La expectativa en la embarcación crece a medida que avanza a mar abierto. Los dos biólogos a bordo ya tienen preparada en proa la cámara para continuar con el registro fotográfico y revisan datos de localización en un celular y con un goniómetro sin dejar de prestar atención a los movimientos del dron que sobrevuela a altura, más distante, operado desde un bote de apoyo con buzos. De pronto, un estruendo seguido de una bruma termina con la ansiedad.
“¿La vieron? ¡Acá!”, alerta Miguel Bottazzi, al mando del semirrígido del programa Pristine Seas, de National Geographic, en una nueva salida de la expedición para estudiar una especie sobre la que poco se conoce, es considerada en peligro de extinción y se empezó a recuperar después de casi cien años.
El trabajo, que comenzó en 2017 con un seguimiento fotográfico, para convertirse en un proyecto de investigación aprobado en 2019 por la Universidad Nacional de la Patagonia San Juan Bosco (Unpsjb), se retomó después de la pandemia de Covid. Lo lideran desde el inicio los investigadores Mariano Coscarella, del Laboratorio de Mamíferos Marinos en el Centro para el Estudio de Sistemas Marinos (Cesimar) del Centro Nacional Patagónico (Cenpat-Conicet), y Marina Riera, de la Facultad de Ciencias Naturales y Ciencias de la Salud de la Unpsjb, donde también es docente Coscarella. Con ellos trabaja a la par Santiago Fernández, becario doctoral del Cesimar.
Todo arrancó entre 2003 y 2004 con los primeros registros de respiraciones en el mar, que empezó a anotar en libros el personal de Punta Marqués, una reserva natural que ingresa unos 2,5 kilómetros desde la costa de esta ciudad en una bahía con una de las playas más elogiadas de la Patagonia. Pero cada vez veían más de esas respiraciones en el agua y, para 2010-2011, empezaron a seguirlas. A los seis años, incorporaron el dron.
Coscarella y Riera, con su equipo, tenían que confirmar si se trataba de alguno de los delfines o las ballenas que ya tenían identificadas en esa zona protegida. Los buzos especializados en pesca subacuática Martín Rodríguez, Facundo Niziewiz, Martín Hocko y Humberto Maturana, del Club de Buceo Neptuno, actúan como baqueanos desde ese momento. Lo que hallaron aún los sorprende y emociona a la vez.
A partir de la toma de pequeñas muestras de piel y grasa, como una biopsia, confirmaron genéticamente en un laboratorio de Brasil que se trataba de ballenas sei, una especie esquiva y de las más rápidas, lo opuesto a la ballena franca austral. Los buzos asisten en la recuperación de los instrumentos que los biólogos operan desde la embarcación para obtener esas muestras.
Con la Fuerza Aérea Argentina, hicieron vuelos entre noviembre y mayo del año pasado para estimar la abundancia: en los 5000 km2 de mar desde el Pico Salamanca, ubicado a unos 40 km al norte de Comodoro Rivadavia, hasta el sur de Caleta Olivia (Santa Cruz), estimaron la presencia de, en promedio, 2600 ejemplares de sei.
De a poco, como pudo comprobar diario La Nación en diálogos ocasionales, esos vecinos empiezan a mirar el mar que conocen con otros ojos: buscan a lo lejos respiraciones de una especie que, luego de considerarla aniquilada en estas costas, un día regresó.“Hace 46 años que vivo acá y las vi por primera vez ayer [por el lunes de la semana pasada]”, dijo la intendenta al antes nombrado medio. “Hay que conocer para conservar. La gente va a la playa, había respiraciones en el mar y no lo advertían. Ahora, sí”, agregó Diego Cabanas, piloto de dron y fotógrafo de vida silvestre local.
Los cazadores de ballenas y lobos marinos que operaron en aguas de la Patagonia y hasta el Río de la Plata ya entre finales del siglo XVIII y principios del XIX buscaban obtener la grasa de esos mamíferos, que se usaba como aceite en Europa, además de otros tejidos o pieles para comercializar, según reconstruyó Damián Vales, biólogo del Cesimar. Sobre las sei, es Riera quien sigue esos rastros históricos: “Después de casi 100 años –explicó– se empezaron a recuperar”.
El último “registro fehaciente” de su presencia en estas aguas es de 1929, según acotó la investigadora, y las actividades en la factoría ubicada en el paraje La Lobería, a medio camino hacia el sur con Caleta Olivia, cesaron a los tres años por falta de ballenas.
“Una vez que terminaron con los lobos marinos [habrían sido unos 15.000 por los registros], aprovecharon el lugar para cazar ballenas”, continuó. Uno de los dos buques que operaban se llamaba Borealis por el nombre de las sei: Balaenoptera borealis. “En una temporada que [los balleneros] llamaron de prueba, cazaron a 146 ballenas sei”, precisó Riera.
Como una huella dactilar
Con el apoyo del programa Pristine Seas, de National Geographic, el trabajo que lideran Coscarella y Riera con sus becarios y colaboradores tuvo un impulso importante: pudieron implantarles rastreadores a seis ballenas. La primera fue Malvina, el 2 de abril pasado. Le siguieron Mansa, Foco, Marina, Alex y Marqués. También les tomaron pequeñas muestras de piel, fotografiaron la aleta dorsal y, con el dron operado por Daniel Lucchetti, de la reserva Punta Marqués, también registraron de cada ejemplar marcas en la cabeza con forma de chevrón.
Esas imágenes, que también repiten con todos los ejemplares que siguen encontrando en cada salida, las están cotejando para determinar si esas marcas, que por el momento parecerían tener distintos patrones, sirven para poder identificarlas. “Pensamos que son como una huella dactilar. Vamos a comprobar si funcionan como las callosidades de la ballena franca. Ahora también lo estamos cotejando con las aletas”, explicó Riera.
Las primeras señales que emitieron los rastreadores mostraron online, en un mapa que el equipo utiliza para monitorearlas, las distancias que se pueden desplazar en un día, lo que confirma la velocidad con la que lo hacen. Ya están trabajando con National Geographic en poder contar para el año que viene con dispositivos con capacidad de emitir por más de entre 15 días a dos meses, como los seis primeros que utilizaron (de siete previstos) y que se irán desprendiendo por los roces o el movimiento del cuerpo del animal.
Todo esto, sobre una especie que se conoce tan poco, captó la atención de National Geographic. Financiaron el proyecto de implante de rastreadores satelitales y un documental a cargo de Juan Raggio, fundador de Jumara Films. “En tres años, la idea es contar con información de otros 30 o 40 rastreadores porque es el tiempo y la cantidad con la que los investigadores consideran que pueden aparecer patrones [de comportamiento]”, mencionó Raggio.
Las imágenes captadas son las primeras en mostrar a esta especie en peligro de extinción bajo el agua con una proximidad que ni los fotógrafos –también buzos experimentados– imaginaban poder alcanzar cuando recibieron la propuesta. Cristian Dimitrius llegó desde Brasil para sumarse al equipo con Mariano Rodríguez, del Instituto de Ciencias Polares, Ambiente y Recursos Naturales de la Universidad Nacional de Tierra del Fuego; Claudio Nicolini, de Puerto Madryn, y Hugo Lemos.
Lo primero que hacen es exhibir en sus celulares esas primeras imágenes a una distancia no más de un brazo de esos cuerpos gigantes que llegan a medir entre 18 y 19,5 metros de longitud, con la parte superior de color gris acero y la panza blanca, con estrías en la garganta que se estiran cuando abren la boca para alimentarse. Para eso o para seguir los movimientos de la embarcación, rotan sobre un lado.
En apnea
Todos los buzos trabajan en apnea para evitar que las ballenas se alejen. “No sabíamos qué iba a pasar bajo el agua”, relató Dimitrius, y mostró las primeras imágenes y videos que pudo captar de las sei a una distancia con la que cualquiera hoy haría una selfie.
“Solo una se quedó con nosotros una vez. El resto se iba rápido. Siempre buscamos la ballena ‘amiga’ y la encontramos el domingo [de la semana pasada]. La llamamos Gulliver por unas marcas en la aleta”, contó. Para Nicolini, lo que captó con su cámara lo definió como “un diamante en bruto que hay que pulir”, con lo que coincidió Raggio. “Es redescubrirlo y cuidarlo”, continuó.
De regreso en la costa, después de una hora de navegación para relevar ejemplares en la que aparecieron hasta siete ballenas alrededor del semirrígido o tres que lanzaron sus soplos a la vez y en fila como queriendo dejarse fotografiar, Coscarella y Fernández organizan los equipos y los registros obtenidos, mientras también llega a la playa el gomón de apoyo. Todos se abrazan. La salida fue un éxito. Es, como Riera destacó más de una vez, trabajo en equipo.
Con los resultados que los científicos van compartiendo con el municipio, también se empezó a avanzar con un plan de manejo y ampliación del área natural marítima y terrestre protegida. Advierten que no falta mucho para que empiecen a llegar interesados en querer avistar a las sei, pero eso aún no está permitido. “Vamos a generar las condiciones para hacerlo ordenadamente y con responsabilidad”, expresó Coscarella.
Peralta coincidió sobre la oportunidad de que se desarrolle el avistaje como una actividad en los próximos años que ayude al desarrollo local, al igual que en otras zonas de Chubut. Cuando se retira la última ballena franca al final de la temporada, empiezan a llegar las sei.
“Ese crecimiento tiene que ser ordenado, con reglas previas y en base a ciencia”, expresó la intendenta. En eso ya están trabajando con el Gobierno provincial. “Quizás en dos años esté habilitado el avistaje”, anticipó.
En paralelo a los estudios que están haciendo los biólogos para conocer desde qué comen, cómo se desplazan dentro y fuera del golfo San Jorge, por qué llegan adultos con juveniles y cómo interactúan con el resto de la fauna local, entre tantas dudas más, avanzan al próximo paso. Será ir midiendo desde la reserva Punta Marqués las reacciones a distintos tipos de aproximación para saber cómo hacerlo y poder desarrollar un protocolo.
Para eso buscaron la experiencia de un capitán y guía ballenero. Trabaja con los biólogos y estuvo indagando sobre el comportamiento de las sei. “Es algo nuevo para nosotros también el avistaje de un animal diferente”, explicó Bottazzi, de Bottazzi Whales Watch, en Península Valdés.
“Es un animal más oceánico, por lo que vemos que su fisonomía es más estilizada que la ballena franca, que es costera. Lo que decidimos fue empezar, a diferencia de cuando nos acercamos a la franca, con un ritmo muy suave de motor, un punto nada más. Y esta ballena va acompañándonos, pero vemos que necesita más movimiento. En este primer acercamiento, vimos que lentamente se fue acercando y nadando lentamente. Fue como una primera adaptación para nosotros a estos ejemplares y cómo diseñar técnicas de avistaje apropiadas para ellas.”
Son, según explicó, animales con un cerebro seis veces más grande que el humano, proporcional a su tamaño, y conscientes de la presencia del ser humano.
“Sé que moviendo la mano, la ballena franca te mira y te sigue el movimiento. Entonces probé cómo funcionaba el mismo gesto con la ballena sei y dio resultado porque le dio curiosidad”, agregó sobre Rayita, un juvenil con una pequeña marca en el lomo que pudo haber sido al jugar con un delfín.
“Tomó confianza con nosotros, se fue, y después, empezaron a acercarse más. La segunda vino todavía con más confianza que Rayita y se nos puso al lado en una situación casi similar a la que vemos con las franca. Para mí, fue una experiencia magnífica”, finalizó Bottazzi.
Fuente: La Nación- Fabiola Czubaj