Aquellos que nos empeñamos en superar algunas de nuestras numerosas taras de expresión solemos recurrir al diccionario de la Real Academia Española. Muchas veces con una queja sorda, dado que la búsqueda de referencias argentinas sólidas remite por ahora, al menos en internet, a esfuerzos comunes de las academias hispanoamericanas que resultan con frecuencia demasiado amplios y ajenos.
Un intento local, el Diccionario del Habla de los Argentinos, editado por la Academia Argentina de Letras, es una obra valiosa que va en sentido contrario, pero que se ve limitada por un cierto complejo criollo que prioriza lo español y por la paralela voluntad de sujeción de toda el habla hispanoamericana que muchas veces se ejerce desde la vieja metrópoli.
La RAE, que impone su yugo desde 1713, se dispone a castellanizar voces de uso común como márketing, parking o sex-appeal, según anticipó la prensa hace casi un año y surge ya del Diccionario Panhispánico de Dudas, que anticipa lo que se irá oficializando idiomáticamente. Por suerte, éstas aún no figuran en el diccionario principal, lo que nos ilusiona con la posibilidad de que prime la cordura.
Pragmática, la Academia se resigna a que, por ejemplo, mercadotecnia o mercadeo no han terminado nunca de gozar de aceptación fuera de España, o a que palabras como estacionamiento o garage no tienen vigencia en toda Hispanoamérica.
Pero ese pragmatismo contiene, larvado, un instinto de apropiación muy español. ¿Cuál sería el problema de usar una expresión en inglés, como sex-appeal, en lugar de obligar a medio mundo a sentirse ridículo al escribir sexapil? Así no hay libido que se mantenga enhiesta.
Esto recuerda otro reflejo, también muy español, de traducir los nombres propios. Así, en alguna edición (vieja, por suerte, ¿habrá mermado en algo esa manía?), Kant es Emanuel y Marx es Carlos, o en los diarios (nosotros mismos, ¡ay!), la reina de Inglaterra es Isabel y su hijo, Carlos también (no, la manía no ha mermado). Y esto sin que el inefable Bush sea Jorge, claro.
Un esfuerzo que no vale la pena, ya que son numerosos los casos en que otros idiomas simplemente adoptan los nombres y otras voces extranjeras sin traducirlos. Por caso, coup détat es la forma más común para referirse a un golpe de Estado en inglés. Es que, excepto cuando los exportan, ellos son ajenos a mamarrachos tales, propios de latinos, parece.
Ya ni nos quejamos de que psicología y sicología sean vocablos equivalentes, sin que se sepa de qué raíz surge sico. Acaso de la voz griega sykon, por lo que la disciplina de marras sería algo así como el conocimiento de los higos.
Mientras, quienes creemos que cabildeo suena más al 25 de Mayo que a lobby, nos resignamos a no saber cómo escribir la palabra que designa a quienes llevan a cabo esa actividad de influencia política. ¿Lobista a secas, lobbista, lobbyista acaso? Puede que la RAE nunca nos ilumine, lo que no debe sorprender: al fin y al cabo, el lobby es una acción naturalmente reservada.
La cosa se pone todavía más difícil. Una consulta rápida del Diccionario lleva a constatar que es aceptable decir dotor, aunque se aclara que corresponde a una deformación de uso y a un registro de habla vulgar. Pero se lo recoge. Será que usar ese vocablo permite al dicente marcar debidamente la meritocrática diferencia que lo separa del intelectual en cuestión.
También ocurre que hexágono puede escribirse exágono, aunque, curioso, un heptágono no es aún un eptágono.
Al menos, me consuelo, la globalización ha llegado a España, y la RAE ha incorporado, aunque tardíamente, el concepto de lo políticamente correcto. Así, judiada ya no es una «acción mala, propia de judíos», como leía con espanto en mi niñez, sino una que «tendenciosamente se consideraba propia» de ellos. ¡Qué alivio! Acaso dentro de algún tiempo sus miembros se den cuenta de que ya nadie usa semejante expresión, que ésta contiene un matiz discriminador sea cual sea el empeño que se use en definirla y que acaso convenga eliminarla de cuajo.
«Papá, no digas setiembre, es horrible aunque esté permitido. Si seguimos así, dentro de un tiempo vamos a tener que decir otubre», me sorprendió tiempo atrás mi hija Agustina, entonces preadolescente. Busqué la osadía en el diccionario de la Real Academia, y adivinen qué: otubre ya es, en desuso pero de pleno derecho, un mes del calendario. Y eso que no se ha sabido que éste haya pasado a tener trece períodos.
Así que, perplejo desde entonces, este mes de la primavera será siempre septiembre para mí.