La altura del río Paraná en Rosario es de 1.55 metro, un nivel singularmente bajo pero lejano a cualquier récord. Algunas actividades recreativas, como la de las guarderías de lanchas en la ribera rosarina, o productivas como la operación portuaria, se complican. Los problemas que causa el hombre aprovechando esta situación son más graves: la pesca indiscriminada, el refuerzo de los terraplenes para secar terrenos o sumar accesos a propiedades propias o usurpadas, más la continuidad de la quema de pastizales para la ganadería sin control estatal, ponen en riesgo la fauna y la flora y alteran los patrones de escurrimiento del agua en el humedal. El Paraná no se toca, entre otros colectivos, alertó sobre esta depredación ambiental y expuso en las redes sociales parte de los daños producidos.
La altura del Paraná en el puerto de Rosario promedió la semana última 1,55 metros. Es un nivel llamativo, un metro menos que hace exactamente un año. Pero no es una bajante extrema. Los que estudian el comportamiento del río recuerdan que antes de la construcción de las grandes represas aguas arriba, como Yacyretá o Itaipú, a mediados de la década de 1970, hubo marcas mínimas sensiblemente inferiores. A partir de la generación hidroeléctrica, la necesidad de hacer circular agua por las turbinas obliga a descargar los grandes embalses y ello atenúa los efectos de las temporadas de lluvias escasas.
La bajante dificulta varias actividades. Las guarderías náuticas que no están preparadas para operar con gran diferencia de niveles están en problemas. El calado del río es menor y algunos barcos de ultramar no pueden ascender por la Hidrovía a menos que reduzcan la carga de sus bodegas, con la consiguiente pérdida económica. Hasta ahí, la naturaleza y lo que se ve desde la costa rosarina. Lo que algunos empresarios hacen con la situación es más peligroso y menos visible.
Bajan las aguas, suben los terraplenes
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Vanesa Paccotti es bióloga, integra El Paraná no se toca y enumera algunas de las acciones humanas que ponen en riesgo el reservorio de biodiversidad del humedal, reconocido internacionalmente. Empresarios ganaderos que desde hace años comenzaron a trasladar animales a las islas corridos por el avance de la frontera agrícola –principalmente soja–, aprovechan la bajante para reforzar los terraplenes que ilegalmente levantaron frente a Rosario o, incluso, construir nuevos. Los utilizan para circular con vehículos o maquinarias en los siempre inestables terrenos insulares o para secar parcelas que destinan a la agricultura. Esos caminos elevados intersectan los flujos de agua, modificando los patrones de escurrimiento y el movimiento de los peces.
Uno de los que incurre en estas prácticas es el empresario rosarino Enzo Mariani, dueño de guarderías náuticas en este lado del Paraná, sobre la costanera norte. Lo hace en terrenos pertenecientes a la Municipalidad de Rosario cercanos a la traza de la conexión vial Rosario-Victoria que son parte del llamado legado Deliot. Tiene allí, además de vacunos, una casa con piscina y todo. Hubo denuncias, escraches y acciones judiciales, pero nada cambió. Otro ejemplo está en un arroyo conocido por los kayakistas: el San Marquitos (en el video), al que se accede por el llamado Paraná Viejo. Lo cortaron con un camino elevado que lo atraviesa. El Paraná no se toca lo documentó en su página de Facebook con un video y fotos de Sofía Lo Tufo. Paccotti agrega el caso de la firma de capitales holandeses Bema Agri, con terraplenes levantados hace una década para la siembra de soja en la isla Irupé, sobre el arroyo Los Laureles y frente a Villa Constitución. Desistió de la agricultura ante un fallo judicial de los tribunales de Paraná, pero dejó las murallas.
Fuego y agua, todo al revés
Foto: Facebook Pablo los Aliados
Las acciones ilegales se mantienen gracias al retiro del Estado. En este caso, el entrerriano. Las islas frente a Rosario son jurisdicción de la Municipalidad de Victoria. Sus escasos recursos, más allá de una voluntad política cuestionada, dejan sin control público una extensión de alrededor de 360 mil hectáreas. Es tierra de nadie. O mejor, de los que la la ocupan. La bióloga de El Paraná no se toca pone como ejemplo de esa ausencia pública el hecho de que los terrenos insulares donados por el próspero comerciante Deliot a la ciudad donde hizo fortuna aún figuran a su nombre en los catastros de la ciudad entrerriana. «No se sabe quiénes son los dueños de las parcelas, o quiénes las usan y a nombre de quién», describe Paccotti. El descalabro administrativo torna inocuo el compromiso de prevenir y sancionar otra depredación en las islas: las quemas de pastizales como técnica para que vuelvan a crecer más tiernos y digeribles para el ganado.
El fallecido Deliot sigue vivo en el catastro
El Ejecutivo victoriense, ante las quejas de su par rosarino por el humo que invade la ciudad llevado por el viento, prometió detectar y multar a los infractores. «Van a cobrarle a Deliot, que murió en la década de 1940 y figura como propietario?», ironizó la ambientalista. Los incendios son una estrategia ancestral, pero hasta hace poco compatible con el humedal por su baja escala. Con el despliegue de la ganadería, se intensificaron y transformaron en un peligro. Pablo Los Aliados es el perfil de Facebook de otro integrante de El Paraná no se toca. Desde hace años se dedica a fotografiar fauna y flora isleña en un verdadero inventario de la vida del humedal. Publicó este año imágenes de animales muertos por el fuego –como tortugas– y vegetación quemada por las llamas. Entre ella, ejemplares de timbó, sauces o ceibos. Paccotti explica que todo ecosistema tiene mecanismos de renovación de la vida. El de las islas no es el fuego, como sí lo es el espinal o bosque seco. Sus animales y plantas están adaptados a esa dinámica. Árboles añosos con gruesas cortezas protectoras o raíces ignífugas son ejemplos de ese equilibrio. El humedal se controla en cambio por el agua, con las inundaciones. El hombre lo intenta al revés. «Utilizar la técnica del fuego es destructivo para los animales y las plantas. El fuego es raro en el humedal. No es natural a ese ecosistema», resume la bióloga.
Esas intervenciones, explica Paccotti, están motivadas por explotaciones comerciales que el ambiente no resiste. Y cita las palabras de un conocedor: un puestero. «La isla te deja hacer ganadería a una cierta escala y sin hacer nada, ni forzar la renovación de pastizales. Pero lo que se quiere hacer es otra cosa. Más de lo que la isla te deja», reproduce la bióloga las palabras del baqueano.