acaso más importante, Dilma deberá lidiar con una sociedad dividida en dos mitades. Esto indica la necesidad de sumar al menos a parte de los descontentos y de asumir como propios algunos de los reclamos y propuestas que dejaron a la oposición en la orilla de una hazaña electoral histórica.
“La presidenta tendrá por delante grandes desafíos, sobre todo en economía, que deberá afrontar de inmediato. Si bien la inflación no está en los niveles descontrolados de los años 80, la economía va mal y la industria sigue estancada, lo que significará tomar algunas medidas impopulares. Los próximos dos años serán los más difíciles”, auguró el analista político Marcelo Rech, director de la consultora InfoRel. Bajar la inflación, mejorar las cuentas fiscales, relanzar una economía que viene de cuatro años de bajo crecimiento, alentar la inversión… todo eso que el empresariado reclama volverá a estar sobre la mesa sin tregua ni “lunas de miel”.
Los mercados financieros exageraron durante la campaña: cada noticia positiva para Dilma significaba un desplome de las acciones y del real. Muchos creyeron que una presidenta suavemente intervencionista en materia económica, al menos según los parámetros regionales, podría seguir un camino a la venezolana. La imaginación es libre, aunque promesas del Partido de los Trabajadores como la de una ley de medios reforzaron esas sospechas tremendistas.
Es poco probable que la mandataria opte por un camino más radical, algo para lo que no tiene margen ni, posiblemente, vocación. Es difícil pensar que en el cuarto mandato petista, el de mayor vulnerabilidad política y desgaste, se tomen decisiones que no se pudieron imponer ni siquiera en tiempos del inoxidable Luiz Lula da Silva.
Por otro lado, aquellos inversores demandantes le reclamarán desde ya al gobierno pruebas de amor; habrá que ver hasta qué punto cederá ella. Un buen parámetro de esto será el nombre del futuro ministro de Hacienda, quien reemplazará a Guido Mantega, considerado por los empresarios más críticos el responsable de todos los males. El desfiladero es estrecho: mejorar el “clima de inversión” es, en buen romance, ampliar la tasa de ganancia. Hacerlo sin deteriorar los niveles de protección y bienestar social generados por los gobiernos del PT, sobre todo en tiempos de “viento de frente” internacional, no será una tarea sencilla.
La Argentina puede respirar aliviada. Un triunfo de Aécio Neaves habría puesto al Mercosur en un punto de quiebre, y a la relación bilateral en un camino de asperezas sin precedentes. El bloque funciona mal, y la responsabilidad en buena medida es de una
Argentina que viene exportándole su crisis de escasez de divisas. Pero terminar con el estatus de unión aduanera y llevarlo a una simple zona de libre comercio habría supuesto para la industria nacional el riesgo de perder un invalorable mercado de 200 millones de personas. Muchos sostienen que lo mejor que le puede pasar a la Argentina es que Brasil vuelva a crecer con fuerza. Es cierto. Pero un Brasil que cierre por las suyas acuerdos de libre comercio con la Unión Europea, Estados Unidos, la Alianza del Pacífico o países de Asia podría producir un grave desvío de comercio para industrias argentinas que siguen siendo menos competitivas.
Dilma sabe que tiene menos margen, también en este punto, para contener las quejas de los industriales. No debería sorprender alguna muestra visible de impaciencia de una política exterior acusada en la campaña de un excesivo alineamiento ideológico.
Otro punto difícil es el de la corrupción. Si la denuncia periodística de que tanto ella como Lula estaban al tanto de los latrocinios en Petrobras la puso el último fin de semana al borde de una catástrofe electoral, ¿qué puede pasar si los “arrepentidos” del caso siguen prendiendo el ventilador? Una parte de la prensa, incluso mientras se votaba, demostró que está dispuesta a seguir jugando fuerte.
La campaña de Neves fue muy meritoria. Si en los primeros meses hablaba “difícil” y se mostraba lejos de la gente, poco antes de la primera vuelta hizo un cambio extraordinario.
La intención de voto menor al 20 por ciento que mostraba antes del fenómeno fugaz de Marina Silva enterraba cualquier aspiración futura. Con lo hecho el domingo, bien puede aspirar otra vez al poder en cuatro años.
En el PT, mientras, se secan el sudor frío por lo que estuvo a punto de pasar, vuelven las voces que exigen un “Lula 2018”. Pero para entonces éste tendrá 72 años y una salud fragilizada por dolencias importantes. Falta demasiado. Mientras, la que ganó, ganó.
Pero más que nunca deberá validar cada día su legitimidad en un camino que promete más espinas que rosas.