Graciela Agnese es historiadora, doctorada en la Universidad Católica Argentina con una tesis que tituló: “Historia de la fiebre hemorrágica argentina. Imaginario y espacio rural (1963-1990)”. Cuando se le pregunta sobre la motivación que la llevo a interesarse en el tema, responde que su elección no se basó en una razón académica sino en una cuestión personal: “Soy pampeana”, dice Agnese y se apresura a detallar: “Cada vez que viajaba a mis pagos, al pasar por la localidad de Bigand veía el busto del doctor Julio Isidro Maiztegui y pensaba: «Nadie va a saber lo que él hizo». Ésa fue la razón que me llevó a interiorizarme para dar a conocer la labor que realizó un grupo de gente venciendo muchos obstáculos para hacer frente a una enfermedad que asolaba a una región del país y a sus trabajadores rurales. Así fue que me interné en esta enfermedad, conocida también como «el mal de los rastrojos». Quería que en algún lugar quedara registrado el trabajo de Maiztegui”, enfatiza Graciela Agnese.
Con nombre propio y sobrenombre, la Fiebre Hemorrágica Argentina (FHA), o “Mal de los rastrojos”, es una enfermedad argentina propia de esta región pampeana. El primer brote conocido data de 1943 y careció de trascendencia porque no pudo llegar a los medios de Buenos Aires.
En 1955, un médico de Bragado hace una descripción minuciosa de algo que sospechaba epidémico y producido por un virus. Lo publica una revista médica. Eran los tiempos de la naciente virología.
Pero en 1958, en O’Higgins, una población cercana a Junín, estalla un brote de esta nueva enfermedad con una mortalidad cercana al 20 por ciento. Un poblador de la localidad, alarmado, escribe al diario La Razón y ahora sí la noticia se propaga y funcionarios del gobierno e instituciones vinculadas a la actividad rural comienzan a movilizarse. Acababa de asumir como presidente Arturo Frondizi, quien contaba con un gabinete preocupado por la ciencia.
Durante su gobierno hubo investigadores interesados en el estudio de lo que intuían era una nueva enfermedad. Los doctores Armando Parodi e Ignacio Pirovsky, por ese entonces director del Instituto Malbrán; Julio Barrera Oro, la doctora Mercedes Weissembacher, quien fuera la primera mujer incorporada a la Academia Nacional de Medicina, y en el sur de Córdoba, Martha Sabattini, entre otros.
La FHA ha dejado de estar en las primeras planas pero, aunque controlada, la enfermedad está. Tranquiliza saber que tiene tratamiento, y una vacuna que protege a la comunidad.
“Es una enfermedad que puede ser muy grave; es pariente del Ébola; la diferencia es que la Fiebre Hemorrágica Argentina cuenta con un tratamiento y una vacuna”, argumenta Agnese, quien enfatiza: “Se trata de una enfermedad propia de la Argentina, cuya investigación y el desarrollo de la vacuna han sido posibles por el aporte de investigadores argentinos y de pobladores anónimos que concurrieron como voluntarios y contribuyeron a hacer realidad la protección tan necesaria. A partir de allí, si bien no se la pudo erradicar, sí se la controló. Además existe un tratamiento: el plasma de los pacientes que padecieron la enfermedad”, explica Agnese.
—¿Estamos en presencia de una enfermedad que está ligada al desarrollo del país?
—Sí, y eso ayudó en su momento: se comienzan a poner en movimiento la estructura de producción y se vuelcan muchos recursos para resolver este flagelo que los afectaba y podía llegar a poner en jaque a los ingresos del país. Todos los sectores involucrados volcaron recursos para hacerle frente y de los cuales recibieron apoyo los grupos de científicos que trabajaban en la enfermedad.
—¿Cuándo hace su aparición la enfermedad?
—Hay un brote en 1943. En la década de los 40, en el noroeste de la provincia de Buenos Aires, en los partidos de Bragado, Junín, 9 de Julio, hacia el final del verano, los peones, trabajadores “golondrinas” que migraban siguiendo el calendario de las cosechas –que se hacían a mano y en condiciones precarias–, manifestaban síntomas de gripe, la que derivaba en hemorragias y llevaba en un alto porcentaje a la muerte. Los médicos de la zona con mucho criterio y “ojo clínico”, y sobre todo rápidamente, se dieron cuenta que estaban frente a una enfermedad diferente. Y sin saber a qué se enfrentaban, haciendo lo mejor que pudieron, lograron salvar muchas vidas. Éstos son los primeros registros.
—Visto a la distancia, toda una proeza…
—En 1955, un médico de Bragado, el doctor Rodolfo Arribálzaga, en una comunicación en El Día Médico, realizó la primera descripción científica de la enfermedad. Con métodos rudimentarios logra hacer su descripción: “Enfermedad epidémica a germen desconocido”, a la que denominó “hipertermia nefrotóxica, leucopénica y enantemática”. En sus conclusiones expresaba: “Es muy posible que nos encontremos frente a una afección epidémica distinta de las conocidas, producida por un agente etiológico diferente a los estudiados hasta la fecha (…) Por las dificultades de su aislamiento, por su resistencia a los antibióticos, por la aparición hacia el otoño, produce clínicamente la impresión de que nos encontramos frente a un virus”.
—Ya era un paso…
—La revista era para profesionales y no toma estado público hasta que, en 1958, se produce un brote en una población llamada O’Higins, cercana a Junín, con una mortalidad mayor al 20 por ciento. La noticia llega al diario La Razón. Al tomar estado público, y en plena asunción de un nuevo gobierno, el del doctor Arturo Frondizi, se volcaron recursos y apoyo al estudio de la enfermedad. Entonces los equipos de los doctores Parodi y Pirovsky, donde trabajaba Barrera Oro, comienzan a dedicarse de lleno a trabajar con la enfermedad.
—¿Todavía no se había llegado a reconocer al vector que transmitía la enfermedad?
—En esos comienzos nada se sabía del agente trasmisor, al que se identificó por los aportes de la doctora Marta Sabbattini, quien logró identificar la especie de roedor del agente transmisor de la enfermedad. Se trataba de una lauchita propia del campo. El peón, en alpargatas, se lastimaba con la chala y se infectaba al pisar los rastrojos al entrar en contacto con la orina o la saliva del roedor.
—¿Cuándo se une Maiztegui a la investigación?
—La enfermedad aparece en Pergamino en 1964. En 1965 regresa Julio Maiztegui de Estados Unidos y, en Buenos Aires, toma contacto con los equipos que investigaban la enfermedad y sugiere crear un centro de investigación en la zona de la epidemia. Se traslada a Pergamino y presiona hasta lograr que se cree un Centro de Investigaciones Aplicadas.
Julio Isidro Maiztegui comienza a enviarle las muestras de sangre de sus pacientes a Barrera Oro, al Instituto Malbrán, para poder corroborar si las muestras de sus pacientes denunciaban la presencia de la enfermedad. “Al tiempo que Maiztegui va expandiendo su accionar –relata Agnese– Argentina en 1968 rubrica un convenio con la Organización Panamericana de Salud y con el gobierno de los Estados Unidos que posibilita que un investigador argentino se traslade a ese país a intentar sintetizar la vacuna”.
Como se estaba en presencia de un virus muy agresivo se necesitaba un laboratorio que contara con todas las medidas de seguridad necesarias. Viaja Barrera Oro y estando en Maryland, en 1990, se logra la vacuna, la que demuestra ser más efectiva que la del sarampión y es inocua.
“Uno de los primeros brazos en los que se puso la vacuna fue el de Maiztegui y el de los vecinos voluntarios que confiaban en su médico”, refrenda la doctora Agnese y agrega: “En el sur de Santa Fe se consiguieron para poder corroborar su eficacia e inocuidad 6.000 voluntarios”.
—¿Qué le dejó a usted este trabajo de investigación histórica?
—Mucho aprendizaje, y la posibilidad de vincularme al doctor Julio Barrera Oro, quien además de abrirme la puerta a la historia de esta enfermedad, corrigió una de mis tesis y ofició de guía. Pude llevarle un libro con la tesis antes de su fallecimiento y para mí representó una reparación y un reconocimiento para quienes hicieron tanto por nosotros. Aprendí que ésta es una enfermedad con imaginario positivo. Rápidamente la gente aceptó que no era contagiosa, con lo cual no se estigmatizaba a aquellos que la padecían. Por el contrario, había muestras de solidaridad. Además, los enfermos confiaron en sus médicos, con lo cual la gente tomó las medidas de prevención. Sabían, entre otras cosas, que tenían que ir al médico rápidamente; y que si habían contraído la enfermedad, debían donar plasma para que otros pudieran curarse”.