Un poco más de un año atrás, el 1° de agosto de 2017, buena parte del país se conmocionaba con una noticia que luego traería aparejada una intencionalidad manifiesta de las fuerzas dependientes del ministerio de Seguridad de la Nación: la de reprimir violentamente cualquier protesta social o política sin importar las consecuencias. En el sur del país, en tierra patagónica, en la localidad de Cushamen, desaparecía un hombre joven, de 28 años, que se encontraba apoyando el reclamo de la comunidad originaria mapuche por sus tierras cuando fueron atacados por personal de la Gendarmería. Hubo disparos de arma de fuego y corridas y cuando todo pareció calmarse, los compañeros mapuches de Santiago Maldonado, un artesano comprometido con las luchas de la comunidad que se encontraba en el lugar de las protestas contra la ocupación de tierras que los pueblos originarios reclaman como suyas, denunciaron su desaparición. A partir de allí una saga de confrontaciones profundizaría aquello que se conoce como grieta puesto que testigos dijeron que a Maldonado se lo habían llevado en una camioneta de la Gendarmería.
Boca cerrada
Al principio el gobierno nacional hizo mutis por el foro pero luego algunos elementos surgidos en la primera investigación lo hicieron abroquelar en una negación absoluta de cualquier responsabilidad en la desaparición del artesano. Mientras la ministra de Seguridad Bullrich se afanaba en repetir ante las cámaras de que no había ningún indicio del arresto de Maldonado, familiares del joven y organizaciones de derechos humanos hacían la denuncia de desaparición ante el Comité contra la Desaparición Forzada de la ONU, quien solicitó al Estado argentino que disponga de medidas para su búsqueda y localización. Y también la desaparición de alguien durante una protesta social y el desentendimiento del gobierno, que apeló a la prensa protectora para que tejiera pistas falsas sobre Maldonado –que decía, por ejemplo, que había gente que lo había visto en distintos lugares del país, en puestos de frontera incluso–, desencadenó un furibundo ida y vuelta entre quienes se alarmaron hasta el terror por un desaparecido en democracia –no era el primero, ya estaba Julio López– y aquellos que negaban –en sospechosa coincidencia– junto al gobierno en que tal hecho hubiera sucedido. Los grupos de whatsApp ardieron al rojo vivo con encendidas defensas de cada posición pero lo cierto es que los días pasaban sin que hubiera noticia de Santiago pese a que los fiscales y jueces de la causa iban cambiando a medida que el expediente sumaba más carillas. Acusando la demanda social de “aparición con vida” de Maldonado, en la que participaron las más diversas organizaciones sindicales y políticas, el gobierno de Macri ofreció una recompensa por algún dato que conduzca a su paradero; un poco después la Justicia –cuyos tiempos resultaban por demás de laxos– allanó en El Bolsón el escuadrón de Gendarmería al que pertenecía el comando que hostigó a los mapuches. Allí se obtuvieron sogas y restos de cabello. Diez días después en la Plaza de Mayo porteña se reunieron varias columnas de manifestantes de distinta procedencia que pedían por la aparición con vida de Santiago y que tenían a su hermano, Sergio, como el referente familiar que encabezaba los actos de reclamo. En ese ínterin, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos instó al gobierno a que adopte las medidas necesarias para determinar situación y paradero de Maldonado y la fiscalía a cargo de la causa cambió su carátula a “desaparición forzada de persona”. El gobierno y el ministerio de Seguridad continuaron con su desconocimiento de los hechos y en su afán de cubrir cualquier indicio que involucrara a las fuerzas de seguridad salieron a defender públicamente el accionar de sus subordinados. De todos modos, pronto se desmoronó la hipótesis de que el joven habría sido herido durante una pelea con un cuidador de un campo y un gendarme declara por primera vez que recordaba haber herido a un manifestante durante el desalojo de los manifestantes en la protesta.
El hallazgo
El 17 de octubre, luego de casi ochenta días de búsqueda, Sergio Maldonado viaja a la zona de desaparición de Santiago a reconocer un cuerpo en descomposición encontrado en el lecho del río Chubut. Finalmente, luego de un largo vía crucis de padecimientos donde el Estado resistía cualquier hipótesis que involucrara a las fuerzas de seguridad, Sergio encontró el cuerpo y el reclamo por verdad y justicia se hizo más fuerte. De este modo, el Estado fue el principal antagonista en el caso porque se valió de todas los recursos a su alcance –que no son menores– para hostigar y calumniar al mismo Maldonado, a su familia y a todos quienes tenían la certeza de que la larga mano de la represión oficial había dado cuenta de la vida del joven. Hasta el mismo día del hallazgo del cuerpo, cuyas ropas coincidían con la usada por Santiago, su hermano Sergio, su mujer y la abogada querellante temieron porque la Gendarmería meta sus manos para modificar algo y pidieron al juez que nadie lo toque hasta llegar a Buenos Aires, donde lo esperaba el perito designado por ellos.
Sin verdad ni justicia
Un año después del reconocimiento todavía no puede saberse cómo apareció el cuerpo en un lugar repetidamente rastrillado, ni siquiera se pudo determinar en qué circunstancias murió, cómo y cuándo y durante cuánto tiempo su cuerpo se meció en las aguas del río Chubut. El Estado hizo lo posible por zafar de la figura de desaparición forzada que lo implica y que es imprescriptible ante las legislaciones mundiales, lo que lleva a pensar que el cuerpo fue arrojado al río para que se lo encuentre, ya que el tiempo transcurrido hacía poco menos que imposible determinar las causas de su muerte. Todo, entonces, lleva a pensar en un culpable excluyente. Sólo la posibilidad de que lleguen tiempos mejores permite tener expectativas en que un poco de luz se eche sobre tamaña injusticia.