A metros de la estridente avenida Pellegrini, por donde miles de caminantes y vehículos transitan diariamente, en las profundidades de la tierra donde la luz natural no llega, existe un Edén. Allí, cada día, los superhéroes más famosos de la ciencia ficción se corporizan nutriéndose con la evocación de otros héroes de carne y hueso que escribieron la historia que hoy nos acunan y forjaron un camino que sigue aceptando pasos y caminantes. El lugar no es secreto pero con la vista casual y panorámica no alcanza. Para ingresar se requiere pocas cosas pero sí un ejercicio práctico que ponga en juego la mirada y el cuerpo.
Se denomina Renacimiento por una serie de asuntos personales de su creador, el escultor, artista, docente y gestor cultural Sandro Alzugaray, un ser sensible que encontró en las artes una forma de ser con mayúsculas que hoy configura todo su presente. En ese multiespacio situado en Alem 1683, donde en el pasado funcionó un gimnasio dedicado al entrenamiento de boxeo, recibe diariamente a personas muy disímiles que buscan hallar, manifestar o practicar una forma personal de expresión. Y con sus prácticas auxilia (y se ayuda) a fortalecer el pulso sensible, un cable a tierra colectivo, que da pelea frente al monstruo de la individualidad.
En Renacimiento, Sandro conjuga sus dos pasiones más visibles: el tango y la escultura. Dicta clases de modelación para medio centenar de alumnos. Y lo combina con milongas de tango para mantener viva la identidad de un género que requiere de alma, sangre, cuerpo y mucha pasión, que a Sandro le sobra. Tiene 42 años y habla de dar, de entregarse, de compartir y de poner en práctica la mirada: Desde adentro hacia fuera para que las cosas sucedan.
Hace un año y medio conoció a Wally, un chico de tres años con un síndrome degenerativo celular. Su mundo interior cambió y sintió que debía empezar a accionar en otros lugares: “Si bien me llegaban elogios como escultor y artista, eso no me llenaba el alma. Sentía que tenía que empezar a hacer cosas para que sucedan otras”, dice en un encuentro con El Ciudadano. Y así nacieron las milongas solidarias para juntar fondos.
El tango es un espacio transformador para Sandro. Cuenta que cuando tenía 20 años no entendía la mística del género: “La pasión, el dolor, el amor”, enumera, pero que luego lo agarró y no lo soltó más.
¿Qué ocurre en una milonga? “Te abrazas a alguien que está igual que vos. Y hay pasión, entrega”, expresa con profundo sentir, emocionado.
La conversación tiene lugar en una fría mañana de finales de junio, en que algunos –incluido este cronista– creen ver caer aguanieve como pequeñas gotas de condensación. Las paredes del espacio están cubiertas de esculturas en proceso: superhéroes de distinto tamaño, peso y color. Y por allí comienza la charla.
El anfitrión cuenta que la mayoría de sus alumnos de escultura son personas comunes, entendiéndose por ellos personas que no eligieron el arte como trabajo y dedicación de vida. Y cita: “Gente normal que busca un hobby que pueda sacarlo de su cotidiano y homenajear a un héroe de la infancia”. Y agrega: “La gente viene porque quiere cortar con la cabeza en una actividad que le propone investigar algo de la infancia”.
El grupo con el que Sandro se pone el delantal de docente se llama “Escultura con fantasía” y funciona desde hace siete años. Él, en la intimidad, practica el modelado desde hace dos décadas.
La escultura apareció en su vida como una necesidad expresiva de otra, el dibujo, que dejó de llenarlo. Pero ¿se nace artista o se hace? “Siempre cito el ejemplo de Lionel Messi. Él, es un crack total desde los 4 años y hoy sigue practicando tiros libres. Podés ser muy bueno de arranque, tener la chispa interior, la potencialidad o la predisposición a manejar una técnica, pero si luego no lo cultivas, no lo regás, se muere”.
Su contacto con el arte comenzó a los cuatro años. Desde muy chico dibujaba y esa forma de expresión, de comunicación le duró hasta los once o doce años, no recuerda con precisión. “Luego a los veinte me volví a encontrar fuertemente. Pero me daba cuenta que no me alcanzaba. Y a los 22 empecé a hacer la primera experiencia con el modelado”, cuenta y recuerda que era una época donde no había internet y todo se basaba en prueba y error. Había que invertir mucha plata y tiempo. Luego aparecieron las redes sociales, pudo aprender de técnicas y de a poco fue mostrando sus trabajos y la gente lo fue reconociendo a nivel nacional.
De la necesidad expresiva a la comunicación y de ahí al trabajo, a la profesionalización. La escultura comenzó en la vida de Sandro a ser un lenguaje, una forma de decir. “Por muchos años fue una necesidad como respirar”, confía y cuenta que al comienzo no mostraba a nadie sus trabajos: “Mis primeros siete años estuve recluido de la sociedad, era un Frankestein”.
Para Sandro, Messi simboliza el profesionalismo, el cuidado, la humildad y la familia. Hace unos años realizó un monumento al ídolo rosarino que sueña enclavar en algún espacio público de la ciudad natal de ambos “homenajearlo y que los chicos lo puedan disfrutar”.
“¿Es tu supehéroe?”, pregunta este cronista. “Es un gran emblema. Y como sociedad nos debemos preguntar qué hacemos con esos íconos que dejamos pasar. Se me viene a la cabeza el Negro Fontanarrosa, al que se lo reconoció cuando estaba ya muy complicado de salud”.
El cielo de los maestros
En multiespacio Renacimiento no pasa desapercibido un gran mural de siete metros de longitud. La obra, del propio Alzugaray, devuelve el centro a sus ídolos para que sean protagonistas de los encuentros de tango que realiza todos los viernes desde las 22. Son grandes maestros del tango que vuelan en un cielo subterráneo: Aníbal Troilo, el Polaco Goyeneche, Nelly Omar, Osvaldo Pugliese, Juan D’Arienzo, Tita Merello, Nina Miranda, Carlos Gardel. “No está terminado, faltan angelitos y nubes. Seguirá en el techo hasta cubrirlo. Será un cielo donde los bailarines tengamos a ellos cerquita. Son los íconos de cada milonga”, dice mientras recuerda que lleva casi un mes y medio de trabajo.
Las pasiones plásticas y musicales son una misma búsqueda en la vida de este gestor. Cuando Sandro era pequeño y antes de entrar en la adolescencia, su madre salía con un milonguero que tenía una orquesta que sonaba cada fin de semana en el Club Sportivo Constitución en el barrio de Echesortu. “Recuerdo que íbamos todos los fines de semana a la milonga. Ella era la cajera y yo dibujaba. Ya de adolescente empecé a curtir otra onda con pelo largo, botas tejanas y camperas de cuero, más cercano al rock. Era ir a la milonga vestido como (de la banda) Van Halen (risas). Nada que ver. Trabajaba en la milonga como plomo, armando la orquesta a las 8 de la noche y desarmándola a las 4 de la mañana. Un día cerró y me alejé del tango”. Pero esa distancia se cortó tras una década.
Una noche un amigo le pidió que lo acompañara a una milonga en El Levante. “No me gustaba la idea pero cuando entré (respira profundo) fue un impacto tan fuerte, tan profundo, un sopapo a la mandíbula. Me di cuenta que me apasionaba, que me enamoré. Empecé a bailar tango y ya hace diez años que lo hago”.
El lado B del Renacimiento
Todo escenario tiene un lado B. Y en el multiespacio Renacimiento también existe una intimidad. Una taza de café recién preparado sirvió para amenizar la fría mañana. La calidez manifiesta del anfitrión abrió paso a una charla inesperada. Es la habitación que Sandro utiliza para reuniones. Una mesa en el centro y algunas sillas, una repisa con pocos libros, utensilios de cocina. Las paredes vestidas con cuadros de distintas dimensiones y temáticas. Suena una música instrumental lenta y armónica con preponderancia de flautas tibetanas especial para meditar. Algunas esculturas copan la oficina: hay Budas de cerámica y símbolos de meditación y espiritualidad. En un costado, una pequeña fotografía llama la atención. Es en blanco y negro y parece antigua. Muestra a un anciano con rasgos indios. “¿Quién es?”, consulta el cronista: “Baba Muktananda”, responde Sandro. Y suma: “Es mi abuelo”.
“Nació en la India y fue un gran maestro de meditación. Era un gran meditador, un gran maestro de yoga, una gran persona que ayudaba a la gente, con mucha paz interior”. Sandro expresa una profunda admiración por su abuelo, al que no llegó a conocer: murió hace unos 40 años. Y él cultiva ahora su memoria como un legado consciente.
De la introspección a la acción
Un día la prima de Sandro le contó una noticia. Había un niño que debía hacerse un estudio en Estados Unidos y no podía juntar la plata para pagar los gastos. “El peluquero donó su trabajo, el tachero unos viajes, el carnicero comida, y yo empecé a hacer eventos donde sorteaba esculturas. Se llenaban y los alumnos compraban números. Juntamos plata que entregábamos a la familia. Y le dábamos un panorama un poco más alentador. Llevamos unas seis actividades solidarias. Ahí empecé a entender que este lugar tenía que ser habitual y cercano”, cuenta Sandro.
En una cumbre introspectiva, el artista y gestor dice que hace rato hace meditación con su maestro. La finalidad: “Ver las cosas desde otro lugar”, si no, opina: “El arte que termina sanando no sana nada. Si yo quiero sanar algo en mí pero no me conmuevo con una persona que pide en la calle o con un pibe de tres años que no tiene con qué pagar un tratamiento, ¿para qué sirve el arte?”.
Así, mirando desde y hacia lo colectivo, en el final de la charla (que se extendió por fuera de estas líneas), dice que cuando la gente se da cuenta de mirar y pensar en el otro “al mismo tiempo se hace bien a sí misma”. Y en ese sentido, con una enseñanza que su abuelo seguramente compartiría, sintetiza: “Las cosas tienen que empezar a cambiar desde adentro. Si no ayudamos al que está acá a la vuelta, estamos perdidos. Pero tiene que nacer de cada uno el altruismo de verdad. De esto se sale estando en comunidad con el entorno, con una vida en cosmovisión. Y no pensando para mí, para el ego, para llenarme de plata”.