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Sara Arias, la mujer para la que los 100 años no son nada

Vive en el barrio San Francisquito y llegó a Rosario a los 12 años desde Córdoba. Trabajó y construyó una familia a la vez. Hoy los cinco nietos, 11 bisnietos y una tataranieta se acercarán a la casa para celebrar juntos

 

Sara Arias espera a El Ciudadano en una silla de su cocina comedor del barrio San Francisquito. Nació en Río Cuarto, Córdoba, y a los 12 años vino a vivir a Rosario. Hoy cumple 100 años y la familia lo festeja en casa. “¿Dónde van a entrar 40 personas acá?”, pregunta una de las nietas. Arias no usa bastón ni andador. A lo sumo, camina sosteniéndose de los muebles que conserva desde que se casó. La única operación que le hicieron fue a los 14 años por una apendicitis. No toma ninguna medicación.

Arias tuvo dos hijos: Mirta y Osvaldo. La familia que le va a festejar el siglo de vida es grande: cinco nietos, 11 bisnietos y una tataranieta. “Como de todo y a mis nietos les cocino lo que me piden. Algunos quieren tortilla, otros ñoquis y otros canelones”, cuenta. Arias reconoce que no está como a los 20, pero su estado físico sorprende a todos. “Hasta los 90 años el mundo era mío. Hoy camino agarrándome de los muebles”, larga con una sonrisa que es casi permanente en su rostro.

 

De paseo

Arias acepta el viaje en el tiempo que le propone El Ciudadano. Recuerda que cuando llegó a la ciudad se dedicó a criar a sus hermanos. “Me salieron buenos”, jura y agrega que también trabajaba. “Empecé en una fábrica de bolsas de Vera Mujica y Córdoba. Un día tuve que enseñarles el trabajo a unas chicas nuevas, que después de un tiempo terminaron siendo mis cuñadas. Por ellas conocí a mi marido”, explica.

A la cumpleañera la acompaña una buena memoria y sigue. Dice que cuando él le propuso matrimonio y le preguntó si “estaba en condiciones de casarse”. Ella no lo dudó y le devolvió un “sí” de inmediato. A los 23 años se casó con Salvador Di Benedetto. Para ella era “Toto”. Con él vivió 46 años. Desde los 69 es viuda. De la familia política recuerda que eran italianos y que uno de sus cuñados no quiso que ella trabaje más, a pesar de que ganaba más que su esposo. “Cuando me casé tenía de todo: muebles y hasta adornos”, dice. Previsora, los había comprado porque en la fábrica de bolsas ganaba muy bien. Para después de la boda, sólo le quedó conseguir los cubiertos.

Arias vive en la casa que construyó su marido, ladrillo por ladrillo. Era pequeña al principio, pero poco a poco creció. “Tenía plantas de higueras, de limón, de mandarinas, naranja y de radicheta. Teníamos un pequeña quintita. Antes era más linda mi casa. Nunca pasé miseria”, asegura.

Antes de casarse, a la hoy tatarabuela le gustaba divertirse. Salía a bailar a los clubes de barrio y a escuchar a las orquestas de la época. “Iba con uno de mis hermanos y unas vecinitas. Un día se armó una trifulca y las nenas se escondieron en la bañera del club”, cuenta. Ahora es distinto. Sale poco. Años atrás iba hasta el centro para recorrer las vidrieras. La mayoría de las veces a mirar. Su favorita era la famosa Casa Beige, donde se compraba ropa para ella y su hija. A la ciudad del pasado Arias la tiene presente en cada detalle. Una de sus nietas dice que, cuando la lleva en su auto por calle Mendoza, la tatarabuela le señala el lugar donde estaba cada uno de los negocios que dieron paso a otras edificaciones.

Arias tiene la memoria intacta. Hoy cumple 100 años y su casa se impregnará de recuerdos, historias, aromas, fotos, recetas, anécdotas y sonidos. Los mismos que compartió unos días antes con El Ciudadano. El siglo de vida la encuentra en el mismo lugar donde todos sus nietos dieron sus primeros pasos.

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