Mariana Dopazo renunció a su condición de hija del represor Miguel Etchecolatz, fallecido este sábado a los 93 años. confesó que junto a su hermano rezaban para que el ex jefe de la Dirección de Investigaciones de la Policía de Buenos Aires «se muriera en el viaje» de regreso a su casa. Tal el clima de terror que vivían en la propia casa, con violencia y amenazas de muerte.
«Crear una vida propia, a las sombras de mi progenitor, uno de los genocidas más siniestros de nuestra historia, fue muy difícil. Siempre rodeados de armas, acompañados de custodia policial y metidos en una burbuja. Mi vieja hacía lo que podía, amenazada recurrentemente por él: «Si te vas, te pego un tiro a vos y a los chicos»», recordó la «ex» hija.
Dopazo presentó en 2014 un escrito ante un juzgado de Familia para pedir el cambio de apellido. Le tomó un año escribirlo y treinta elaborarlo. Había un antecedente, el pedido de 2004 presentado por quien ahora es Rita Vagliati, hija del comisario Valentín Milton Pretti, también de la Bonaerense como Etchecolatz.
«Cada vez que él volvía de la Jefatura de Policía de La Plata, nos encerrábamos a rezar en el armario con mi hermano Juan, para pedir que se muriera en el viaje. Sí, eso sentíamos, todos los días de nuestras vidas», contó Dopazo en un artículo publicado en la revista La Garganta Poderosa.
«Vivir con Etchecolatz significaba no tener paz, hacer lo que decía y acostumbrarse al miedo de abrir la boca, porque podría venirse la respuesta más terrible», siguió. «Era cruel, castigaba muy fuerte y después se preocupaba: «Mirá lo que me hacés hacerte»», recordó aquellos momentos de su infancia: «Haber convivido con un genocida me permitió conocer su esencia, su faz más verdadera».
En 2017, Mariana Dopazo explicó lo que significó para ella y para Rita Vagliati la desafiliación de sus progenitores represores. «Acá hay dos escritos y dos respuestas de la Justicia que no resarcen el dolor. No devuelven las vidas robadas. Ni a los desaparecidos. Ni a los niños apropiados. Ni tampoco el olvido de la mirada de los torturadores con sus víctimas. En nuestro caso se trató, y se trata, de construirnos una identidad que esté acorde con nuestros ideales. Con nuestras convicciones. Convicciones que tenemos, que sabemos y sentimos muy fuerte desde hace muchos años que es que estructuralmente somos diferentes a los progenitores”.
Dopazo cuestionó el doble silencio de Etchecolatz, quien, enfatizó, «no habló con su familia ni frente a la Justicia» de los crímenes de lesa humanidad que cometió. Así, interpretó, «corporizó lo más terrible en todo momento, sin importarle jamás el otro y convirtiéndose en el símbolo más cruento del aparato represivo».
«El discurso de la reconciliación y el cuento del viejito enfermo»
Cuando en diciembre de 2017 un Tribunal le otorgó al represor el segundo beneficio de prisión domiciliaria –el primero le fue revocado en 2006 al encontrarlo con armas y violando las restricciones–, Dopazo relató lo que implicó para su familia esa decisión judicial, otorgada pese a que el peritaje médico concluía que no correspondía: «Días atrás, mientras visitaba a mi familia, me enteré que ahora tendrá el privilegio de irse a su casa. «Es imposible que le den la domiciliaria», me aseguraba mi mamá, para tranquilizarme. Hasta que nos llamaron para avisarnos. Todo se convirtió en silencio. No pude pensar, ni hablar más. Así estuve la noche entera, tratando de salir de la oscuridad».
La familia y la sociedad. Dopazo, picoanalista y docente universitaria, reflexionó entonces: «Ante semejante noticia, no puedo imaginarme lo que sentirán quienes lo sufrieron y menos todavía quienes deberán convivir con él, en el mismo barrio marplatense. Sólo dos tipos de personas conocen verdaderamente a un sujeto como él. Sus víctimas y sus hijos. Por eso, a mí que no me lo vengan a contar».
Y resumió: «Nadie puede venderme el discurso de la reconciliación, ni el cuento del viejito enfermo que merece irse a su casa. Quienes conocemos su mirada sabemos de qué se trata. Hay centenares de genocidas con prisión domiciliaria, pero él nos hierve la sangre porque representa lo peor de esa época, tras haber sido la cabeza de 21 centros clandestinos y no haberse arrepentido ni un centímetro de sus acciones, fiel e incondicional a las mentes que planificaron ideológicamente la masacre».