La democracia formal que sirve de expresión política y jurídica para el Estado de la burguesía es, además, la forma ideológica en que el modo de producción capitalista obtiene su reproducción por consenso. La prevalencia de el capital hace que la economía del país, con alto nivel de endeudamiento y transferencia neta de recursos hacia los sectores mas concentrados del capital financiero, genere como uno de sus necesarios correlatos la reducción de las posibilidades del Estado para atender las necesidades sociales de los sectores más desprotegidos, entre los que debe ubicarse al de los niños, para quienes el deterioro material y espiritual de la calidad de vida es doblemente dañoso, ya que les afecta no sólo como integrantes de la comunidad hoy y aquí, sino que se les presenta como obstáculo para sus expectativas futuras.
Un niño –vale recordarlo– es un sujeto que se construye como persona en interpenetración con el medio, y en ineludible y obligatoria dependencia hacia los otros. Por eso, una de las más generalizadas inequidades a las que se les expone en sociedades como la nuestra es la manifiesta imposibilidad de los padres para proveer a sus demandas esenciales en orden a su subsistencia, salud e instrucción.
Es esa situación de crisis, pobreza y falta de perspectivas de cambio, la que asume en lo inmediato un efecto devastador en la existencia de aquellos que integran amplios sectores de población sumergidos en el desempleo con su secuela de marginalidad, que los condiciona a desarrollarse soportando todo tipo de carencias y sufrimientos.
Es previsible entonces que, en alto porcentaje, la reacción a este estado de cosas asuma un marcado componente de violencia. Una situación tan extrema debe conducir necesariamente a valorar la propia condición de vida como una injusticia esencial, contra la cual es válido oponer cualquier otra clase de injusticia. La marginación, la fuga psíquica por la droga o el alcohol y el delito como práctica habitual se insertan por esta vía en la raíz misma de su comportamiento. A nadie puedes extrañar que el panorama visible sea niños mendigando, rapiñas y hurtosr epidémicos e incremento de violencia.
Frente a este fenómeno, se detectan en la esfera estatal problemas significativos. Carencia de plazas suficientes en los establecimientos de contención para aquellos categorizados como “peligrosos”, con deficientes condiciones habitacionales, hacinamiento, promiscuidad y total ausencia de tratamiento adecuado para problemas tales como drogadependencia, sida, falta de acceso a los sistemas educativos.
Pero en ese sector genérico “niños” existen aquellos a quienes por imperio de la legislación vigente se los vincula con una presunta conducta delictiva. A partir de esta constatación jurídico-penal, aquel “niño abandona la condición de tal para ser estigmatizado en una subespecie bajo la categoría “menor”.
El punto de partida es entonces un niño inadaptado al que hay que “rehabilitar”, desconociendo que el mismo en la gran mayoría de los casos no es otro que aquel emergente de una clase social carente de la posibilidad de satisfacer las necesidades mínimas elementales como para reproducir su existencia y vincularse con relaciones de producción de la que ha sido expulsado con su entorno familiar.
Debe afrontar, con su propio cuerpo y alma, un formalismo judicial e institucional que le resulta ajeno. Deberá vérselas con un magistrado a quien la clase dominante le da la potestad de actuar la función del patronato y le otorga amplias facultades para “disponer” del ex niño, hoy menor, para su “corrección y resguardo”.
El control social por vía del “correccionalismo” concede, entonces, enormes facultades al juez, al que se le rodea de un orden legal caracterizado por la publicidad relativa de sus actos, ya que sus actuaciones transcurren “con discreción” y al margen de la opinión pública para no perjudicar la “rehabilitación social del menor”.
Desde el discurso ideológico de base positivista que inspira la mentada legislación, se nos dice que el Estado, por vía de la institucionalización y privación de libertad de los jóvenes considerados en situación de abandono y a los que se les asigna alguna vinculación con hechos delictivos, “propende a su resocialización y desarrollo integral como personas, pudiendo disponer del sujeto a través de su alojamiento en establecimientos especiales”.
Sin embargo, visto en el terreno objetivo de los hechos es notorio el divorcio entre discurso y práctica del ejercicio de tal potestad tutelar, ya que resulta cotidiano advertir la aberrante situación en la que se desarrolla esa pretendida guarda y custodia, con referencias de torturas, apremios ilegales, hacinamiento, falta de actividades terapéuticas, carencia o escasa actividad de aprendizaje de contenidos conceptuales y deficiente o nula labor educativa.
Los crecientes reclamos por condiciones dignas de alojamiento puestos de manifiesto por los propios niños institucionalizados en las mazmorras del Estado, y por los organismos de derechos humanos, no hacen otra cosa que mostrar otra faceta de la inviabilidad de los establecimientos de corrección y su degeneración en los actuales depósitos policiales de niños.
Refleja, además, que este modelo de control social involuciona hacia su total decadencia: léase falta de efectividad en las tareas que le son asignadas desde el esquema de poder dominante (evidenciada en la queja respecto de que los menores entran por una puerta y salen por la otra), de forma tal que degenera en el sustento para una fuerte tendencia hasta la represión física, lisa y llana, en sus extremos institucionalizada a través de los simulacros de enfrentamiento.
En otras palabras, estamos en presencia de un modo de intervención superestructural e ideológico desenvuelto desde el aparato del Estado y organizaciones intermedias conexas que materialmente logra consolidar y reproducir la marginalidad.
Es de la naturaleza de toda crisis el agotamiento de lo viejo y la falta de cristalización de lo nuevo. Plantear su superación por la vía de un salto cualitativo, no parece una tarea simple, ya que ella impone el imperativo categórico de la transformación revolucionaria de este orden de cosas y se liga a la necesaria extinción del tipo de dominación política que padecemos. Sin embargo, de algo estamos seguros: no será a través de Jueces concebidos como grandes padres –capaces de disponer de las personas– ni institutos correccionales en manos de agentes del Servicio Penitenciario, fuerzas policiales o celadores regimentados, ni siguiendo los sermones de la ideología de la inseguridad, ni bajando la edad de punibilidad a los 14 años, ni con una tasa de desempleo con guarismos en los que se encuentra esta sociedad, como accederemos a la posibilidad de dar a nuestra niñez el marco de desarrollo adecuado que demanda su construcción como personas.
Así planteado el problema, la vía para su superación no es otra que la lucha orientada a colocar la estructura del poder estatal en manos de los trabajadores y demás sectores explotados. En este camino es ineludible ligar este reclamo contra la institucionalización y penalización de menores a las reivindicaciones de toda la clase trabajadora en torno de la incorporación al aparato productivo.