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Puán, un relato que toca a fondo la materialidad cotidiana de la filosofía

Realizado por la dupla de María Alché y Benjamín Naishtat, ambos hacedores de algunos de los films más rescatables del más reciente cine nacional, la exitosa película propone un curioso viaje por el universo filosófico a través de un certero anclaje en una escena social-universitaria contemporánea
Realizado por la dupla de María Alché y Benjamín Naishtat, ambos hacedores de algunos de los films más rescatables del más reciente cine nacional –la imaginativa Familia sumergida en el caso de Alché e Historia del miedo, El movimiento y Rojo en el de Naishtat, todas algo más complejas que esta propuesta conjunta–, Puan propone un curioso viaje por el universo filosófico –al menos por el pensamiento de algunas connotadas figuras de todos los tiempos– a través de un certero anclaje en una escena social-universitaria bien contemporánea; podría decirse que en parte pinta algunos de estos días que corren. El espacio fundamental es el de la facultad de filosofía porteña, la de la calle Puan, que da título al film, donde se dirimirán varios asuntos que tendrán en vilo a los personajes y sobre todo al protagonista, el estoico –por cómo sobrelleva el caos que lo envuelve– y consecuente profesor Pena, muy bien jugado por ese actor todoterreno que a esta altura ya resulta Marcelo Subiotto. Allí entonces y en la vida ordinaria del profesor Pena van a sucederse una serie de estragos en un entorno de comentarios y citas de Rousseau, Heidegger, Hobbes, Spinoza, Sócrates, Platón, entre otros, que van puntuando su vida, que parece no tratarse de otra cosa que del disfrute de transmitir conocimiento aunque su subsistencia se encuentre siempre amenazada por un salario exiguo, una vivienda mínima, un clima laboral espeso –los docentes no están cobrando su salario– y un colega que trae cucardas europeas y una suficiencia decadente y pretende quedarse con la titularidad de la cátedra puesto que quien la conducía –a quien Pena admira y reconoce como su mentor– acaba de morir de un infarto y es justamente él, Pena, quien podría sucederlo. Con algo del formato de comedia slapstick en su tono –las situaciones que vive el protagonista son modeladas en esa línea y comienzan cuando se sienta sobre un pañal sucio de mierda y debe luego cumplir compromisos sin poder cambiarse–, personajes lindando en la progresía, alusiones a la diversidad, al valor de la educación pública y gratuita, a la búsqueda de la unidad latinoamericana, a la resistencia, lo que pone a Puan en un lugar de singularidad entre las propuestas de circulación más estándar es su punto de vista, sobre todo en el modelo de consumo de la pedagogía universitaria, lleno de adulaciones a un saber centralizado por lo europeo, como si desde aquí –desde el orbe latinoamericano en todo caso– no pudieran discutirse o reelaborarse conceptos y prácticas desde otras posiciones éticas y estéticas, como si la academia nacional estuviera colonizada por temas y reflexiones inaplicables a la realidad de un país dependiente y permanentemente en conflicto. Es porque pone en tensión esas heridas de la educación superior –desde las miserias que anidan hacia el interior de una cátedra, incluso– que Puan habla de un estado universitario medio tuerto como reflejo también de una sociedad en descomposición y amenazada. El acento de la acción posible, el efecto edificante de la resistencia, claro, estará puesto en el profesor Pena, en su desconcierto, timidez y sensibilidad, en su obstinado pregonar sobre el origen de la desigualdad entre los hombres –desde la vieja escuela y desde su amado Rousseau–, o sobre el rol del Estado –según la teoría de Hobbes– en cuanto al modo de garantizar la seguridad cuando para dar clases en un barrio humilde debe ir acompañado de un gendarme, a quien integra al aula poniendo de relieve otro forma de contacto con los miembros de las fuerzas de seguridad. Hay entonces en el protagonista un compromiso a redefinirse para no quedar prisionero de esa imagen que él mismo contribuyó a instalar, sin traicionar, claro, su desinterés por el exitismo o por las pautas con que presiona el consumo capitalista. Las conversaciones con la viuda del titular de cátedra y con la decana de la facultad le activan su autoestima y lo hacen reconocerse en su propio deseo –su pequeño hijo ya le había soltado que no tenía por qué reconocerse en el deseo de los demás– hasta ser capaz de arrancarse del lugar en que se encuentra y embarcarse en una existencia más vital que tendrá su cenit radical cuando enfrente al encumbrado profesor Sujarchuk (el siempre dúctil Leonardo Sbaraglia) enrostrándole su actitud deshonesta en un perfecto contraste de opuestos; cuando asuma su propio prejuicio de clase al confundir por su tono de piel a una catedrática boliviana con personal de servicio y luego se viera rebajado cuando una mujer de clase acomodada lo inste –bajo pago– a hacer “chistes filosóficos” para alegrar a madre; cuando enfrente a la policía al no acatar la orden de cortar una clase pública en el medio de la calle luego de que el Estado deje sin presupuesto a la universidad y él llame a defenderla, y cuando finalmente acepte esa veta que no ha dejado de resonar, la de una práctica filosófica situacionista desde la escena latinoamericana –con José Carlos Mariátegui a la cabeza– como experiencia fundadora de su despertar. Ante el panorama electoral incierto y la crítica situación económica-social del país, este fresco –chiquito, nada ambicioso en exhibir verdad alguna– sobre un espacio no demasiado visitado, desafía cierta estrechez para pensar en la identidad y el valor de la educación pública –tan vilipendiada por la derecha vernácula– y pone de relieve la necesaria transmisión de los sustratos filosóficos –en todos los ámbitos posibles–, siempre tan útiles para pensar las elementales dicotomías de antigüedad y modernidad, pasado y presente, el ser social y el Estado. Así, y de ahí su actualidad, Puan devela recursos posibles –solidaridad, empatía que difumina egos ante la caída en abismo– para resistir tanto espanto contemporáneo.
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