La primera pregunta que hace la abogada querellante Nadia Schujman es la misma para los tres: ¿Quién era tu papá? La respuesta que dan Florencia, Santiago y Julieta sobre Eduardo Garat coincide en varios puntos -era abogado, militante, escribano- pero la forma en que cada uno pudo armar sus recuerdos y la textura del dolor no es la misma. Las declaraciones suenan parecidas pero todas tienen algo singular. Cada uno de los tres hermanos contó a la Justicia, por primera vez en 45 años, quién fue Eduardo Héctor Garat, secuestrado la noche del 13 de abril de 1978 en la esquina de España y Santa Fe. Fue durante la última audiencia, el pasado lunes 27 de marzo en los Tribunales Federales de Rosario donde se investigan los crímenes cometidos en el marco de la cuarta elevación de la causa Guerrieri.
En esta oportunidad, declararon también Elsa Martín -la esposa de Garat al momento del secuestro y madre de sus tres hijos- y Roberto Pistacchia que estuvo detenido junto a Eduardo en abril de 1978.
Afuera del Tribunal, por Boulevard Oroño -entre Rioja y San Luis- amigas, amigos, familiares y militantes acompañaron a los testigos antes del inicio de la audiencia, algo que la mayoría de los familiares de desaparecidos y sobrevivientes del genocidio valora mucho. Cuando los cuatro -Elsa, Florencia, Santiago y Julieta- entraron al edificio lo hicieron envueltos de aplausos y gritos de aliento. De los que quedaron haciendo el aguante, algunos entraron a la sala, otros pasaron al anexo donde se transmitió en directo la audiencia y otros esperaron en la puerta.
La primera en tomar la palabra ante la jueza fue Elsa. Contó cómo conoció a Eduardo, quién fue, dónde estaba ella la noche del secuestro y cómo fueron los años que siguieron, cómo el concepto de desaparecido tiene efectos tan dolorosos que se mantienen a lo largo de décadas. Elsa estaba embarazada ocho meses -de Julieta- cuando fue el secuestro y la noticia le subió la presión por lo que se adelantó el parto. Dijo que por suerte en ese momento no sabía que los militares secuestraban mujeres embarazadas ni que se robaban bebés.
Todos los testimonios coincidieron en esto: Eduardo Garat salió de su casa la madrugada del 13 de abril de 1978 porque iba a acompañar a la esposa de un amigo que tenía que viajar sola con su bebé: ella necesitaba ir a la estación de tren para llegar a Ezeiza y así exiliarse del país. Al llegar a la casa, se dividieron con la cuñada de la mujer en dos esquinas para encontrar un taxi: él se quedó en la intersección de España y Santa Fe y ella en la de San Lorenzo. De una esquina a otra se podían ver. La desaparición ocurrió en segundos: de un momento a otro, ella sintió el ruido de unas puertas que se abrían y cerraban y volvió la vista inmediatamente a la esquina donde estaba Eduardo. Solo que él ya no estaba. Garat sigue desaparecido.
Los cuatro familiares subrayaron algo que marcó sus vidas desde entonces: el silencio. No se hablaba del tema en ningún lado. Elsa señaló que fue una de las cosas más terribles de la desaparición de su esposo: “El silencio en las respuestas”, por sus denuncias sin eco ante las fuerzas de seguridad provinciales y ante las fuerzas armadas- pero también por “el silencio que se le impone a uno por cuidados, por los riesgos, para que la gente no tuviera prejuicios”.
A esto también hizo referencia Santiago en su declaración: “Vivimos una infancia muy difícil, no se podía hablar de lo que le había pasado a mi papá. Nunca mentimos. Nunca nos mintió mi mamá. Pero íbamos a la escuela y no se podía hablar de eso. Tardamos muchos años en poder contarlo”. Justamente, ese momento llegaría a mediados de los noventa con las primeras reuniones de la agrupación HIJOS: “Nos encontramos con chicas y chicos que tenían la misma historia. Aprendimos a transformar eso en lucha. Florencia sobre todo”.
Su hermana mayor dedicó una buena parte de su declaración de una hora para hablar de ese momento de sus vidas, del alivio, del amor, de la red de contención, del cruce entre afectos y política que posibilitó ese espacio, que seguramente -puntualizó- no le salvó la vida porque hubiese tenido otra, pero una muy distinta a la que pudo tener gracias a HIJOS.
Hubo una enorme dificultad a la que se vieron sometidos desde el secuestro: cómo reconstruir la historia en el marco de una represión estatal feroz y clandestina en el que se encontraron con muy pocos testimonios que dieran cuenta de los últimos días de Garat.
Santiago Mac Guire fue el primero en dar una pista. Casi al final de la dictadura, gracias a la esposa de él, Elsa pudo hablar cuando todavía estaba detenido y le confirmó que habían estado secuestrados en el mismo lugar: «Ceferino Namuncurá» en Funes, que pertenecía a Los Salesianos. El lugar aún no fue reconocido como Centro Clandestino de Detención -CCD- pero la querella requerirá su inspección luego de la próxima audiencia, cuando declare la familia Mac Guire.
El ex sacerdote tercermundista -que dejó sus hábitos, se casó y tuvo cuatro hijos- denunció por primera vez los tormentos a los que fue sometido ante la Conadep -Comisión Nacional por la Desaparición de Personas- en 1984, pero falleció en 2001 por lo que nunca pudo declarar ante la Justicia. Su familia se constituyó como querella para este juicio.
La segunda persona que nombró a Garat como compañero de cautiverio, fue Roberto Pistacchia que declaró también el pasado lunes. Su relato llegó de manera inesperada en 2009, más de 30 años después del secuestro. Después de hacer un trabajo de carpintería para Carlos, hermano de Eduardo Garat, preguntó si tenía algo que ver con Eduardo. Así fue que contó su historia y confirmaría algo que para la familia fue muy doloroso: que Garat sufrió días de torturas antes de su muerte.
Así lo narró Florencia: “Ese relato para mí fue muy terrible porque vino a acabar con una idea que había tenido siempre desde mi infancia, una idea tranquilizadora que fue imaginarme siempre que había sido todo muy rápido, que no había habido días para pensar”.
Pistacchia refirió que pasaron varios días en ese lugar y dio detalles sobre las condiciones del secuestro: manos esposadas a la pared, tabicados, simulacros de fusilamientos y torturas. “Dijo que mi papá y él habían hablado, sabían los nombres, mi papá le había dicho que mi mamá estaba embarazada. Que él les daba palabras de ánimo. Fue un momento muy difícil por esto que digo: no me había imaginado nunca esta conciencia del paso de los días”.
Además ese mismo año que apareció Pistachia en sus vidas, se estrenó en la ciudad un documental sobre los Rosariazos -una rebelión popular reprimida ferozmente por la dictadura de Onganía- en 1969. Para la familia Garat fue impactante: había imágenes en movimiento de Eduardo, escapando de la Policía, corriendo en la esquina de Moreno y Córdoba (donde hoy está el Museo de la Memoria), girando su torso y rostro y viendo de lleno a la cámara.
Retazos de memoria
Declararon en este orden: Elsa, Florencia, Santiago y Julieta. Además de lo ya mencionado, Elsa habló de las dificultades económicas de tener que mantener a sus hijos y de las trabas burocráticas que le pusieron en distintos ámbitos. Que su situación recién se ordenaría con el retorno democrático en 1983, cuando consiguió un cargo como docente en la Facultad de Psicología, casa de estudios donde se graduó.
“Antes de empezar quería contar un poco cómo llego yo a esta testimonial”, así empezó la declaración de Florencia, la primera hija de Eduardo y Elsa. Al momento de la desaparición de su papá, recién empezaba primer grado. Contó que no tiene recuerdos de él sino a través de su mamá. Que de segundo grado no se acuerda nada, ni de la maestra.
“Vengo a hablar de una vida que no debió morir”, dijo mientras el anexo donde muchas de sus amigas la escuchaban se llenaba de ruidos de lágrimas y pañuelitos que se abrían.
“Voy a realizar mi propia cronología que me ordena más”, y propuso, a continuación, un resumen de su vida para poder dar cuenta de la vida de su papá y de todo lo que precipitó su desaparición.
Se valió de los distintos recursos tomó a lo largo de su vida para construir su propia Memoria: citó canciones, habló de su trabajo como artista y de su militancia política, de sus fantasías y confusiones infantiles y narró un sueño que tuvo cuando se enteró del inicio del juicio.
“Ya no quiero vivir así, repitiendo las agonías del pasado”, cantó Charly García en “Canción de dos por tres” y Florencia lo repitió ante el Tribunal. “Tenemos algo para decir, no es la misma canción de dos por tres, las cosas ya no son como las ves”, termina el tema y ella lo trajo a colación para decirle a la jueza que a veces puede parecer que en los juicios de lesa humanidad se dicen cosas parecidas pero que cada uno tiene siempre algo muy singular para decir: “Espero que hoy me puedan escuchar”.
Florencia habló mucho de cómo pensó ese lugar -de testigo que declara, de hermana mayor, de la propia sala de audiencia, de la instancia judicial-, del dolor que implica y de sentir a la sala de audiencia como una isla “a la que se llega nadando en un mar que estas personas llenaron de cadáveres”.
“Me resulta complicado este papel autoimpuesto de la memoria, de la hermana mayor. Creo que en mi vida la memoria ocupó muchísimo tiempo y espacio trayéndome algunas dificultades para otras cosas. Creo que en ese lugar donde quedamos parece que tenemos más un deber que un derecho: estar constantemente recordando, trayendo al presente algo que durante tantos años parecía que a nadie le importaba”.
Ese estado de memoria permanente fue en algunos momentos una tarea minuciosa y organizada: cuando en Argentina se retomaron los procesos judiciales contra los genocidas, agrupaciones como HIJOS tomaron la posta en la investigación de los casos. No sólo como construcción de prueba sino para dar cuenta de la vida que tuvieron las personas desaparecidas: sus ideas políticas, sus pasiones, sus trayectos profesionales, sus discusiones.
“Este lugar lo pensé también como un lugar donde dar examen o donde dar un discurso performático sobre la memoria. Me sentí super exigida. Después lo fui pensando como un lugar donde no tiene que entrar todo sino lo que se puede, según como me siento”, detalló mientras ordenaba sus papeles con anotaciones en el escritorio donde estaba sentada frente al micrófono.
Una de las consignas más populares del feminismo en los últimos años dicta que “lo personal es político” y, además de ser un movimiento del que Florencia se siente parte, su testimonio se hizo eco de esta idea. Contó un sueño que tuvo cuando Nadia Shujman -la mujer que representa su querella, que también es su amiga y que hace cada pregunta a los testigos con mucha calidez- le dijo que se acercaba el juicio.
“Soñé que iba caminando por la calle y encontraba el auto de mi papá mal estacionado, viejo y en mal estado. Me subía al auto, yo no sé manejar, pero lo llevaba a hasta la casa de mi hermana y decía que lo teníamos que estacionar en un lugar mejor”, dijo. Nombró que en un momento tenía miedo de que la detengan pero lo que terminó subrayando fue esto: “Hoy venimos a estacionar el auto de mi papá en un lugar mejor. Es lo que pretendo de la Justicia en este momento. Aún habiendo pasado tantos años creo que también es importante que quede inscrito en la Justicia”
Un duelo que parece interminable
Elsa recordó el llanto de Florencia cuando le contó que no sabía dónde estaba su papá y que una maestra de Santiago llamó a su casa cuando él no quiso dibujar una carta por el Día del Padre. Florencia recordó una expresión usó como defensa cuando le preguntaban por su papá: “es un desaparecido político”. Así, puntualizó, se terminaban las preguntas de los chicos y de los grandes también.
Julieta fue la última en declarar. Nació seis días después de la desaparición de su papá. “Cómo hablar de mi papá si no lo conocí, qué voy a decir yo”, eso, dijo, pensó primero. Muchos han estado en su misma situación y declaran igual: “Lo sabía pero pero me salió eso porque siempre me pesó mucho no llegarlo a conocer”. Como si ser hija de un desaparecido así, a diferencia de sus dos hermanos mayores, supusiera otra condición: “Como si mi propia historia no me perteneciera del todo”.
“Mi mamá siempre contó la verdad. Yo le decía papá a la pareja de mi mamá y un primo un día me dijo que no le dijera papá a Jorge porque yo tenía un papá y podía volver. Y no se lo dije más aunque lo era o es para mí y me quedé con esa ilusión de que él pudiera volver en algún momento. Sabía que era como una fantasía”.
Habló de los distintos mecanismos que tuvo para defenderse frente a esa falta: “Como no lo había conocido pensaba que quizá él sí me había podido conocer. Como si de alguna manera nos pudiera ver por la ventana”. A pesar de eso, Julieta contó algo que trae cierto alivio: su papá la esperaba, acompañó a Elsa durante el embarazo, la imaginó y conoció su nombre.
Gran parte de su testimonio lo dijo entre lágrimas, como su hermano Santiago que tuvo que frenar algunas veces hasta para dirigirse directamente contra Daniel Amelong, el único genocida presente en la sala, que hizo una más de sus tantas provocaciones a familiares y sobrevivientes.
Santiago dijo las mismas referencias de sus hermanas sobre la vida de su papá y aportó dos datos: primero, que su papá tocaba el piano, un poco “desafinado” dijo con una sonrisa; el segundo, que formó parte de la Comisión Investigadora por la desaparición de Tacuarita Brandazza, registrado por la Conadep como el primer desaparecido de Argentina en 1972.
En su testimonió repasó los distintos momentos políticos por los que pasó el país, desde los indultos y por consiguiente escraches a genocidas en los noventa hasta el proceso de memoria que posibilitó la gestión de Néstior Kirchner desde 2003: “Este país sería muy distinto si no se hubiera llevado a una generación entera de estudiantes, militantes, profesionales”.
“Después del proceso del kirchnerismo tuvimos que padecer cuatro años de un gobierno que desde las más altas esferas puso en cuestión de nuevo la cantidad de desaparecidos como si nosotros tuviéramos la responsabilidad de saber cuántos fueron. Si ellos hacían todo en la sombra”, arremetió.
“Todavía ni siquiera sabemos qué día mataron a mi papá. Lo recordamos el 13 de abril porque es el día que sabemos que lo secuestraron. No sabemos qué día lo mataron ni dónde están sus restos. Es terrible esta situación. Lo que queremos es saber la verdad y que se haga justicia”, dijo casi en un ruego.
“La justicia está en manos de ustedes, dependemos de ustedes”, y puntualizó que los acusados “saben dónde están los nietos y dónde están los restos de mi papá”.
“No tener un lugar donde ir a recordarlo es terrible, es muy difícil. Es un duelo que parece interminable. Creo que lo vamos a empezar a cerrar hoy y si algún día nos devuelven los restos ahí vamos a poder cerrar toda esta historia”
“Creo que vivimos para que esto no pueda pasar nunca más. Para que nunca más ni en nuestro país ni en otro lugar existan los delitos que se cometieron en Argentina entre 76 y 83. Vivimos para que se hagan estos juicios”, concluyó y pidió leer este poema que escribió:
Patean la puerta, entran.
Insultan, escupen, empujan, golpean.
Saquean.
Secuestran, torturan.
Arrancan uñas, queman, picanean.
Meten agujas de tejer en vientres de embarazadas.
Violan, hacen parir, se roban los bebés.
Tiran cuerpos vivos desde un avión.
Venden el país.
Fusilan, matan, asesinan.
Asesinan.
Son juzgados, culpables, condenados.
Apelan a la Obediencia Debida, al Punto Final.
Son indultados.
Andan sueltos. Son escrachados.
Sus cuadros son descolgados.
Son juzgados, culpables, condenados.
Vuelven.
Son apoyados, defendidos, reivindicados.
Se animan, piden prisión domiciliaria.
Andan sueltos. Son escrachados.
Son asesinos. Son asesinos. Son asesinos.
Son asesinos.
“Son asesinos, Amelong, asesino”, dijo Santiago, mientras giró para mirar a la cara a uno de los verdugos de su papá y el de tantos.