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Sarah Kay y un “mundo feliz” que llegó en plena dictadura

Para la investigadora Paula Caldo, “las imágenes tratan de recuperar un modelo de mujer de finales del siglo XIX”.

Después de estudios, debates y reflexiones, la investigadora del Conicet y de la Red de Investigaciones Sociohistóricas Regionales Paula Caldo concluyó acerca de los tiernos dibujos de “Sarah Kay, un mundo feliz”, que ingresaron al país a mediados de la década del 70 y que retrataban a niños que “vivían en un contexto atemporal, rodeados de flores, peluches y mascotas”, que resultaron ser “funcionales a la última dictadura cívico-militar”.

Las imágenes se difundieron rápidamente en figuritas, muñecas, forros de cuadernos, papeles de cartas, diarios íntimos, y hasta en cortinas, almohadones o sábanas. Así, las niñas de entre 5 y 13 años, como también las adolescentes, se convirtieron el principal mercado consumidor de los productos.

Uno de los disparadores que motivó el análisis de la investigadora fue que aquel “universo amigable”, donde aparecían los pequeños personajes pintados con colores suaves, eran sólo imágenes y que no estaban acompañadas por textos. Esa “ausencia de relato” sumado a que los derechos de reproducción y venta eran nada menos que de la editorial Atlántida, que publicaba también revistas de difusión masiva como Para Tí, Billiken y El Gráfico, le generó aun más inquietud a la autora del estudio.

La conclusiones de Caldo tal vez afecten la sensibilidad de muchas mujeres que hoy rondan entre los 40 y los 50 años –o incluso de treinta y tantos– y que, de una u otra manera, se sumergieron durante su infancia en ese “mundo feliz” de Sarah Kay, mientras el terrorismo de Estado llevaba adelante su plan de persecución y exterminio.

—Este trabajo sobre Sarah Kay, ¿es un ensayo o una tesis ?

—En realidad, fue una osadía (se ríe). En cuestiones de género yo trabajo desde qué lugar se nos educa para llegar a ser determinado tipo de mujer. Los períodos que abarco, por lo general, son fines del siglo XIX y principios del XX, pero en este caso decidí pegar un salto y abordar desde mediados de los años 70 a comienzos de los 80.

—¿Por qué Sarah Kay?

—Porque yo soy un producto de Sarah Kay. Nací en 1975 y fue casi como un trabajo biográfico. Si me pongo a repasar mi infancia, desde que empecé el jardín de infantes, todos los elementos de la escuela tenían algo de Sarah Kay: el cuaderno, la carpeta, la cartuchera, los lápices. Todo.

—Por la cercanía al objeto de estudio, ¿fue más fácil el trabajo?

—No, al contrario, porque son cosas que uno vivió y, además, fue empezar a revisar y estudiar períodos históricos en los que nunca había trabajado. No es lo mismo abordar cómo se educaba a las mujeres a fines del siglo XIX que ponerte a analizar algo que tenés guardado en tu casa. Tuve que armar mi propio archivo porque el tema Sarah Kay está en la memoria de quien lo usó o en la casa de quien todavía guarda alguno de esos elementos. No está en los archivos públicos.

—¿Cuál fue el disparador?

—Encontré dos líneas de trabajo. La primera, que ese mundo feliz de Sarah Kay está formado por 140 imágenes que no tienen diálogos, lo que es un indicador importante. La segunda línea fue que en Argentina ingresa a mediados de los 70 pero no como objetos sueltos sino que los derechos de publicación y distribución los tenía la editorial Atlántida. Ahí me dije: “Tengo que hacer algo con esto”.

—¿Cómo siguió el trabajo a partir de esas pautas?

—Empecé a investigar qué era Sarah Kay y descubrí que no era el nombre de la nenita con rulos rubios que aparecía en la mayoría de los dibujos sino que es una marca registrada. Me costó mucho dar con la historia de la ilustradora de las imágenes, porque Sarah Kay se distribuyó en todo el mundo bajo ese nombre. La artista que la creó se llama Vivien Kubbos, aún vive y es australiana. Ella comienza a hacer estos dibujos a principios de los años 70 para tarjetas navideñas, los vende a una editorial y luego aparecen por todo el mundo.

—¿Por qué dice que Sarah Kay influyó en la formación de un determinado tipo de mujer?

— Los dibujos que crea la ilustradora están suspendidos en un contexto atemporal y armónico, pero a la vez sus personajes no son los niños de los cuentos de hadas sino que muestran a una nena humilde, austera y campesina rodeada de naturaleza. Son niños que juegan a ser grandes y que por lo general aparecen vestidos con ropa de adultos. Además, está el hecho de que lo ponga en circulación la editorial Atlántida incorporando el concepto de un mundo feliz bajo los lineamientos de una dictadura, que no fue cualquier dictadura. Me pregunté entonces a quién interpelaba ese mundo feliz.

—Sarah Kay, entonces, ¿fue funcional a la dictadura del 76 como pudo haberlo sido Palito Ortega al gobierno de Juan Carlos Onganía, por ejemplo?

—Totalmente. El valor de estas imágenes puestas por una editorial en un momento de censura muestra que Atlántida produjo una serie de objetos que fueron funcionales a las políticas del terrorismo de Estado.

—Un mundo feliz para que las nenas no se dieran cuenta de lo que pasaba alrededor.

—Justamente, un mundo feliz para un momento en el que la palabra feliz no encaja, avalado por una editorial que no estaba censurada y que tenía la capacidad de producir masivamente estos objetos con imágenes sin diálogos. A diferencia de los años 60, en que aparece Mafalda, con la particularidad de ser una historieta con muchos niños que hablan.

—Sarah Kay es todo lo contrario…

—Hubo una ruptura, evidentemente. Son dibujos terriblemente femeninos. Qué loco pensar también que surgieron en todo el Occidente capitalista durante la década del 70, que fue una época en que las mujeres pusimos un corte que marcó, de alguna manera, la forma de ser mujer: esa cosa explícita de decir: “Soy madre o no quiero ser madre”, “me caso o no me caso”, “me voy a vivir sola”. Aparece también la mujer militante y la mujer revolucionaria. Evidentemente Sarah Kay era lo que la dictadura dijo que se podía consumir porque sus imágenes recuperan un modelo de mujer de fines del siglo XIX. Sus álbumes se podían comprar en el quiosco de la esquina, mientras otras publicaciones eran censuradas y había gente que desaparecía.

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