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Roa, aquel héroe de Saint Ettiene

No soy muy bueno con esto de hacer trabajar la memoria y la mayoría de los recuerdos que llegan de los Mundiales son esporádicas imágenes de alguna situación vivida en el marco del torneo y que se vuelven recurrentes por capricho, selección aleatoria, o vaya a saber uno por qué.

Así creo, (o elegí creer), que la final del 86 la vi en Funes en la casa del vecino de enfrente. Por ahí ni fue la final, pero me recuerdo sentado con amigos frente al televisor, algunos en el piso y otros en unos sillones. Puede ser que haya sido así, porque íbamos a Funes los fines de semana y la final es siempre un domingo.

Para el 90 ya la cábala fue verlo en Rosario, cada uno en su casa y luego salir a la vereda, o a la calle, porque en la cortada no solían pasar muchos autos. La imagen reiterada que aparece es la tragicomedia de reírnos para no llorar de la derrota ante Camerún, con mi hermano Damián y nuestros amigos Marcelo y Diego, que tenían un muñeco de El Hincha de Camerún, personaje de la historieta de Clemente en la contratapa de un diario nacional.

Así recuerdo también el fatídico 5-0 contra Colombia en las eliminatorias que me hizo llorar ya bastante grandulón, el intento de rescate de Maradona que sólo fue la ilusión que abrió el camino a otro golpe de nocaut en el 94, y también que en el 2002 cuando Bielsa sacó a Batistuta y puso a Crespo en el segundo tiempo frente a Suecia anuncié en la trasnoche con amigos que nos quedábamos afuera.

Más que nada recuerdo la paliza que me dieron apenas unos minutos después cuando Svensson (esto lo tuve que buscar) puso el 1-0 para Suecia. Porque debo reconocer que poco a poco aprendí, decidí o simplemente se dio, a no afectar mi humor con los resultados anecdóticos de Argentina, lo que genera una calma, tranquilidad y hasta capacidad de diversión que resulta incomprensible para el resto de la humanidad, ya sea la sección Deportes del diario o algún familiar cercano con quien toque compartir el evento.

Pero había que elegir un Mundial y me fui por las ramas, porque mi Mundial fue Francia 98, simplemente porque lo pude ver en la cancha. A decir verdad, fue el Mundial en el que menos partidos pude mirar, porque viajamos a Europa y vivimos en un motorhome tratando de llegar a los partidos que jugaba Argentina. Aterrizamos con la fase de grupos en marcha y no hubo forma de conseguir entradas para el partido contra Croacia, por lo que el tiempo se ocupó en varias opciones que brinda el verano europeo, pero luego empezó el trayecto para perseguir a los dirigentes argentinos encabezados por Grondona que nos vendieron 11 entradas y éramos 14.

Tras el sorteo (mi viejo y yo tuvimos buena suerte) y una larga caminata, en Saint Ettiene vivimos la impresionante jornada de victoria épica contra Inglaterra, y aquí otra vez la imagen que viene es la de la espalda de Roa festejando (él festejaba, no su espalda, yo veía su espalda), ya que tocó estar en la cabecera en la que se tiraron los penales.

Cuando entre playa y viaje pensaba en lo afortunados que habíamos sido, llegó el mal cálculo de Ayala, el golazo de Bergkamp que vi a lo lejos, desde la otra “popular”, y el golpe de Ortega a Van der Sar a metros de la tribuna en la que me quedé sentado durante largos minutos tratando de entender por qué la historia terminaba ahí en Marsella.

Y la verdad fue que pasado el mal trago, la historia continuó, con recorrido y viaje hasta Atenas, Grecia, porque en 1998 también había un Mundial de básquet, en el que Argentina comenzó a mostrar su enorme potencial a futuro con, por ejemplo, el debut de un tal Manu Ginóbili acompañado por Pepe Sánchez, Hugo Sconochini, Alejandro Montecchia y Fabricio Oberto. Justo en Atenas, donde apenas unos años después cambiarían la historia del básquet albiceleste para siempre. Debo reconocer que esos partidos sí me cambian el humor.

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