—No puedo creer que acá voten a Macri.
Con la mirada extraviada en el océano de techos de chapa que veía desde el helicóptero, Daniel Scioli masticó el comentario entre incrédulo y molesto. El “acá” refería a los suburbios de La Matanza, barriada que sobrevoló el viernes luego de su última caminata de campaña.
Scioli olvidó, en la efervescencia electoral, lo mismo que olvidó Cristina de Kirchner: el FpV perdió, y por paliza, hace dos años en las orillas de Buenos Aires, donde cayó, también, en 2009. Es el mismo votante que prefirió a María Eugenia Vidal el 25-O por sobre Aníbal Fernández y el Domingo proclamó, sin pudores, a Macri. Simple: el peronismo amontonó varias derrotas que fueron, visto hacia atrás, alertas que no supo o no quiso ver.
Francisco de Narváez, Sergio Massa y Vidal fueron, en los últimos seis años, balas de plata para castigar o limitar el expansionismo del peronismo K. ¿Por qué, si De Narváez ganó en el conurbano profundo y rabioso, no podía hacerlo Mauricio Macri o anotar una elección magistral? ¿Por qué, si Vidal arrasó en el segundo cordón, podría no funcionar bien Macri, con su poesía mágica de felicidad y unidad (ese relato que resultó más eficaz que el “con fe y optimismo” de Scioli) en esas zonas que el imaginario PJ cree suyas? La tesis era: perdemos en las legislativas pero para gobernar nos votan a nosotros.
Con esa biblioteca añeja y autómata, Vidal y el malón de intendentes soft de Cambiemos hicieron una fogata y la terminó de incinerar Macri este domingo. El peronismo perdió en la franja del país medio, en las capitales, y anudó tropiezos en provincias como La Rioja y Jujuy. Ganó por poco en el conurbano oeste/norte (Primera Sección) y se mantuvo invencible en el conurbano sur. Esa región fue, otra vez, el refugio que aportó los votos para que, en la estadística, Scioli pueda decir que ganó en la provincia de Buenos Aires.
El peronismo, institucionalizado al punto de convertirse más que en un partido de gobierno en un partido de Estado, no pudo asimilar el golpe del 25-O y naufragó, durante los últimos 20 días, hasta el sablazo terminal de anteayer. La mala noticia, para el dispositivo K, es que la derrota no fue lo fulminante que rezaban encuestas y diagnósticos políticos: con buena parte del PJ derrotado, y otros congraciándose con el poder que viene (al que se imagina como futuro empleador), el triunfo de Macri fue por menos de 3 puntos.
La campaña secreta del PRO, de peronistas como Cristian Ritondo, consistió en la amable promesa de cargos y conchabos a dirigentes peronistas que quedan sin tareas el 11 de diciembre. “Es irreversible: no se quemen que después los contenemos”, fue el martillero eficaz porque unos cuantos ni fiscalizaron en sus pagos.
A las palizas en Córdoba, Mendoza y Capital, y el traspié duro en Santa Fe, Scioli la debió compensar con una elección poderosa en la provincia que gobernó 8 años y donde rescató una victoria mínima. El magro score en el distrito es un eco de la larga y traumática mala relación entre el candidato y la presidenta. O, dicho de otro modo, de la nula rebeldía de Scioli para hacer valer su condición de gobernador.
Unos años atrás, Cristina arrinconó a Scioli, lo dejó sin obras públicas y lo obligó a “vivir con lo propio”, lo que agudizó la deficiente administración provincial. Lo asumió, luego, como un heredero a desgano, al que nunca bendijo amablemente y desmanejó la rebeldía de Florencio Randazzo, que derivó en la candidatura tóxica de Aníbal Fernández. En política, a diferencia de las matemáticas, la multiplicación de factores negativos da resultado negativo.
Enemigos
La secuencia de derrotas acumuladas de 2009 en adelante, que camufló el 54 por ciento de 2011, tuvo en su origen otro factor sinuoso: Néstor Kirchner, obseso por los dispositivos electorales y los entramados políticos, eligió a Macri como el enemigo perfecto, el antagonista ideal: apolítico, de centro derecha, empresario y antiperonista.
Kirchner, que se pensó como un demiurgo, supuso que Macri era el sparring ideal, y trabajó para construirlo y convalidarlo como duelista. Cristina de Kirchner profundizó esa línea: en 2014, cuando el peligro electoral era Massa, Cristina se encargó en persona de polarizar con el jefe de Gobierno porteño.
Scioli adhirió a esa hipótesis. Llegó, incluso, a pactar con el ingeniero (que en estos días empezó a considerarlo su ex amigo), a complotar para bajar a Massa del ring. Lo hizo convencido de que el tigrense se nutría de voto peronista que jamás iría al jefe del PRO, factor que estaba en la construcción original que Kirchner hizo de Macri y que, años después, todavía repite Máximo Kirchner.
Quizá la paradoja más terrible del clan K sea esa: entregar, tras doce años de gobierno, la suma de los poderes –Nación, provincia de Buenos Aires y Capital– a un exponente que ayudaron a construir y consolidaron como su antítesis, con la fantasiosa presunción de que jamás los vencería. Ser víctima de un invento propio: la maldición del doctor Frankenstein.
Scioli es el derrotado y Cristina, como jefa del FpV que seleccionó a dedo candidatos y formatos, es la madre de la derrota. A La Cámpora, clan preferido de la presidenta, le cabe otro karma: apostó al daño administrado, campañeó a medias creyendo que Aníbal Fernández ganaba en la provincia y les daría cobijo para limitar y condicionar a Scioli.
El candidato, cómodo en esa posición, tardó tres meses en asumir que debía despegarse de Cristina porque, más allá de las furias, el votante le rehúye a un candidato que asoma como presidente gerente que, de arranque, aparece rodeado.
Al final, lo anti-K pudo más que lo anti Macri.
Los números, con su valor brutal, mostraron otra cosa: Macri ganó por menos de 3 puntos, algo más de 700 mil votos que, como cada voto en un balotaje vale doble, significa que la diferencia “real” fue de 350 mil votos que en vez de ir a uno fueron al otro.
Empezará, veloz, el pase de facturas y el reposicionamiento para ordenar el caos que viene en un país que gobernará Macri, el dirigente que llega a presidente con su propio ismo: el macrismo. Como Juan Domingo Perón.