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¿Qué pasa con el Estado en los barrios? La salud pública en el centro de las periferias

Hablar de salud pública hoy obliga a hablar de la cercanía del Estado a las personas, del acceso real de las personas a sus derechos. Pero la situación no es alentadora. Es moneda corriente escuchar el malestar en los equipos de salud. Porque trabajar es poner el cuerpo y ponerse en riesgo

Soledad Cena (*)

Sabemos que nuestra ciudad atraviesa niveles de violencia abrumadores. En este contexto, quienes trabajamos en salud pública, advertimos que el Estado redujo su presencia luego de la pandemia por covid y, en consecuencia, fue dejando a sus trabajadoras/es a merced de las redes ilegales que inundan de violencia la vida de la mayoría de las personas que circulan por las instituciones públicas.

En el caso de los centros de salud, puede decirse que somos la puerta de ingreso de la ciudadanía al Estado, porque estamos presentes en cercanía geográfica y tenemos las puertas abiertas de lunes a viernes durante todo el año. La gente acude para “resolver” o pedir ayuda por un sinfín de situaciones que exceden ampliamente las capacidades que tenemos como institución de salud. Esto se vuelve un grave problema cuando se reduce la presencia de otras áreas estatales en los territorios de la periferia rosarina.

La pandemia significó un sacudón importante para el sector de la salud pública, debiendo sus trabajadoras y trabajadores permanecer en actividad laboral ininterrumpida, en sobrecarga y con vacaciones suspendidas por la emergencia sanitaria, en respuesta a la urgencia de aquellos días. Luego del enrarecido regreso a la “normalidad”, quienes trabajamos en los centros de salud advertimos transformaciones en la (des)ocupación de los territorios, lo que nos preocupa fuertemente. No sólo porque nuestros cuerpos son los que permanecen día a día expuestos, sino porque advertimos un grave retiro de los barrios por parte de otras áreas estatales que antes se encontraban presentes y robustas.

El repliegue al trabajo remoto durante la pandemia, se combinó perfectamente con el miedo y la angustia que vive nuestra ciudad y que se siente especialmente en los barrios. Este presente de retirada estatal, tiene un impacto directo en nuestra labor, porque hay infinidad de problemas que escuchamos a diario y que no podemos resolver por falta de recursos y redes de apoyo. Parece que ha proliferado una forma de gestión pública más vinculada a la atención mínima, priorizando el trabajo en oficinas. Lo poco que aparece en las periferias son equipos mínimos (2 o 3 personas) especializados en tal o cual problemática. Estos equipos resultan altamente insuficientes porque suelen abarcar a la totalidad de población de todo un Distrito, por ejemplo, resultando un “como si” existiera un abordaje que realmente no existe.

Comprendemos el temor que genera acercarse a la vida cotidiana de nuestros barrios, porque sabemos que la violencia está omnipresente en cada esquina que habitamos. Sin embargo, quienes permanecemos trabajando aquí nos estamos volviendo cada vez más invisibles. Somos las personas que garantizan con el cuerpo el acceso de la ciudadanía al Estado. En los centros de salud alojamos a la gente y sabemos lo que están viviendo en sus vidas, en sus casas, con sus familias y en su barrio. Lo escuchamos diariamente narrado en primera persona por aquellas y aquellos que más padecen las manifestaciones de las violencias. Pero lamentablemente nuestras voces como trabajadoras y trabajadores de la salud ya no son escuchadas como en la pandemia.

Hablar de salud pública hoy necesariamente nos obliga a hablar de la cercanía del Estado a las personas, del acceso real de las personas a sus derechos. Pero la inteligencia estatal parece estancada y la situación no es alentadora. Es moneda corriente escuchar el malestar en los equipos de salud. Porque trabajar acá es poner el cuerpo, es ponerse en riesgo, es exponerse al maltrato de una población que tiene muchas razones para reclamar. Trabajar en el primer nivel de atención hoy es no tener redes de trabajo sólidas con otras áreas estatales, que cuenten con recursos y equipos – y no mínimos – de cercanía, de escucha y de acompañamiento real a las familias.

Más a menudo de lo que quisiéramos, los circuitos estatales se vuelven un laberinto en el que nos perdemos. Más que políticas sociales hoy existen personas que representan a múltiples subdivisiones estatales que terminan confundiendo a los mismos trabajadores y trabajadoras y no dan respuestas reales a la ciudadanía. Las  políticas integrales fueron desapareciendo. En su reemplazo proliferan múltiples “dispositivos”, con nombres larguísimos y prometedores, anunciados por los medios de comunicación. Nombres que no se corresponden con la conformación de sus equipos ni con los recursos de intervención reales que disponen para las -cada vez más- complejas necesidades de la gente.

Quienes trabajamos en salud pública en Rosario, sabemos con qué fuerza están ocurriendo las transformaciones en los barrios, sabemos del contundente crecimiento de los mercados ilegales y de la violencia asociada a ello. Sabemos también de la preeminencia que van tomando estas redes en la reproducción de la vida de las familias que atendemos y que cuidamos todos los días. Lo que no sabemos es cómo hacer para que nos escuchen. Hoy podemos decir con total seguridad que se requiere de valentía y de equipos territoriales de cercanía que acompañen a las personas y a las familias. El achicamiento de “lo público” acelera el daño social y eso está volviéndose irreparable. Necesitamos más y mejor Estado para sostener el valor de la vida común, para que vivir en sociedad, en Rosario, sea posible.

(*) Colegio de Profesionales de Trabajo Social de la 2a Circunscripción de la provincia de Santa Fe

 

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