Es la tarde del 19 de enero de 1952. El calor del verano sofoca las calles del barrio de Vicente López. En una casa del conurbano bonaerense Víctor Elías Robledo Puch, un empleado respetado de la empresa General Motors, anota junto a las efemérides del día uno de los momentos más sublimes de su vida: “Nació mi hijo Carlos Eduardo. Es hermoso. Todos dicen que se parece a su madre”. Pero lo que ignora es que junto a su mujer Aída, acaban de traer al mundo a quien casi dos décadas más tarde se convertiría en el asesino múltiple más grande de la historia criminal del país.
Así como la vida fuera y dentro de la prisión de Carlos Robledo Puch fue y es noticia resonante, también lo son las crónicas y libros escritos sobre él. A poco de cumplir 48 años en la cárcel, vale recordar el libro El Ángel Negro (Ediciones Aguilar), del periodista Rodolfo Palacios quien reconstruyó, hace diez años, la vida “del Monstruo, el Gato Rojo, la Hiena, el Diablo con Cara de Niño” (entre tantos nombres con que la prensa de la época lo llamó), quien mató a sangre fría y por la espalda a once personas entre el 15 de marzo de 1971 y el 3 de febrero de 1972.
Aquel joven de 19 años, de rostro pálido, ojos celestes y rizos dorados sobre la frente que la Justicia halló culpable de cometer más de una decena de asesinatos atroces durante una desenfrenada carrera delictiva. Dos mujeres, siete custodios de los comercios que asaltó y dos de sus cómplices y únicos amigos, Quique Ibáñez y Víctor Somoza, fueron sus víctimas. Al último, luego de acribillarlo, le desfiguró el rostro y las huellas dactilares con un soplete para que la policía no lo identificara.
Las claves
El Ángel Negro no es una biografía novelada. Desde lo técnico, es una crónica que intercala diálogos intimistas y relatos que profundiza sobre Robledo y ensambla los engranajes de la máquina del terror, aún antes de que se activen sus primeros movimientos diabólicos.
El libro reúne datos personales y perfiles de sus padres y abuelos, fallos judiciales, peritajes médicos, recorridos por sus antiguos hogares, hechos concretos contados por amigos de la infancia y por familiares de las víctimas, entre muchos otros elementos. Pero el eje que lo vuelve fascinante lo conforman los interminables y agotadores encuentros del periodista con el asesino en el Penal de Sierra Chica, donde hace 47 años purga cadena perpetua, sin libertad condicional.
Palacios invade, observa e indaga para lograr una historia sólida con ambientes y climas exactos sin más soporte que la literatura. Asume los riesgos de la crónica, aunque no le fue fácil mantener la entereza emocional frente al Ángel de la Muerte, y después contarlo. En más de una ocasión, dice, le costó “sostenerle la mirada” o “darle la espalda a Robledo” dentro del penal. Afuera, la sombra del asesino no se quedó atrás: lo asedió durante meses enviándole cartas, lo que le ocasionó “algunos trastornos” en su vida privada.
Una conexión particular, acompañada de pequeños estados paranoicos, es la que establecieron asesino y periodista. Durante una de sus charlas, en que le preguntó en dónde viviría en caso de que la Justicia le otorgue la libertad condicional, el criminal respondió: “¡En tu casa! ¿Dónde querés que viva? Me tirás un colchoncito en el living y a otra cosa”. El delirio de persecución, entonces, no fue un hecho infundado.
Aún así, la seducción por penetrar en la mente de quien ocupó durante meses las primeras planas de la prensa argentina pesó más que cualquier otro efecto perturbador posible. Un detonador inmediato que disparó cinco años de trabajo y terminó en la reconstrucción de una historia ya contada por maestros como Osvaldo Soriano quien aseguró que para poder escribir sobre Robledo, pasaba días encerrado en su casa.
“Palacios reelabora la leyenda desde la percepción de un cronista experto –señala el prólogo del libro–, o ‘sobre todo’, como dice Martín Caparrós sobre el género— ‘la situación de una mirada” junto “al espesor de un buen relato’.