Por Ana Martínez Quinajo / ámbito.com
La semana pasada en el Museo Juan B. Castagnino y, con un clima de genuina celebración, se inauguró el Salón de Diseño del Diario «La Capital», que cumple diez años con esta edición. Ha pasado ya una década desde que la Fundación La Capital y el Museo Castagnino+Macro organizaron el Salón dedicado al diseño de objetos contemporáneos, y este nuevo encuentro corrobora, una vez más, el parentesco del diseño con el arte. No obstante, el diseño es una disciplina que no esconde sino que, por el contrario, pone de manifiesto su vocación social y sus fines utilitarios. Fines materiales, que si bien son un pecado para el arte considerado autónomo, independiente, que no está al servicio de nada ni de nadie, resultan ser en gran medida el motivo y la razón de ser del diseño, más allá de la ambición común que ambas disciplinas podrían llegar a compartir: estetizar y brindarle un placer especial a la vida de la gente. En este sentido, el catálogo que se editó este año y que presenta no sólo a los ganadores del Salón actual sino también a los anteriores, rinde debida cuenta del objetivo de aportar belleza y gracia a la existencia cotidiana. Allí está el «Salvavidas», o el «Rescate de vajilla deforme», de Leo Battistelli premiado en 2010, y el primer Premio Adquisición de este año otorgado a Romina Lampert, por «Erre/Trude Objeto Lumínico modular», unos portalámparas de gabardina con cremalleras que posibilitan abrirlas o cerrarlas y también ampliarlas.
Cada categoría lleva su premio y el de Accesorios y Joyería lo ganó Tamara Lisenberg con un collar de bambú; el de Escritorio fue para Sebastián Aulicio por su alcancía «Gochu», un cerdito dado vuelta, y en la categoría Lúdico/Infantil, Gabriela Di Franco y su «Gallina Rodante» se llevaron el galardón.
Uno de los objetos más llamativos del Salón es el «Sillón Kómodo» de Mauro y Lisandro Arévalo, realizado con los clásicos carritos de los supermercados y ganador del premio al área Experimental. Hubo menciones para Eugenio Gomez Llambi, Iván López Prystajko, Alejandro Sarmiento y Marina Massone; mientras algunos productos, como las lámparas de Lampert, fueron designados por una firma para su posible comercialización.
El jurado del Salón estuvo integrado por Mauro Guzmán, Dolores Navarro Ocampo (Puro Diseño), Marcela Römer (directora del Museo Castagnino+macro), Fernando Farina (director del Fondo Nacional de las Artes), Anabella Rondina, (Centro Metropolitano de Diseño), Gerardo Glusman, (Talleres Chicago e Interior) y Arturo Grimaldi (fundador de la tienda del Malba).
Además de los 29 diseños seleccionados para este Salón, el Museo exhibe el resultado del programa Artistas e Industrias, residencias del proyecto Castagnino+Macro en la Cristalería San Carlos y las obras de Mónica Van Asperen que son el resultado de esta experiencia. Luego, el amplio panorama del diseño concluye con una exposición de las alfombras, la cestería, los bordados, objetos y tapices realizados en los Talleres de Transferencia del Centro Cultural El Obrador, espacio de la zona Oeste rosarina donde el Museo y la Fundación trabajan juntamente con la comunidad.
Imola y Da Rin: un duelo de vida o muerte
En el Museo del Diario La Capital, espacio de arte contemporáneo donde en la actualidad se exhiben las obras (esculturas, dibujos, instalación y video) de la rosarina Fabiana Imola, junto a las inmensas fotografías de la porteña Flavia Da Rin. La muestra se llama «La imagen como conjuro» y reúne las fuerzas de la naturaleza, presentadas por Imola, y algunas escenas escabrosas del acontecer social, personificadas literalmente por Da Rin, ya que ella encarna los personajes de sus fotografías. Ambas son artistas talentosas y ambas debaten sobre la vida y la muerte.
«¿Qué es la vida?», parecen preguntarse. Si bien las dos artistas parten de lugares geográficamente cercanos y acarrean trayectorias similares, las respuestas que elaboran son estilísticamente distantes.
El espectador de la muestra curada por Fernando Farina, tiende a interpretar, ante la primera mirada, que el eterno devenir del río y las formas ornamentales de las plantas de Imola simbolizan la vida. Pero Imola presenta un árbol desgajado, con sus raíces al aire.
Da Rin no es menos dramática: sus imágenes se inspiran en la tragedia de Oskar Matzerath, el pequeño que se resiste a crecer de la película de Volker Schlöndorf, «El tambor», basada en la novela de Günter Grass. Su Oskar, víctima y denunciante de una sociedad hipócrita y mentirosa, aparece retratado en una cama de hospital. El duelo está representado por unas mujeres que expresan su dolor y llaman la atención por la elegancia suprema de sus atuendos. En una obra tanto o más elocuente que un cartel publicitario, la moda juega un papel muy importante, el afanoso cuidado de los detalles refleja la vanidad y frivolidad de los protagonistas. De este modo, a la sinceridad de los gestos de dolor se contrapone el artificio de las puestas en escena.
Las obras de Da Rin, como en las de Imola, establecen un contrapunto entre el sentimiento que inspira la muerte y la cautivante belleza del contexto donde se desarrolla el drama, ambas descubren universos cambiantes e inestables.
Las perturbadoras ficciones de Da Rin están para ser interpretadas; mientras, el universo de Imola, áspero y real, viene a confirmar -según el crítico Hernan Rossi- la vuelta a sus orígenes.
Glorificación de unos amores que ya no son
El significativo título de la muestra de Tru-lalala (el dueto artístico integrado por Claudia del Río y Carlos Herrera) remite de inmediato a la idea de la muerte. Unas urnas de cristal se yerguen majestuosas sobre sus altos pedestales en la galería Darkhaus, el nuevo espacio de exposiciones de una sofisticada casa de diseño de la calle Corrientes, que cuenta con el trabajo curatorial de Lila Siegrist y Pablo Montini.
«¿Cuánto pesa el amor?», cuestionan los artistas rosarinos, parodiando de este modo a quienes creen que el alma pesa 21 gramos y que desaparece del cuerpo con la muerte. Lejos, no obstante, de cualquier especulación científica, la pregunta es eminentemente poética. Las urnas de cristal profusamente biselado contienen en su interior un puñado de arroz y así confirman que su función es resguardar el hálito de una vida amorosa que pasó. Por su parte, el arroz suscita el recuerdo lejano de esas lluvias de granos y los bulliciosos augurios de felicidad destinados a las parejas de amantes.
Las copas no sólo ostentan el fulgor de las decenas de pequeños diamantes engarzados en su superficie, sino también el de las pequeñas calaveras grabadas en oro puro. Son símbolos que, desde las vanitas (vanitatum omnia, vanidad de vanidades) del Barroco hasta las obras actuales del británico Damien Hirst, invitan a evocar la fugacidad de la vida y el destino inexorable de la muerte.