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Queríamos tanto a Cortázar

Por: Rubén Alejandro Fraga

“Cambiar la realidad es en el caso de mis libros un deseo, una esperanza; pero me parece importante señalar que mis libros no están escritos, ni fueron vividos ni pensados con la pretensión de cambiar la realidad”. La frase es del inolvidable escritor Julio Cortázar, de cuya muerte en París se cumplen hoy 27 años.

“Mi nacimiento (en Bruselas) fue un producto del turismo y la diplomacia”, contó una vez Jules Florencio Cortázar, quien vino al mundo el miércoles 26 de agosto de 1914 en la embajada de la Argentina en Bélgica, en Ixelles, distrito de Bruselas, ciudad que en ese entonces estaba ocupada por los alemanes. Tras pasar por Suiza y más tarde por Barcelona, los Cortázar regresaron a la Argentina cuando Julio tenía 4 años y se radicaron en Banfield.

Se formó como maestro normal en 1932 y profesor normal en Letras en 1935 en la Escuela Normal de Profesores Mariano Acosta; de aquellos años surgió “La escuela de noche” (Deshoras). Dictó clases como maestro rural en Bolívar y en luego en Chivilcoy. En 1938, con una tirada de 250 ejemplares, Cortázar editó el poemario Presencia bajo el seudónimo de Julio Denis. A partir de julio de 1944 enseñó en Mendoza literatura francesa y de Europa septentrional en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Cuyo.

Pocos meses después renunció a su cargo por desavenencias con el peronismo y su política universitaria. Se empleó en la Cámara del Libro en Buenos Aires y realizó trabajos de traducción. Hacia 1947 escribió “Casa tomada”, el primer cuento de la serie de Bestiario.

En 1951, a los 37 años, se instaló definitivamente en París, ya que había recibido una beca del gobierno francés para estudiar allí.

Considerado uno de los autores más innovadores y originales de su tiempo, Cortázar fue el maestro del relato corto, la prosa poética y la narración breve. Comparable a Jorge Luis Borges, Antón Chéjov o Edgar Allan Poe, creó novelas que inauguraron una nueva forma de hacer literatura en Latinoamérica, rompiendo los moldes clásicos mediante narraciones que escapan de la linealidad temporal y donde los personajes adquieren una autonomía y una profundidad psicológica pocas veces vista. En sus obras, desordena el arte en favor de la vida, al cuestionar el lenguaje establecido. Su escritura, en una época signada por vanguardias y ultraísmos, es un escape al canon, a la sintaxis. La suya es una gramática amplia y polifónica de lo fantástico que radica en lo cotidiano. Inventa palabras. Entrecruza voces en inglés y francés. Y es respetuoso del lunfardo.

Cortázar trasciende de una literatura fantástica hacia una metafísica. De las alusiones mitológicas pasa a los demonios internos de los mortales. En su humor hay mucha sabiduría. Y su ironía es diáfana y frontal a la hora de confrontar lo establecido. Pero también a través de su narrativa dejó entrever cuáles eran sus grandes pasiones, ya que muchos de sus cuentos son autobiográficos, como “Bestiario”, “Final del juego”, “Los venenos” o “La Señorita Cora”, entre otros. Y es allí donde el jazz, el boxeo y los gatos pican en punta.

Queremos tanto al jazz

Cortázar tocaba el clarinete y desde niño había practicado en el piano. “Los negros de allá, de Norteamérica, le gustaban. Los tangos, esas cosas nuestras, no”, contó su hermana Ofelia, un año menor que él. Y aunque al final la nostalgia de Buenos Aires, en Europa, lo volvió al tango, la devoción mayor fue la del jazz, en especial el jazz de Charlie Parker. Para emular al jazzman negro, Cortázar se hizo de una trompeta. En un principio, el sonido destemplado alejaba a uno de los seres que, después, en la madurez, abrigaron sus tardes: los gatos.

Precisamente, en su “contranovela” Rayuela (1963) –uno de los modelos de revolución de las palabras, de rebelión verbal heredada de la experiencia surrealista anterior a los años 60– Cortázar muestra sus afinidades con la música afronorteamericana, mezcladas de remembranzas autobiográficas. El amor de Cortázar por el jazz se hace evidente también en cuentos, artículos y páginas recordables de La vuelta al día en ochenta mundos (1967). Y sobre todo en el cuento “El perseguidor” (1967).

Segundo round

Los encuentros de box en el Buenos Aires de los años 30 marcaron a Cortázar. Cuando pasaba por la capital, no descuidaba un salto al ring o la sintonía radial de las contiendas.

Pero el autor era exigente: el boxeo de barriada, impetuoso, no llamaba su atención. Sus ojos estaban puestos en el deporte de las tácticas. Esa pasión la reflejó en uno de sus últimos cuentos, “Segundo viaje” (1982), reunido en Deshoras. En “Circe” (1951), hace referencia a la “pelea del siglo” entre Luis Ángel Firpo y Jack Dempsey por el cetro mundial de los pesados, que se disputó el 14 de septiembre de 1923 en el estadio Polo Ground de Nueva York. Y su afición también quedó reflejada en “Torito”, cuento que dedicó: “A la memoria de don Jacinto Cúcaro, que en las clases de pedagogía del normal «Mariano Acosta», allá por el año 30, nos contaba las peleas de (Justo) Suárez”.

Todos los gatos el gato

Cuentan sus amigos que cuando no lo veían conectado a una radio en la transmisión de un cotejo de boxeo encontraban a Cortázar amarrado a sus gatos. El narrador había entablado una especial relación desde la niñez. En la casa de Banfield, a las afueras de Buenos Aires, gatos era lo que más había. Pero en la vida de Cortázar hubo dos mascotas que recibieron mimo sin medida: Teodoro Adorno, macho, y Flanelle, hembra. El primero había recibido el nombre en homenaje al homónimo filósofo marxista y sociólogo alemán. Nacido en 1903 y muerto en 1969, Adorno (el hombre) fue uno de los principales exponentes de la Escuela de Frankfurt, ciudad de donde era oriundo.

Pero de los dos gatos, Flanelle era la consentida. Cortázar la perdía entre sus brazos, adoraba la tersura de su pelaje, como si fuese una franela (en francés, flanelle). Entre Cortázar y Flanelle había fidelidad. Sus compañeras, incluso, llegaron a confesar celos. Cuento alusivo a esta unión es “Orientación de los gatos”, en Queremos tanto a Glenda (1980).

Osvaldo Soriano, otro escritor argentino “becado” a París por la dictadura, solía cuidar de la gata, mientras Cortázar y su tercera pareja y segunda esposa, la canadiense Carol Dunlop, viajaban por Centroamérica, o cuando iban de París a Marsella para el viaje de Los autonautas de la cosmopista (1982). Pero los años vencieron a Flanelle y murió. El Gordo Soriano distinguió en la circunstancia un sino. Poco tiempo después falleció Carol y en su ausencia Cortázar empezó su ocaso.

Cortázar murió el domingo 12 de febrero de 1984 en el hospital de Saint Lazare, en París, a causa de una leucemia. Tenía 69 años. Fue enterrado en el cementerio de Montparnasse, en la misma tumba donde yacía Carol. Es una costumbre que los visitantes dejen allí un vaso de vino y una hoja de papel o un boleto del metro parisino con una rayuela dibujada.

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