Perfil de un olvidado
De policía a agente secreto: la gran fuga de un represor
Gustavo Bueno se fue de Rosario y del país en el 79. Dice que tomó un colectivo de línea y comenzó su derrotero. Desde entonces, tuvo esporádicas apariciones para señalar a sus jefes y a los otros integrantes de la patota que asegura lo quisieron matar. Los detalles de su retirada, de un fugaz regreso a Buenos Aires; sus dichos sobre posibles vuelos de la muerte desde Rosario; y la hipótesis de una “inteligencia internacional”
Redactora: Candela Ramírez
Gráfica: Lucía Giusiano y Matías Ramírez
7 DE DICIEMBRE 2023
2009. Un calor sofocante aprieta la ciudad de Belén. Es el último día de noviembre. La térmica marca 37 grados en la localidad del estado de Pará, en el norte de Brasil, al borde de la selva y en el final del río Amazonas.
Gustavo Bueno está tranquilo. Tiene el pelo oscuro entrecano, la barba afeitada y la piel tostada. Tiene 59 años, ojos color pardo y se ve prolijo. No tiene las manos esposadas.
El convenio de cooperación internacional en materia penal que Argentina tiene con Brasil establece que el hombre que está por declarar como testigo en un juicio por delitos cometidos en la última dictadura puede tener un defensor y que las preguntas deben hacerse en castellano y en portugués.
En otra causa por el circuito represivo en Rosario, Bueno está imputado y por eso está detenido en Brasil: dos meses antes, había llegado un telegrama de Interpol Brasilia al Juzgado Federal N°4 donde se informaba que el ciudadano argentino Gustavo Francisco Bueno había sido arrestado el jueves 27 de agosto en Belén.
La declaración de Bueno en la sede de la Policía Federal brasileña se inicia con la lectura de sus datos personales que incluyen el “status de refugiado”.
Cuando empiezan las preguntas responde que fue perseguido y por eso huyó de Argentina en 1979. Hay un hombre grandote sentado al lado de él. Es policía, le habla por lo bajo en portugués. Cada vez que lo hace, Bueno se calla.
Para la fiscal, las abogadas querellantes, el juez y su secretario que viajaron desde Argentina es inadmisible que ocurran estas interrupciones. La audiencia se levanta. La cónsul argentina acompaña a la comitiva judicial a la sede de un juzgado donde hacen su descargo y el pedido para seguir tomando la declaración ante un juez. Lo logran.
La audiencia se reanudará dos días después en la sede de un juzgado federal y ya no habrá policías que custodien al testigo.
Bueno compartirá entonces información que servirá para el juicio en curso, Guerrieri I, el primero que se hace en Rosario (Santa Fe, Argentina) por delitos de lesa humanidad. Dirá nombres, apellidos, alias y describirá los crímenes que cometieron sus colegas en el Destacamento de Inteligencia 121. Negará conocer los nombres de las víctimas. Negará haber sido parte de sesiones de tortura y asesinatos. No declarará nada que pueda usarse en su contra. Será ambiguo, como lo es cada vez que habla, pero lo más significativo se lo dirá al juez argentino fuera de la sala de audiencia:
—Lo voy a saludar por última vez, doctor.
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Eran muchos los rasgos de Miguel Membrive que lo volvían un blanco fácil para los militares: campesino, peronista, montonero. En junio de 1977 estaba desocupado y vivía en la zona oeste de Rosario, a dos cuadras de Avenida Pellegrini y Circunvalación.
Membrive había nacido en 1940 en San Rafael, Mendoza. Trabajaba la tierra desde muy chico en las viñas de Cuyo. A los 26 entró al Movimiento Rural de la Acción Católica Argentina. Formó parte de las Ligas Agrarias desde que nacieron en 1970, un espacio de asociativismo entre campesinos contra los grandes terratenientes. En 1972, se sumó a la Juventud Peronista y tres años más tarde a Montoneros, brazo armado del peronismo. En 1975 lo despidieron de su trabajo y organizó un movimiento de obreros desocupados. A principios de 1976, su hermana y su cuñado fueron desaparecidos en Mendoza. En agosto, Montoneros ordenó que Membrive y su familia se escondieran en Rosario.
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Desde la recuperación del sistema democrático en Argentina, fueron muy pocas las personas implicadas en el Terrorismo de Estado que declararon sobre los crímenes que cometieron durante la dictadura. Es decir, que hayan contado qué hicieron entre 1976 y 1983, con quiénes, dónde escondieron los cuerpos de las víctimas, a quiénes entregaron los bebés que les robaron a las personas secuestradas.
En Rosario, el que habló fue Eduardo Constanzo, conocido como El Tucu, que había formado parte del Personal Civil de Inteligencia (PCI). Constanzo empezó a hablar en las notas periodísticas que dio en los noventa y cuando se reiniciaron los juicios sostuvo sus palabras. Incriminó a jefes, a patotas enteras y describió la maquinaria que montó el Estado para perseguir, matar y desaparecer personas por su identidad política.
Renegó de su participación criminal, pero señaló a todos, entre ellos a Gustavo Bueno en relación a dos secuestros: el de Rubén “Tito” Messiez, militante del Partido Comunista, en agosto de 1977; y el de quien nombró como Remo, militante montonero y de las Ligas Agrarias, secuestrado en junio del 77.
En los dos casos nombró a Bueno como parte del grupo de tareas arriba del auto que se usó para el secuestro, como conductor en uno y como acompañante en el otro. Sobre Remo también dijo que Bueno fue uno de los que cavó el pozo para enterrar su cuerpo. A través de la investigación, la Fiscalía de Rosario concluyó que Remo y Membrive son la misma persona.
Pero Bueno había hablado antes que Constanzo. La primera vez, en 1986.
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1986. El acento argentino es inconfundible. A pesar de haber vivido en Rosario hasta sus 29 años, Gustavo Bueno suena porteño: no se traga ni una ese, al contrario, las subraya.
Habla pausado. Tiene voz grave. Es de repetir las últimas palabras de su entrevistador antes de responder. Su manera de hablar y el pucho que se cuela entre las palabras —el encendedor que se prende y apaga, las bocanadas de humo— moldean una textura, un color de época. Son los ochenta, se fuma en cualquier lado, los servicios de inteligencia siguen operativos. En este caso, habla.
Entre el 18 y 21 de abril de 1986, Bueno, de 36 años, responde ante un grabador más de 118 preguntas del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) en la ciudad de Buenos Aires, posiblemente en la sede de aquel momento en el barrio de Monserrat, en la calle Rodríguez Peña.
Por entonces, el organismo —nacido en 1979 como espacio jurídico para la defensa de los derechos humanos— está presidido por Emilio Mignone. El entrevistador es el abogado Julio Raffo, director ejecutivo del CELS. Casi cuarenta años después a Raffo se le escapan los detalles, pero recuerda la tensión del diálogo, el armado del cuestionario y las dudas insoportables: ¿cómo distinguir lo cierto y lo falso en el relato? ¿alguien lo habría mandado? ¿quién? ¿por qué hablaba?
Bueno venía de un derrotero de fugas y pedidos de asilo político en Brasil, Suiza, Dinamarca y España. No hay datos de cuándo habría regresado a la Argentina ni por cuánto tiempo estuvo en el país ni en qué ciudades. Se presentó solo ante el CELS. O lo contactaron ellos. Tampoco está claro.
Sí se sabe esto: en la entrevista Bueno contará con detalles cómo se montaron y cómo funcionaron los centros clandestinos de detención La Calamita (en Granadero Baigorria, al norte de Rosario) y la Quinta de Funes (al oeste); cómo fue su ingreso al Personal Civil de Inteligencia; quiénes integraron la patota criminal que lideró Oscar Pascual Guerrieri, teniente coronel; cómo era la cadena de mandos; enumerará la cantidad de profesiones y complicidades que se necesitaron para desatar el genocidio; describirá casos concretos de víctimas; la Operación México en 1978 cuando un grupo del Ejército viajó e intentó asesinar a la cúpula de Montoneros en ese país y nombrará algo que los argentinos todavía no conocían bien: los vuelos de la muerte.
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¿Qué características debe reunir una persona para convertirse en agente secreto? Antes de llamarse Germán Banegas, la vida de Gustavo Francisco Bueno fue así:
Nació en Rosario el 13 de febrero de 1950. Su padre era de Tucumán; su madre, de Rosario. Es el mayor de dos hermanos y una hermana. Hasta 1979 vivió en distintas zonas de la ciudad: en el centro y también en los barrios Tiro Suizo, Luis Agote, República de la Sexta y Fisherton, tanto de clase trabajadora como de sectores más pudientes.
Hizo la primaria en colegios tradicionales: primero en el San José, después en el San Patricio y el último año en una escuela que ya no está más, la número 75. Cursó la secundaria en el Nacional N°1 por barrio Martin, en el centro de la ciudad, pero en el medio ingresó a la Escuela Mecánica de la Armada (ESMA) en los años 66 y 67, lugar donde diez años más tarde se montaría uno de los campos de concentración más grandes del país.
Obtuvo su título secundario recién a los 23 años, en 1973, y su nota más alta fue en la materia Cultura Musical con 9.5 y la más baja en Francés con 3.95. Educación Democrática aprobó siempre raspando.
Es católico pero declaró que nunca formó parte de ninguna institución religiosa. Tampoco de ningún partido político. Tuvo un breve paso por la Escuela de Enfermería, se recibió de martillero público a los 21 y terminó el curso de oficiales de la Policía en Rosario a los 23.
El 25 de octubre de 1974 se casó con una mujer, también rosarina. En 1975 tuvieron una hija y en 1977, un hijo. Cuando huyó de Argentina en el 79, su esposa estaba embarazada de ocho meses.
En marzo de 1975, cuando ya llevaba dos años de oficial de la Policía de la provincia de Santa Fe en la Unidad Regional II, Bueno firmó una declaración jurada ante el Personal Civil de Inteligencia para convertirse en Agente Secreto (AS) —así se especifica en los papeles del Estado—. Detalló todo tipo de datos sobre su vida. Declaró no tener ningún amigo íntimo. A partir del 1 de enero de 1976, pasó a llamarse Germán Banegas.
En esa declaración jurada también dijo que sabía manejar autos y motos y andar a caballo, que no sabía escribir a máquina ni tenía conocimientos de taquigrafía, contabilidad ni otro idioma que no fuera el castellano. Declaró que no sufría ningún tipo de adicción ni desorden mental, que no tenía familiares miembros del servicio de inteligencia de ningún gobierno extranjero y que no poseía propiedades en el exterior. Que sus hobbies eran el dibujo y la electrónica, que practicaba fútbol, natación, esgrima y tiro de fusil. Que nunca había formado parte de una organización totalitaria ni grupo que promoviera el derrocamiento del gobierno ni actos violentos.
Su legajo tiene 172 hojas y aparte de un exhaustivo repertorio de datos personales incluye un punteo de sus rasgos físicos (ojos pardos oscuros, estatura de 1.70, raza blanca) y todo tipo de certificados, cartas de recomendación, solicitudes de beneficios familiares, información sobre su sueldo, horarios de trabajo. También está registrado el chequeo de que sus declaraciones fueran ciertas.
Entre enero de 1976 y noviembre de 1979 el Ejército lo evaluó en siete oportunidades. El 31 de diciembre de 1978 obtuvo un ascenso, en uno de los momentos de represión más cruenta del Estado argentino contra su población. El desempeño de cada PCI se evaluaba a través de ocho categorías: Rendimiento, Iniciativa, Cooperación, Disciplina, Cultura general, Criterio, Desempeño y Desempeño en tareas especiales. La primera vez su promedio general dio 9,8. Las anotaciones manuscritas detallan que su rendimiento era “altamente satisfactorio” y que “su desempeño e idoneidad lo acreditan como un elemento de valor excepcional”. Figuran dos sanciones en 1976.
En 1977, en su quinta evaluación, por primera vez hay un descenso de las notas, el promedio le dio 7.5. Las notas más bajas fueron en la sección Criterio, aprobó con lo justo, las demás en las que siempre tenía 9 o 10 bajaron a 7 pero en tareas especiales sacó 10. En la calificación siguiente, ya en el año 78, se indicó que estaba en condiciones de promover y en tareas especiales sacó 9 y 10.
Desde el 20 de noviembre de 1979 los papeles del legajo son de tareas de inteligencia y contrainteligencia tratando de dar con su paradero, las cartas escritas por Bueno donde relata su situación y pide asilo político.
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1986. La lengua es importante para los espías. Es un lugar donde esconderse. Su trabajo demanda —entre otras cosas— elegir nomenclaturas, combinar palabras de forma eficaz sin llamar demasiado la atención y, sobre todo, contaminar verdades de mentiras sutiles.
Papeleo es la palabra que elige Bueno para describir ante el CELS su trabajo en el Destacamento de Inteligencia 121: “Actividad Especial de Inteligencia, papel, información, reuniones, teníamos que soportar reuniones”. Decir que solo eran personal administrativo es algo común entre quienes formaron parte del PCI.
Dice que en el 75, aunque en los documentos figura que seguía siendo policía, ya había empezado a hacer tareas para el Destacamento. “Boludeo” le llama a las tareas de vigilancia a “personajes de Rosario”, aunque aclara que no se trataba de seguirlos por la calle sino de reunir información para trabar ascensos o complicarles la vida a ciertas personas.
—¿Secuestro? No, no fue secuestro, fue un traslado.
Corrige a su entrevistador cada vez que puede.
—¿Operativos? Millones, pero eran todos, como se le decía allá, papa: dos o tres días sentados arriba de un auto.
Minimiza siempre su participación.
—¿Tiroteos? No estuve. ¿Muertes? Tampoco.
Se ocupa de hablar siempre en tercera persona: ellos iban, ellos actuaban, ellos mataban.
Deja caer con cuidado algunas excusas. “Las veces que nosotros estábamos en un procedimiento de esa especie, daba la casualidad que en la otra punta de la ciudad era un bruto tiroteo donde moría gente, cosas así”.
Insiste: “Todas las veces que salíamos jamás hubo un tiroteo. Ahora todas las veces que ellos salían, o sea todo el grupo operativo, había plomazos y balazos a patadas. Y nosotros inclusive por curiosidad, más de una vez, incluido yo, queríamos ir para ver, ver realmente qué era. Nosotros nunca tuvimos la suerte de ver, de estar para ver un tiroteo donde se agarraban las dos fuerzas”.
Cuenta que apenas ingresó como PCI, en 1976, viajó a Buenos Aires a tomar un curso de inteligencia de 22 semanas. Entre los temas que estudió nombra: nemotécnica, fotografía, dactiloscopia, maquillaje, defensa nacional y de fronteras, espionaje, infiltración por parte de los países limítrofes, interferencias radiales, métodos de contrainteligencia. Ésta última, dice, fue la que más le interesó. Cuando le preguntan su especialidad responde: “contraespionaje, seguridad y defensa del territorio nacional, fronteras”.
Puntualiza que cuando volvió a Rosario, a mediados del 76, Guerrieri “se dedica a estructurar una cosa macabra” y que empezó a aparecer gente nueva, “caras, pero totalmente nuevas”. Se había armado la patota.
Si bien insiste con que lo suyo era papeleo afirma que la rutina laboral se había transformado porque pasó a ocuparse de armar informes específicamente de dirigentes políticos, sindicales, estudiantiles, hasta de exfuncionarios.
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Revancha. La declaración de Bueno ante el CELS se sumó como prueba en los juicios por delitos de lesa humanidad que se reanudaron en Argentina desde el 2006. Querellantes, organismos, funcionarios judiciales coinciden en esto: las palabras de Bueno fueron “una verdadera venganza”. No lo consideran alguien por fuera del aparato represivo sino como alguien que más allá de su rol específico (persecutor o secuestrador o torturador o asesino) tenía una clara participación por el nivel de detalle que llegó a manejar sobre la magnitud del aparato represivo.
Para Bueno, Guerrieri, Juan Daniel Amelong y Jorge Alberto Fariña conformaron una suerte de triunvirato, un club selecto, que disponía de fondos y personal para llevar adelante la represión y sus propios negocios. Ante el CELS, asegura que Walter Pagano era “el más peligroso de todos”. Con diferentes roles y jerarquías, todos ellos pertenecieron al circuito represivo del Ejército y actualmente tienen al menos tres condenas a perpetua por estos crímenes. En esa declaración, Bueno completa el nombre de la patota: Walter Roscoe, Jorge Walter Pérez Blanco, Eduardo Constanzo, los hermanos Carlos y Rodolfo Isach: “Gente pesada, pesada”.
Los incrimina a todos y dice algo que más adelante la Justicia comprobaría en sus investigaciones: el jefe, Guerrieri, hablaba de “todos para el compromiso”. Bueno explica el significado: “Él decía que iba a comprometer a todos, que ninguno se iba a escapar, o sea que estaban todos en el mismo barco, sino se hundía”. Por eso justifica que conocía La Calamita, el centro clandestino en Granadero Baigorria, al norte de Rosario. Niega conocer la Quinta de Funes pero menciona para qué se ideó, cómo la estructuraron y quiénes iban de la patota. Cuenta que en 1977 el objetivo a combatir pasó a ser específicamente Montoneros. Explica cómo fue la Operación México en 1978.
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Los vuelos de la muerte. Las preguntas del CELS van en orden cronológico y al llegar a 1977, Bueno dice: “Empiezan los comentarios sobre ese tipo de vuelos”. Se refiere a los vuelos de la muerte, cuando desde aviones se arrojaban al mar personas vivas, anestesiadas. Uno de los métodos de eliminación de vidas, y de pruebas, que utilizó la dictadura.
En Argentina la primera vez que alguien confesó públicamente haber participado de ese método de exterminio fue en 1995, cuando se publicó el libro El vuelo con la declaración de Adolfo Scilingo. Pero Bueno habla antes que Scilingo. En 1986 dice que los vuelos eran nocturnos en aviones Hércules C-130 que aterrizaban en la cabecera de pista del aeropuerto internacional de Fisherton en Rosario, donde cargaban personas que venían en camiones provenientes de la Quinta de Funes. Que el destino era la Bahía de Samborombón, al sur de Buenos Aires. Calcula que lo hicieron con al menos 30 personas secuestradas.
En Rosario, en 2021, se abrió una causa llamada Vuelos donde también está incorporada la entrevista del CELS a Bueno. Hasta ahora, la Unidad de Derechos Humanos determinó que en 1977 en los organigramas del Segundo Cuerpo del Ejército había una sección de aviación. Todavía no se sabe si tuvo como objetivo la realización de vuelos de la muerte, pero sí que había traslados de detenidos a otros centros clandestinos del país. Para continuar la investigación, hicieron pedidos al Ministerio de Defensa y a la Administración Nacional de Aviación Civil para reunir más datos.
Constanzo declaró ante la Justicia que tuvo conocimiento de tres vuelos que partieron desde el aeropuerto de Rosario entre los últimos meses de 1977 y los primeros de 1978, con secuestrados de los centros clandestinos de detención La Calamita y La Intermedia, a casi 40 kilómetros de Rosario.
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El imputado. La primera orden de detención contra Bueno fue en noviembre de 2008, en el marco de una causa por delitos de lesa humanidad que en ese momento se llamaba Gazari Barroso, el nombre de un ex coronel. Fue por el secuestro y desaparición de Rubén “Tito” Messiez, dirigente del Partido Comunista, el 22 de agosto de 1977 en el centro de Rosario. Tenía 44 años y sigue desaparecido.
Bueno habló de él ante el CELS, pero lo hizo a su manera, en tercera persona: fueron ellos. Y a los que acusó no fueron a los que la Justicia detuvo en 2008. Constanzo declaró el 18 de febrero de ese año que Bueno había sido parte de la patota que secuestró a Messiez en un Renault 12.
El último paradero que se conocía de Bueno era de 1986, cuando estuvo en el CELS, por lo que el juez federal de entonces ordenó su detención a la delegación local de la Policía Federal, a INTERPOL, a la Policía de la Provincia de Santa Fe, a la Gendarmería Nacional, a la Policía de Seguridad Aeroportuaria y a la Prefectura Naval Argentina. También puso al tanto a la Dirección Nacional de Migraciones.
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2017. Tiene pelo entrecano igual que su bigote, lentes de bordes delgados, cejas robustas, ojos apenas abiertos, párpados y ojeras hinchadas, barba afeitada. No mira directo a la cámara. Parece una foto tomada en una de esas webcam de las computadoras de los 2000. Tiene puesta una musculosa azul y un collar. Una pared blanca ocupa la mayor parte de la imagen, su rostro está debajo en el centro. Solo se distinguen con nitidez una planta de hojas verdes en el margen derecho; un reloj aguja que marca las cinco, por la luz parece de tarde; y un diploma encuadrado cuyas palabras no se alcanzan a leer.
Fue publicada en una red social el 13 de agosto de 2017 en un perfil con el nombre Gustavo Bueno. Este rostro no se parece en nada al publicado en la web del gobierno nacional argentino dentro del listado de 22 prófugos por delitos de lesa humanidad. Allí hay una foto carnet de un hombre adulto de cabello oscuro sin ninguna cana, de barba afeitada, cejas robustas, ojos deshinchados sin rastros de ojeras. El Programa Nacional de Recompensas del Ministerio de Seguridad ofrece 5 millones de pesos a quien otorgue información útil sobre el paradero de Bueno, que conduzca a su arresto.
La foto del hombre de pelo entrecano y bigote es la única imagen pública que hay en el perfil y fue comentada por una sola persona que le reprocha “ahora que das la cara podrías venir a Argentina”. Bueno responde: “ya hicieron bastante daño los muchachos del comunismo y especialmente los que vinieron aquí en 2009, los ‘angelitos’ terroristas que todavía están sueltos y también los ‘especialistas’ en conspiración como mi querido ‘hermanito’,eses ‘añosssssssssssssssssssssssssss’, no fueron vacaciones para mí, también aproveché para estudiar mucho y ser respetado por mi competencia, por mis conocimientos y eficiencia en mis trabajos, cosa que ese bando de burros nunca van tener”.
Hay siete perfiles que figuran como sus contactos, entre ellos una cuenta con el nombre de José Luis Giacometti, ex subjefe de la Unidad Regional II de Rosario y ex candidato a concejal por la lista Unite en Rosario este 2023.
La información pública se completa con estos datos: indica que su ciudad de origen es Rosario y su ciudad actual Belém Do Pará, Brazil; que estudió ingeniería en dos países entre 1974 y 1982; y que es promoción 1969 de “estudios de segundo grado”.
Esta palabra escrita se parece a las dos intervenciones anteriores conocidas de él, la declaración ante el CELS en 1986 y la de Brasil en 2009. Una parte de lo que escribe es cierta, otra no, otra es difícil de chequear.
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La fuga. Todo se precipitó después del 22 de octubre del 79. Bueno dijo que recuerda esa fecha porque fue el día de la muerte de su papá. “Lo pasé feo”, dijo al CELS.
Pueden ser verdades, excusas, mentiras o un poco de las tres. Bueno aseguró que los jefes y miembros del grupo de operaciones no confiaban en él, que a medida que pasaba el tiempo “los personalismos y celos profesionales” se hicieron más notorios, que en el 77 Guerrieri impuso que la confección de su ficha de evaluación “sea más degradante” para pararle un ascenso —de todos modos, según su legajo la promoción sí sucedió, en 1978—, que empezó a discutir mucho con Guerrieri, Amelong y Pérez Blanco “sobre la forma de llevar a cabo determinadas investigaciones”.
“No eran muy doctos en nada”, apuntó sobre los demás, habló mal de ellos para decir que sabían manejar armas, pero no tareas de inteligencia como él. También, una y otra vez, dejó caer la idea de que era un grupo de delincuentes: que se robaban electrodomésticos y muebles de las personas que desaparecían —utilizó varias veces el verbo desaparecer—, que dibujaban pedidos de fondos a Nación y que incluso admitían que tenían su propia “caja” paralela.
¿Bueno vio o escuchó algo que no debía? ¿por qué se peleó con los jefes de la patota? ¿cuál fue la disputa? ¿fue un problema de plata? ¿de botín, de deudas?
Según Bueno hubo un hecho fundamental en su decisión de fugarse del país. Sus palabras se pueden resumir así: un télex informó que debía viajar al sur del país “a hacer tareas de relevo y un chequeo de elementos de espionaje chilenos en territorio argentino”. Esto se lo había dicho a solas, una mañana, un compañero con el que siempre tomaba mates, jefe de radioperaciones. Bueno pensó “acá hay gato encerrado”. Esa misma tarde, mientras se dirigía a la estación de ómnibus Mariano Moreno vio mucha gente amontonada por calle Cafferata: este hombre, su compañero de radioperaciones, estaba tirado en el piso, muerto. Bueno se identificó con un policía y le dijeron que debía hacerse cargo. Dijo que se ocupó de todo, le informó a un jefe, pidió que se le hiciera algún examen médico al cadáver, le respondieron que no y le dijeron “que había órdenes del Destacamento que no se hiciera autopsia a ningún personal militar”. Esta secuencia lo dejó inquieto. A los días, contó, efectivamente le llegó la orden de traslado.
Un sábado al mediodía Bueno tomó las llaves de su casa en República de la Sexta y antes de salir le dijo a su mujer: “Yo después te voy a explicar”.
Declaró que tomó el colectivo de línea 210 y empezó así un derrotero que siguió a pie, a dedo, en camiones y colectivos atravesando varias provincias hasta salir del país y llegar a Puerto Alegre, Brasil. De ahí viajó a San Pablo y de ahí a Río de Janeiro, donde dio con integrantes de la ONU. Así lo relató él. Varios documentos de contrainteligencia del Ejército acreditan estos hechos.
Fue un proceso largo. Pasó por ciudades como Copenhague en Dinamarca, Madrid en España y Ginebra en Suiza, donde pidió asilo a la embajada argentina. Incluso escribió al Vaticano. Entre las cartas firmadas por Bueno que figuran en su legajo, explicó que había tenido que abandonar Argentina para poner a salvo su vida.
“Pido a Dios por mis hijos para que pueda volver a verlos un momento”, a quienes, tuvo que dejar —escribió— “contra sus principios y valores”. En otros escritos también insistió en que sus jefes habían intentado “ocultar pruebas determinantes”, que habían manipulado otras y que sabía de “ejecuciones sumarias de algunos miembros de las Fuerzas Armadas”. Que incluso dichas investigaciones fueron notificadas al dictador Jorge Rafael Videla.
En un escrito titulado “Informe relacionado con mi situación” con fecha el 11 de enero de 1984 en Ginebra, Suiza, solicitó un juicio: “Contra los responsables directos de todos los daños y perjuicios causados contra mi familia y mi persona, tanto moralmente como civilmente”. En Argentina ya había terminado la dictadura. Ventiló por primera vez los nombres, dijo que los responsables directos de su situación eran Galtieri, Pozzi, Guerrieri, Monzón, Marino González, Fariña, Amelong, Fernández Prette, Pisnani (sic).
Ese año, el 27 de diciembre, la división de contraespionaje recibió un telegrama con una copia de la presentación que había hecho Bueno en la embajada argentina de Suiza, donde mostró sus credenciales oficiales como agente secreto. “Se sugiere analizar los hechos a la luz de la Ley S de secreto reglamentario para el personal civil de inteligencia para determinar si el ex agente Banegas la violó”. Bueno quedó inhabilitado para ocupar cargos en cualquier área del Estado.
Es imprecisa la fecha (o la década) en que consiguió el estatus de refugiado, pero lo consiguió.
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La internacional de inteligencia. Era más útil que hable, que perseguirlo. En 2009 durante el juicio Guerrieri I, Bueno no integraba la lista de imputados. Pero tenía una orden de detención en la causa Gazari Barroso, por el secuestro de Tito Messiez.
Cuando Interpol dio aviso a Argentina de que lo habían detenido en Brasil, el tribunal se vio ante un dilema. Una opción era pedir su extradición y que declare como imputado en Argentina, pero esto podía demorar muchísimo tiempo y si Brasil lo rechazaba se arriesgaban a perderle el rastro. La otra opción era tomarlo como testigo para el juicio en curso, viajar hasta allá y tomarle declaración.
En Guerrieri I el testimonio de Constanzo era fundamental porque sirvió para incriminar a la mayor parte de la patota y reconstruir qué había pasado con muchas víctimas. La declaración de Bueno, entonces, podía ser muy útil si ratificaba los dichos de su ex compañero de trabajo. Una comitiva que incluyó a uno de los jueces del tribunal, su secretario, dos abogadas querellantes, la fiscal y el abogado defensor de Constanzo viajaron a Brasil.
Tuvieron que dividir la declaración en dos días porque un miembro de la policía federal, el brasilero grandote, afectó el curso del primer día con sus interrupciones. La segunda vez, en un tribunal, pudieron hacer todas las preguntas necesarias. Dentro de la sala, a Bueno le costó el castellano. Por eso todas las preguntas fueron en portugués. Fuera, habló su lengua materna de forma fluida. También se mostró como en casa: tranquilo, amable, conversador.
El primer día le habían entregado una copia con la transcripción de su entrevista ante el CELS en 1986. Dijo que casi todo era cierto pero que algunas expresiones no eran de él, que precisaba escuchar la grabación para saber mejor. No le sonó el nombre ni el alias de casi ninguna de las víctimas que había nombrado entonces. Subrayó varias veces que nunca presenció una sesión de tortura, que él solo hacía inteligencia y que el jefe de la patota, Guerrieri, “era un psicópata” que en 1979 quiso ejecutarlo. Que Amelong también lo amenazó a él y a su familia. Que a mediados de los ochenta, cuando volvió, intentaron matarlo de nuevo y que por eso se escondió en Buenos Aires, cuando habló con el organismo de derechos humanos.
Si bien volvió a nombrar a muchos de los integrantes de la patota aclaró que ya no quería agregar ninguno más por seguridad personal y de su familia. En sintonía con el diálogo ante el CELS, volvió al espíritu revanchista: los demás eran unos delincuentes, él no. Aseguró que su pelea con Guerrieri se disparó porque no aceptaba “los desvíos de conducta” de su jefe. “Sólo tenía una pequeña atribución de comando en el Ejército Argentino”, “apenas un análisis de datos de informaciones”, minimizó. No recordó a nadie llamado Remo. De Tito Messiez no habló.
En los datos personales mencionados en el acta tipearon que Bueno era proveedor de elementos electrónicos, de equipos de medición y análisis de laboratorio y de equipos hospitalarios. Fuera de la sede judicial, Bueno dejó ver una mano lastimada y cuando le preguntaron qué le había pasado respondió que se había caído de una escalera cuando intentaba instalar una cámara de video.
La comitiva logró reunir más información sobre Bueno y por qué la declaración se dio en condiciones que les parecían muy extrañas. La hipótesis que elaboraron es que había una protección explícita porque el ex PCI argentino colaboraba con los servicios de inteligencia de Brasil. Como si fuera un club, una sociedad, una gran comunidad, todo parecía indicarles que la inteligencia de cada país se protege las espaldas con sus colegas de otras tierras. Tres meses después, llegaría al juzgado de Rosario un comunicado anunciando que Brasil rechazaba la extradición de Bueno por su carácter de refugiado.
La internacional de inteligencia dejó claro algo que desde Rosario entendieron así: los gobiernos cambian, los grupos de inteligencia no.
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Una víctima, un prófugo. Pasó en la calle a plena luz del día. Entre las 3 y media y las 5 y media de la tarde del 9 de junio de 1977, Membrive —campesino, peronista, montonero— fue secuestrado en la zona de Avellaneda y Pellegrini, en Rosario. Tenía una cita con un compañero de militancia a la que nunca llegó.
Su esposa tuvo miedo, por eso se fue del país y la primera denuncia la pudo hacer recién el 17 de marzo de 1978 en Santiago de Chile ante el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR). También presentó una denuncia ante la sede chilena de la Cruz Roja Internacional, el CELS, dos sindicatos de trabajadores británicos e hizo un pedido a Amnistía Internacional.
En Argentina la primera denuncia la hizo su hija el 9 de abril de 2014. La causa está en instrucción, ya está todo listo para el pedido de elevación a juicio oral. El 28 de julio de 2020, por esta causa, se emitió la última orden de detención en contra de Bueno. Hoy integra el listado de prófugos de la Justicia por delitos de lesa humanidad. Son 22 en todo el país, 7 de ellos de Rosario. Si está vivo, Gustavo Bueno cumplirá 74 años este verano.
Es diciembre de 2023, pasaron 40 años desde la recuperación de la democracia en Argentina. Todavía no se sabe cuál fue el último destino de Miguel “Remo” Membrive.
Este es el tercer perfil de la serie La búsqueda de los 22 verdugos.
Esta crónica es el resultado de una colaboración entre El Ciudadano y Perycia