Ya nadie sostiene que los conquistadores españoles “descubrieron” una geografía que estaba profusamente habitada cuando, a mediados del siglo XV, pisaron lo que después llamaron América. En lo que respecta al sur de Santa Fe, hasta ahora se podía afirmar que la presencia de humanos se hundía a lo sumo dos milenios en el pasado. Pero un equipo de investigadores encabezado por antropólogos de la Universidad Nacional de Rosario pudo confirmar que esas tierras fueron transitadas y ocupadas mucho antes. Hace entre 8.000 y 9.000 años deambulaban por estos paisajes hombres y mujeres que se dedicaban a la caza y la recolección, y que se asentaban temporariamente en las riberas de los lagos a los que, se presume, le sumaban una gran trascendencia simbólica a su importancia para el sustento. Grupos que también enterraban allí a sus muertos, que posiblemente tenían la costumbre de trasladarse por vastas geografías y que ostentaban un profundo conocimiento de los materiales con los cuales construían sus herramientas.
Pero hay más: el reciente fechado por carbono 14 de huesos humanos y restos de fauna hallados en el departamento General Obligado es uno de los dos o tres indicios científicos de poblamientos más antiguos en toda Latinoamérica. Lo que, a su vez, abre otra hipótesis: esas comunidades podrían haber convivido con los grandes mamíferos que caracterizaron el período geológico del Holoceno medio y tardío, y que se extinguieron poco después.
El hallazgo ocurrió en la laguna El Doce, a 7 kilómetros de la localidad de San Eduardo, y tiene su propia historia. El antropólogo Juan David Ávila estuvo allí en 1995, como estudiante, porque en el lugar ya se habían encontrado restos óseos de vieja data. Pero volvió en 2003, esta vez como co-director del proyecto del Instituto de Investigaciones de la Facultad de Humanidades y Artes de la UNR, por noticias que prometían avances en la indagación del remoto pasado humano en esa región.
“Las inundaciones de 1999 en la Pampa húmeda afectaron el sur de Santa Fe, lo que hizo subir el nivel de La Picasa, entre otras muchas lagunas. A fines de 2002 las aguas empezaron a bajar, pero antes habían comido gran parte de las barrancas y, cuando se retiraron, dejaron en la superficie de las playas los materiales arqueológicos”, explica Ávila. “Una persona que trabajaba un campo lindero a la laguna El Doce, José Bustos, casi se desbarranca con su vehículo en el terreno horadado por la inundación, y observó material que presumió arqueológico. Le avisó al historiador de Venado Tuerto Roberto Landaburu, quien llamó al director de nuestro proyecto, Carlos Cerutti, al que conocía porque había trabajado en la laguna”, relata el antropólogo de la UNR.
Volvieron al sitio, hicieron excavaciones y recolecciones superficiales, se acercaron a los pobladores y autoridades locales y hasta se contactaron con representantes de las comunidades originarias, con quienes participaron al borde de la laguna de una ceremonia de “permiso” para desenterrar esos vestigios de un pasado que les pertenece y les ayuda a reconstruir identidades “desaparecidas” por la historia oficial.
Hundiéndose en el pasado
Así llegó la recompensa al trabajo. Enviados los materiales para su datación a la Universidad estadounidense de Arizona –sus características no permitieron realizar los estudios en el país–, los fechados de carbono 14 sobre un diente humano arrojaron una antigüedad de 8.270 años antes del presente (AP), y de 7.026 para restos de Lama guanicoe (guanaco).
“Los anteriores fechados daban materiales de unos 2 mil años. Nos llevamos una sorpresa. Porque estamos hablando de otros cambios climáticos que atravesaron el proceso de asentamiento humano en ese lugar. Entre el 12000 y el 10000 antes del presente terminaba la era de hielo y empezaba un proceso lento hacia un clima más cálido, que alcanza su plenitud alrededor de 6.500 años atrás para después volver hacia un clima más frío. Y eso lo vemos con la presencia del guanaco en la zona, que es de clima frío y hoy está detraído hacia la Patagonia”, cuenta Ávila, que está centrado en la indagación de las tecnologías líticas (con piedras) de los primeros humanos. “Esto abre la posibilidad de la coexistencia con la megafauna, los grandes mamíferos que se extinguieron hacia el 10 mil AP, en el sur de Santa fe. Ya hay evidencia de ello más al sur, en la localidad bonaerense de Tres Arroyos”, explica el antropólogo.
Mucho más que un interés técnico
El equipo de la UNR estudia, si bien que desde la arqueología, mucho más: los procesos culturales y ambientales, la organización social de los grupos humanos, los usos del espacio, los recursos explotados y el impacto que las actividades de estas sociedades dejaron en el paisaje.
“Empezamos a charlar con la gente, porque había desconocimiento vinculado a la negación de ese pasado remoto. Entonces, es importante discutir con las localidades sobre la importancia de tener historia, que no es de apenas 200 o 300 años” sino que se remonta varios miles, enfatiza Ávila.
“En el equipo hay docentes de la UNR, becarios del Conicet que hacen sus tesis doctorales, como Gimena Cornaglia, sobre fauna. Yo la hago sobre tecnología lítica. Ahí lo que vemos es que hay una gran variedad de rocas que venían de diferentes lugares. Para eso trabajo con gente de Geología de la Universidad de la Plata o de Ingeniería de la UNR, hacemos los cortes petrográficos para ver las posibles procedencias. Lo que vemos es que hay elementos fabricados en piedra como raspadores, cuchillos, perforadores, puntas de proyectiles, artefactos de molienda y una gran variedad de lanzas, con rocas provenientes del sistema serrano de Tandilia o el de Ventania, en Buenos Aires, de Córdoba o de San Luis”, refiere el antropólogo. Y ahí surgen las hipótesis: “Suponemos que estos grupos deben haber tenido una gran movilidad”, dice, aunque aclara que también puede atribuirse al “intercambio de materias primas con otros grupos para la fabricación de instrumentos”. Igual, lo que sorprende –señala Ávila– es la precisión en la elección de las rocas más aptas para cada uno de los usos.
Continuidad de la historia
“Aparte de la investigación arqueológica, propiciamos vínculos con representantes de organizaciones de pueblos originarios. En este caso fue con Amanda Colihueque, lonco (jefa de comunidad) de la Organización Pueblo Nación Mapuche. Con ella trabajamos porque vemos una continuidad en el tiempo que puede llegar al contacto con los europeos en el siglo XIX. Estamos trabajando en la recuperación de la identidad o las descendencias”, explica Ávila.
Los mapuches son originarios del sur, pero incursionaron en estos territorios y a su vez, con posteriores migraciones, recibieron el aporte de querandíes y otras etnias (todos nombres impuestos despectivamente por otras tribus y adoptados o transformados por los conquistadores, porque aquellos con los cuales se nombraban a sí mismos se perdieron).
“Estamos buscando esos vínculos”, resume Ávila el espíritu del proyecto que encabeza. Y queda claro que no se trata de recolectar huesos o herramientas, ni de establecer récords de antigüedad, sino de la reconstrucción de esa otra historia que aún falta contar para incluirla en el presente.