Se enamoró del tango la primera vez que lo vio bailar sin saber siquiera el nombre de esa música. Tenía 9 años y había atravesado las calles de tierra hasta llegar al asfalto, que empezaba justo en la esquina donde todos los años se festejaba la semana de República de la Sexta, su barrio. El evento lo organizaba un club llamado Sportivo Atlético Cualquier Cosa con kermeses, carrera de embolsados y una gran milonga de cierre que entre cortes y quebradas asomaba siempre un cuchillo. Ese pibe al que le decían Petaca, porque era retacón, quedó tan encandilado al ver la danza maleva que esa misma noche renunció a su sueño de niño –quería ser churrero– y apenas pisó la adolescencia se convirtió en bailarín y en papá. Las únicas dos cosas a las que les rindió lealtad toda la vida. Lo demás lo llevó como pudo con los modelos que forjaron su infancia: por ser varón tenía que pelear, hacerse respetar y de ser necesario, engañar a las mujeres.
“Menos robar hice de todo”, confiesa Rodolfo Ruiz Díaz en la penumbra de un café del centro donde repasa, a poco de cumplir 75 años, cómo se hizo leyenda en la ciudad que lo bautizó El Duende, un personaje fundamental en la historia del tango rosarino.
“Nunca me consideré ni un eximio o gran bailarín. Sólo soy una persona común que escucha tango y trabajé muchísimo para eso. Con todo el amor llegué hasta donde pude. Porque me jodí la pierna muy temprano y prácticamente quedé estancado”, dice Rodolfo que hace 40 años enseña a bailar en dos espacios del centro de la ciudad que hicieron de resistencia cuando el tango amagaba con desaparecer: el Centro de la Tradición El Hornero y Plataforma Lavardén.
Desde allí ejerció una suerte de militancia tanguera porque nunca le importó si iban tres o cuatro alumnos. Así se convirtió en testigo y protagonista del resurgimiento del tango en los años 90, que en parte se lo adjudica al espectáculo porteño Tangox2. “Marcó un antes y un después en Rosario. Pasamos de tener cinco alumnos a cincuenta”, dice sobre la obra de Miguel Ángel Soto y Milena Plebs que él mismo ayudó a difundir como empleado del Ministerio de Cultura de Santa Fe que patrocinó el evento en la ciudad.
Después de eso, cuando los pibes se tiraban de cabeza a bailar tango, El Duende estaba ahí, esperándolos.
Malevaje
“Me enamoré del tango en la esquina de Ituzaingo y Esmeralda. Ahí se festejaba la semana de La Sexta con una kermesese callejera, había carrera de embolsados, de bicicletas y se terminaba con una milonga que con el tiempo se cortó porque siempre había una muerte. La gente participaba, venían de los barrios bajos, de la Tablada, de todos lados menos del centro. Y se armaba cada quilombo, era brava la cosa en esa época. La cuestión es que apareció una pareja vestida de negro que bailaba puenteada. Yo tenía 9 años y me conmovió verlos. No sabía que se llamaba tango. Lo único que sabía era que quería bailar eso”, recuerda.
Para los 15 ya había debutado en público en un club de zona sur cerca del Swift: “Fue mi primera actuación con carácter de presentación. No era un capo pero se notaba que bailaba tango. Me acuerdo que temblaba porque no estaba acostumbrado a que todo el mundo esté mirándome. Tenía una compañera más grande que se la rebuscaba (Ana Funes), medio que yo la arrastraba bailando”.
Desde entonces no paró más, pero mientras entraba a la adolescencia con fiebre en los pies, el tango empezaba a desaparecer a la sombra del rock y fenómenos como el Club del Clan. “Las milongas grandes cerraban. Estaba en retroceso, había aflojado tremendamente, sólo quedaban algunos reductos donde pasaban foxtrot, cumbia, jazz y por ahí te mandaban algún tango. Como yo era autodidacta siempre andaba buscando algún viejito que bailara bien para chuparle algo”, recuerda.
De barro mi vida, de barro mi amor
“A los 16 años me fui a Buenos Aires”, dice Rodolfo que no se fue atrás de la fama sino de su primer amor. “Me junté con una piba que tenía 15 y nos hicimos un ranchito en Quilmes. Vivíamos ahí. Me dejó un regalo: fui papá a los 17. Estuvimos juntos un tiempo y después nos separamos. Bah, yo me enfermé y no quise saber más nada con ella, la eché. Tuve un golpe en una milonga, un rodillazo en el pecho. Meses después me empezó a doler, se me hizo un absceso interno que se me pasó a la columna y pensé que me iba morir”.
El regreso a Rosario fue definitivo, aunque las grescas continuaron siendo parte del folclore urbano para demostrar hombría. Y Petaca, todavía le decían así, nunca renegó de sus orígenes. “Era medio peleador y me cagaron a trompadas un montón de veces. Una vez me pegaron de atrás cuando estaba bailando y me durmieron. Pero yo no era malo, sólo que crecí en un barrio que si no te tratabas de defender eras un cagón. Estaba absorbido por ese lugar”, admite para confesar que lo único que no hizo en la vida fue robar.
Se lo atribuye a su familia: “Tuve la desgracia bendita que en mi casa eran adventistas. Por eso no robé, nunca hice cosas con maldad ni maté una mosca, era teatro lo que hacía y la vez que peleé me cagaron a palos”.
Así, a las piñas, se hizo amigo entrañable de un compañero de trabajo. “Yo laburaba en una carpintería y él atrás, en la tornería. Vivíamos a dos cuadras pero yo en calle de tierra y él del lado del empedrado. Encima era rubiecito y de ojos verdes, un nene de mamá, y nosotros los negros de la villa. Cada vez que le pasábamos por al lado le tocábamos el culo o le pegábamos en la cabeza. Lo teníamos de punto hasta que un día me dio vuelta en el aire. Era cinturón negro de yudo. Desde esa vez nadie lo molestó más y empezamos a salir juntos. Era como mi guardaespaldas”.
Acunarse en tangos
El barrio, los amigos, las minas, los códigos parecían sacados de un tango del 40, si no fuera por la madre, una ausencia que se salió del molde. “Nos abandonó cuando yo tenía cuatro, cinco años. Crecí sin mamá. La conocí cuando tuve 18. Y nunca le pregunté por qué se fue”, dice, por miedo a una respuesta que hable mal de su padre, “un bueno” que era veinte años mayor que ella y crió a sus seis hijos (dos mujeres y cuatro varones) laburando en el puerto.
Quizás por eso, la infidelidad masculina, más que un desliz aparece como un mandato: “Yo estaba muy absorbido por lo que me habían inculcado los más grandes. Que a las mujeres nunca hay que pagarles, siempre sacarles plata y el que le daba a una mina era un gil. Encima en el barrio crecí con chicas que patinaban. A veces las escuchaba hablar y cagarse de risa de algún punto que se quería hacer el cura y sacarlas de esa vida”.
Perdiendo el cartel
Impreciso con las fechas, El Duende repasa sus amores y empieza por el final: Alicia Pasquinelli, su compañera de vida y de baile los últimos 35 años. “Es una mujer fuera de serie. A veces es chinchuda, pero las que me ha aguantado”, dice y se explica: “A partir de estar con ella empecé a hacer buena letra. Me agarró con el caballo cansado”.
Detrás de la estampa de guapo vivió siempre un romántico. “Yo era muy sentimental y enamoradizo. Pero te vas haciendo fuerte en algunas cosas, sobre todo cuando sos pibe, vas padeciendo mucho por amor pero después con los años te vas forjando, conteniendo. Sufrís igual si estás enamorando pero ya no es lo mismo”.
Cuando se juntó con Alicia, Rodolfo tenía 40 años y había sido padre otras dos veces. Su segundo y tercer hijo fueron frutos de una relación de 12 años con Lucía López, que también fue su compañera de baile y la recuerda con afecto. “En la casa de su familia se armaban una guitarreadas bárbaras”, cuenta El Duende que le atribuye a esos encuentros memorables que Cristian y Germán, los hijos que tuvieron juntos, sean hoy músicos y bailarines profesionales.
“Viví del arte muchos años, hasta que tuve a los pibes y entré a laburar a la provincia porque necesitaba un curro estable. Para sobrevivir hice de todo, soy artista plástico, fileteador porteño y caricaturista. Pintaba carteles a rolete para publicidades y hacía retratos. Todo lo que tenía que ver con el dibujo me ayudó, con el tango igual, a veces me tiraba unos pesos, pero la vida del artista es incierta, nada es seguro”.
Abrazo de Victoria
Con la misma vaguedad en los años recorre su carrera artística que divide en un antes y un después de Victoria Colosio (1927-2016), una coreógrafa y maestra iluminada que inventó un método de enseñanza basado en juegos con los que podía hacer mover hasta una estatua. Y si bien no era del ambiente milonguero formó a varias generaciones de bailarines.
“Antes de Victoria sólo bailaba en piringundines, con ella conocí por primera vez un teatro por dentro, di seminarios en Brasil, Chile y España. Le debo muchísimo. Nos conocimos una noche en un reducto después de un show mío, ella apareció al final y se puso a bailar sola un tango de Piazzolla. Me conmovió tremendamente”, recuerda El Duende que desde entonces nunca se separó de su maestra y bailó en varios espectáculos de su autoría.
“No sabés las locuras que hacía Victoria por el tango. Cuando la vieja no tenía para comer y veía que alguien tenía condiciones se cruzaba la ciudad a patas para darle una clase y no le cobraba un peso. La vieja era algo fuera de serie. Cuando tenía un peso era para el tango, para comprar tela y armar un vestido para las chicas”, recuerda.
“Victoria le entregó la vida al tango y los tangueros no la valoraban, le sacaban el cuero, pero cuando precisaban una piba iban a buscar a las alumnas que había adiestrado ella. Es verdad que no iba a las milongas pero tenía una capacidad impresionante para acomodar una coreografía, las refinaba. En esa época no había televisión y era pura creatividad. Nunca la abandoné”.
Se crea lo que no se tiene
Eran tiempos difíciles para el tango. Estaba casi desaparecido y en la escasez, la figurita difícil era la danza. Así surgió El tango y sus bailarines, un espectáculo que este año cumple tres décadas en cartel y fue declarado de interés provincial. Surgió de la nada, o de la magia de un duende que inventó lo que no existía.
“Nació porque todos los sábados me clavaba a mirar Grandes valores del tango a ver si aparecía un bailarín. A veces estaba dos horas mirando y nada, pasaban 20 cantores y si aparecía el bailarían era un pantallazo”, recuerda Rodolfo que con eso poquito se encerraba a practicar figuras a ver qué salía o si inventaba algo.
“Pasaron los años y se lo comenté a un compañero de Lavardén que me propuso que haga un espectáculo, pero al revés, con muchos bailarines y un solo cantor. Como en ese momento no había más que dos o tres parejas, empezamos a recorrer piringundines: Nos sentábamos a mirar y si veíamos un viejo que bailaban más o menos bien lo invitábamos. Así conseguimos cuatro parejas más y arrancamos”, cuenta El Duende que otra vez llevó el tango del arrabal al escenario. Algo similar hizo después del estreno para conseguir público. Más de una vez salía a buscar gente a la vereda de Sarmiento y Mendoza y los invitaban a entrar.
El espectáculo creció a lo largo del tiempo y este 2024 se cumplen 30 años ininterrumpidos con más de veinte parejas en escena.
“Hubo un momento en que yo era el bailarín más joven que habían entre los bailarines”, dice El Duende como antesala de lo que vino después con la ebullición del tango en los años 90. En ese renacimiento fue un referente. Le enseñó a caminar a pibes y pibas que más tarde llevaron el tango por el mundo y también fue compañero de baile en los comienzos de las maestras Beatriz Mendoza y Marisa Talamoni. Por esa época formaba pareja de baile con Claudia Medic y fueron parte de los espectáculos del bandoneonista Domingo Federico.
La era del clon
El tango le ganó la pulseada al olvido. Hoy se puede bailar en cualquier ciudad del mundo y hay escuelas por todos lados. Cada movimiento está estudiado y responde a una técnica construida de forma colectiva en las últimas décadas. No quedan misterios: cualquiera puede hacer una colgada, un puente, un gancho y hasta lucir adornos tomando la clase indicada. La contratara de esa evolución también está a la vista: bailan todos iguales.
“Siempre pienso que agarrar exactamente lo que el maestro te enseña, si no le ponés lo tuyo, un poco de creatividad, queda como de plástico. Cada uno tiene que encontrar la esencia suya en el tango”, dice El Duende que revela su secreto: copiar mal.
“Cuando armamos con Alicia el Grupo Intertango (1994) me pasaba que se copiaban mucho entre los bailarines, todos querían hacer lo mismo que los demás. Yo les ponía coreografías y me daba cuenta que siempre pensaban que lo que hacía el otro era mejor. Les decía que si hacían todos lo mismo parecían clonados”, dice.
También reconoce que aprendió a bailar copiando pero siempre en busca de formas propias: “Veíamos una pareja por televisión, era un pantallazo pero muy valioso. Después nos encerrábamos en una habitación y nos cagábamos a patadas con mi amigo Octavio Santillán hasta que salía otra cosa, pero siempre en base a lo que habíamos mal copiado. Porque está bien copiar para aprender, pero hay que ponerle algo nuevo, un rulito, una cosita diferente para que no sea exactamente lo mismo”.
Cambiar, soltar
El resurgimiento del baile también trajo un nuevo rol para la mujer en la danza, con menos sometimiento. Y si bien se conservan algunos estereotipos, los cambios son visibles. Para El Duende “hubo una evolución impresionante y la mujer logró un papel preponderante en el baile que antes no tenía. “El hombre no es boludo y lo aceptó porque engrandece a la pareja. El tango sigue siendo machista pero ahora es un 50 y 50. Antes la mina tenía que hacer lo que decía el tipo, no podía decir que no”. Lo que se ve de afuera se siente por dentro. “En determinado momento la gente cambia. Yo hice un cambio total en mi vida. Era medio peleador, no soltaba una lágrima para no demostrar debilidad. Si ahora tengo que soltar una lágrima… solté todo lo que tenía adentro”, confiesa Rodolfo en un momento frágil de su vida, porque necesita ayuda para caminar.
Igual no afloja. Sigue yendo a los bailes, dicta clases junto a Alicia y el próximo 15 de marzo festeja su cumpleaños 75 con una milonga en El Hornero (J.M. de Rosas 1147). Dice que hay que bailar para defender la identidad porque el tango es parte de nuestra cultura y nuestras raíces, pero sobre todo porque “le hace bien al alma y al corazón». Y antes de despedirse regala su último secreto: “Un hombre no necesita ser hermoso para bailar, vale más la simpatía que la pinta. Y se tenés tango en los patas el plus es impresionante. Te da la posibilidad de ser protagonista en un escenario, una fiesta familiar, una milonga”.