¿Habría que preguntarse por qué el francés Michael Hazanavicius tituló El Artista a su hasta ahora exitosa película, nominada a varios Oscar en los rubros principales?; hubiera sonado mejor “El fin de una era”, ya que la historia alude fundamentalmente al paso del cine mudo al sonoro en la cuna de la industria cinematográfica, Hollywood, o “Orgullo y pasión”, en referencia a los aspectos más relevantes del drama de amor entre los protagonistas; lo cierto es que El Artista suena, como título, algo vago y pretencioso, que haría pensar en alguien que persigue otras sutilezas del quehacer creativo.
Fuera de este detalle, que no es menor puesto que se trata del nombre del film y debería resumir algo más específico de su espíritu, El Artista construye una suerte de fábula amorosa que a la vez, como se acaba de decir más arriba, se posa en un momento clave de la historia del cine: la declinación y caída del período silente, situación que arrastra hasta la desesperación al orgulloso George Valentin, un actor-galán que cumple todos los requisitos de una estrella absoluta en esos años gloriosos en los que Hollywood contaba la historia del mundo. Valentin sucumbe ante la aparición de las voces y los sonidos en las películas y no puede creer que el estudio que lo cobijó durante tantos años efervescentes ahora le dé la espalda.
A la par, una joven con las dosis exactas de chispa y gracia angelical, vehemente admiradora de la estrella entra –por obra del destino que regía realidad y ficción en esos años locos del cine norteamericano– en la vida de su ídolo y en el universo del cine a partir justamente de esas dotes que la hacen tan apreciable a las cámaras. Y aquí también se piensa que otro título más ajustado podría haber sido “La Artista”, puesto que en esta historia se asiste a un verdadero surgimiento de otra estrella llamada Peppy Miller, ciñéndose a un movimiento clave en las fábulas de Hollywood, a esas ensoñaciones donde de la noche a la mañana alguien podía tocar el cielo del celuloide con las manos.
Hay en El Artista guiños, homenajes, rescates, exaltación de una época que ha dado en considerarse dorada, donde la industria norteamericana sentó las bases de lo que es hasta el momento; de hecho, la estética elegida para este recorrido adhiere en forma y contenido a la empleada en el cine de esas décadas; salvo algunas frases sobre el final, el film es mudo, fue rodado en blanco y negro y respeta un formato utilizado en aquel entonces; se trata de una pantalla más apaisada con bordes que parecen limados, que remiten, junto a los intertítulos –otro rasgo esencial– a las viñetas propias de esa hora del cine. Tampoco falta la galería de artificios con los que los actores expresaban sus sentimientos sin palabras, los subrayados en las situaciones donde un movimiento determinado marcaba el derrotero de lo que vendría, las escenas donde los dos protagonistas –y aquí hay que hacer notar el acierto superlativo en la elección de Jean Dujardin y Berenice Bejo (argentina para más datos), que componen con recursos que los mimetizan con ese tiempo todo un muestrario de besos lanzados al aire, tics y enfáticos rostros para cada ocasión– danzan al compás del fox-trot con suma elegancia y encanto, y, aspecto no menor, la soltura con que Hazanavicius se mueve entre la comedia y el melodrama –signo y síntoma del cine de esos años– para vestir a este film como aquellas viejas películas: un productor algo tirano pero en el fondo bondadoso; una esposa despechada que no tolera el fin de su reinado sobre su marido-estrella; un chofer fiel hasta la médula, una mansión en Beverly Hills con desayunos incluidos donde se radiografía una relación sostenida por intereses, y hasta un perrito terrier que irá a convertirse en obligado héroe. Y en esto, hay que decirlo, el realizador francés conjuga todos esos elementos y emplea un tiempo justo en contar esta historia de amor accidentada para que pueda verse con fluidez sin que se espere nada más que ese final anunciado, que, por supuesto, nunca alcanzará a empañar el disfrute del dinámico melodrama.
Dos o tres secuencias son verdaderos hallazgos y plasman perfectamente el carácter del relato: cuando Peppy entra subrepticiamente al camarín vacío de Valentin y juguetea amorosamente con un frac colgado de una percha acariciándose con sus propias manos; los personajes liliputienses de una película que el mismo Valentin filmó y actuó hostigándole sobre la barra de un bar y recriminándole su estado mientras él bebe estrepitosamente para amortiguar su caída; la contemplación de sus películas en la soledad de su cuarto rememorando algo perdido para siempre, y los rítmicos pasos de baile y la carita deliciosa de Peppy cada vez sale a escena. Pero, y esto también hay que señalarlo, no debe esperarse más de El Artista; es decir, más que una animada y entusiasta comedia que rinde culto al modelo de cine de una época –y, por qué no, de un país– valiéndose estrictamente del lenguaje que fue santo y seña para embelesar a millones de espectadores. No es difícil adivinar los motivos de la preferencia que tuvo la Academia de Hollywood para que El Artista forme parte de varias nominaciones a los principales premios Oscar. Seguramente, un pasaje nostálgico más que bienvenido para ese universo.