Política

Hasta siempre

Réquiem para un patriota: mi amigo Mario Cámpora

El periodista y escritor Miguel Bonasso evoca su amistad y su respeto por el sobrino del ex presidente Héctor Cámpora a quien recuerda como un talentoso y sagaz diplomático comprometido con la causa nacional, pero sobre todo como buena persona: "Un ejemplo para las nuevas generaciones"


Mario Cámpora recibió el premio Konex en 1998.

Miguel Bonasso (*)

 

Su compañera de vida, Magdalena Díaz Bialet, tuvo la delicadeza de hacérmelo saber a las pocas horas de su partida, con el laconismo de los espíritus fuertes, que eluden la retórica para anunciar la tragedia: “Murió Mario Cámpora”. Tres palabras para evocar al hombre de su vida, al que le dio hijos, amor y los acerados consejos de una analista política de singular agudeza.

Me avisó desde Santa Catalina, en Córdoba, donde Mario había planificado hace mucho tiempo acabar sus días y descansar –como fiel católico que era– en ese rincón mediterráneo, donde se alza uno de los más grandes conventos de los jesuitas. El lugar donde será enterrado en las próximas horas.

Como su tío Héctor J. Cámpora, a quien amó y sirvió con lealtad en el poder fugitivo y en la sombra de la enfermedad terminal y el destierro, fue un verdadero servidor público: lúcido y honesto a carta cabal, dispuesto a la polémica con sus propios jefes si estaba de por medio el interés nacional. Puedo decirlo con todas las letras porque estuve a su lado en momentos decisivos de nuestra historia.

Lo conocí en enero de 1973, cuando yo era un joven periodista de La Opinión y él un diplomático de carrera, doctorado en la Universidad Nacional de Rosario, que había ejercido funciones de gran importancia en destinos como Washington y se aprestaba a conducir, detrás de bambalinas, la campaña electoral de su tío Héctor. Tarea en la que se distinguió por aconsejar, siempre, una total intransigencia frente a las movidas de la dictadura militar de Lanusse. Tanto las maniobras de seducción, como las amenazas abiertas o veladas. Gracias a él tuve el honor de acompañar al verdadero Cámpora en la campaña que concluyó con el triunfo del 11 de marzo y el retorno del peronismo a la Rosada, tras dieciocho años de proscripción. No olvidé, ni olvidaré mientras viva, que gracias a él pude participar de uno de los hechos históricos más importantes de Argentina y de toda América Latina.

Con él también estuve en la Rosada, en los famosos 49 días que culminaron con el volantazo de Perón a la derecha y el reemplazo de Cámpora por el pillastre de Raúl Lastiri, el político cabaretero de las 300 corbatas. El prólogo para el fugaz y trágico reinado del propio líder en decadencia, que abriría con su muerte anunciada el repugnante ascenso de Isabel y el Brujo López Rega, dos personajes de Roberto Arlt que desgraciadamente existieron en la vida real.

El golpe militar lo expulsó de la Cancillería, pero afortunadamente no lo asesinó ni lo encarceló. En su honor debo decir que en los momentos más peligrosos de mi propia clandestinidad, tuvo el coraje de sentarse en un café de barrio con uno de los 38 argentinos que figurábamos en un afiche –excesivo, sin duda– como “los terroristas más buscados”.

También se arriesgó a entrevistarse con el periodista brasileño Flavio Tabares, corresponsal del Excelsior de México, para negociar con él que la embajada recibiera al ex presidente y su hijo Héctor en la residencia del embajador. Es fácil imaginar lo que podrían haberle hecho los de la Esma o los de Coordina si se hubieran enterado.

Lo conté en mi libro “El Presidente que no fue”: estaba exiliado en México cuando escuché por teléfono “la voz inconfundible de Mario Cámpora, cautelosa, eficaz en la ubicación de los puntos suspensivos”.

La voz reconstruyó en el ámbito de mi departamento mexicano los tiempos de Lanusse, de la campaña, cuando era la eminencia gris de su tío. De modo vago, evitando compromisos, Mario me informaba acerca de una correspondencia inédita Perón-Cámpora, donde se escondían ciertas claves de aquel pasado vertiginoso. Yo podría, tal vez, acceder a esos documentos. En los dos años siguientes no tuve ninguna noticia sobre los papeles del Tío. En 1988 regresé a Buenos Aires tras once años de exilio y tuve la suerte de coincidir con Mario, que había dejado por pocos días su puesto diplomático en Ginebra. Discutimos sobre ciertos hechos claves del 73 y también sobre la coyuntura que se estaba viviendo. Nos despedimos con gran cordialidad pero en total desacuerdo. Me fui con la convicción de que nunca me asomaría a los Archivos. Tres años más tarde ese temor seguía pesando. Tuvieron que pasar otros tres años y hubo de tejerse una minuciosa trama de casualidades y causalidades para que pudiera, por fin, encontrarme en Buenos Aires (tras un rodeo londinense) frente a tres voluminosas carpetas que habían sobrevivido a todo (incluida la inclemencia de la dictadura militar) en la caja de seguridad de un banco porteño. En esos años habían ocurrido otras circunstancias históricas y personales que nos reunieron en el Londres de 1992, en donde Mario –que había participado decisivamente en las reuniones para reiniciar relaciones entre Argentina y Gran Bretaña– fungía como embajador y yo como corresponsal del diario Página 12. No tardamos en restablecer una relación amistosa, que se reforzaba por nuestras comunes preocupaciones políticas. Ambos, desde distintas perspectivas y funciones, estábamos en contra de la política de imposible “seducción” de los isleños de Malvinas que patrocinaba el canciller Guido Di Tella. Y pronto, mi amigo el embajador me proporcionó algunas bombas informativas, como el famoso “non paper” de Di Tella, donde proponía oficiosamente al gobierno británico sobornar a los malvinenses con un regalo de 50 mil libras esterlinas para que aceptaran la soberanía argentina sobre las Islas. Una idea indecente y delirante del inventor de las “relaciones carnales” con los Estados Unidos.

Para nadie en el gobierno menemista era un secreto quién podía ser mi fuente, pero Mario había cumplido con tanta eficacia y honradez su tarea diplomática, que iba más allá de la embajada, y había empezado con el propio restablecimiento de las relaciones bilaterales en las arduas negociaciones que condujo Lucio García del Solar. Por eso, y por portación de apellido, era un intocable.

A medida que se renovaba y prosperaba nuestra relación, renació con gran fuerza la idea de escribir, a partir de la biografía de Héctor Cámpora, un libro sobre la historia secreta del peronismo, desde su nacimiento hasta la dictadura militar. Me animé y en una cena se lo planteé de manera kantiana, como una suerte de imperativo categórico: el rescate de la memoria de su querido tío a quien Videla acusaba de terrorista y la prensa regiminosa devaluaba como el dentista obsecuente de Perón y Evita. Casi salto de alegría, cuando Mario me dijo que había llegado el momento de hacerlo.

Yo te paso los insights y vos lo complementás con tu investigación, dijo y yo sabía que cumpliría el compromiso. La verdad es que lo cumplió con creces. Con su estilo ordenado y prolijo estableció un horario para una cita semanal de dos horas, donde me iría contando cómo ocurrió todo, lo bueno y lo malo. Recuerdo en esta circunstancia dolorosa de su partida, aquellas tardes en el saloncito de Belgrave Square, donde el señor embajador sólo interrumpía el relato cuando el mayordomo nos traía el té o sonaba el télex de Buenos Aires.

Esas reuniones londinenses, que evoco con nostalgia, me permitieron hacer un resumen de cien carillas, que era el esqueleto de “El Presidente que no fue”. Con esa síntesis viajé a Buenos Aires en 1993, donde Esteban “el Bebe” Righi y Héctor Cámpora hijo, alertados por Mario, me abrieron sus despachos y sus extraordinarios archivos. Allí estaba, por ejemplo, toda la historia policial y judicial de la Masacre de Ezeiza y, por supuesto, la correspondencia Perón-Cámpora. Pero no se limitaron a los documentos: con gran generosidad me abrieron sus recuerdos, que iba complementando –con varios colaboradores– en bibliotecas y hemerotecas. Hasta recopilar una gigantesca cantidad de material que me costó transportar a Inglaterra y me llevó seis meses ordenar en un archivo antes de escribir las primeras líneas de “El Presidente…”.

Algo que hubiera sido imposible sin la tutela decisiva del gran hombre que se acaba de ir. Como ese Tío que signó su propia vida, Mario Cámpora fue una rara avis en una política tan empuercada que facilita con sus porquerías la intrusión de personajes que cultivan el fascismo y rifan sus dietas para hacer inteligencia sobre un millón de canallas codiciosos. Es verdad que pertenecía a otra generación, donde los servidores públicos decentes no eran una rara avis. Y por eso, si le dedico este recuerdo, no es solamente por el afecto y la gratitud, sino porque su trayectoria es un ejemplo para las nuevas generaciones.

 

(*) Periodista y escritor

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