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Se come, se cura y se educa

Por Guillermo Correa.- Esta semana, apenas días antes del Foro Ambiental que arranca hoy, se realizó el primer taller de “yuyos comestibles”. Unas 70 personas de la región participaron de la actividad en la Estación Oliveros del Inta.

“Una persona que vivía en el siglo V antes de Cristo, en plena Edad del Hierro, consumía 76 especies de vegetales diferentes. Hoy en ninguna verdulería, ni sumando todas las frutas y todas las verduras no se llega ni siquiera a 40 especies”. Así de crudamente describió la ingeniera agrónoma Victoria Benedetto la situación de la alimentación actual, cuyo empobrecimiento no distingue clases sociales e incluye aun a grupos que se postulan como vegetarianos y naturistas. Para intentar intentar remontar esa situación, el pasado miércoles, a pocos días del Foro Ambiental Latinoamericano que arranca hoy en Rosario y del Día Mundial de la Tierra que se conmemora a escala planetaria, una iniciativa mucho más pequeña –pero en otras demensiones acaso más ambiciosa– tuvo como escenario la Estación Experimental Oliveros del Inta: el primer “Taller de Yuyos Comestibles”, de la región.

Unas 70 personas –algunas por primera vez– llegaron al Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria para participar de una actividad que no despertó interés entre productores rurales sino más bien lo contrario: algunas de las especies de plantas estudiadas están en agenda del “campo”, pero para borrarlas de la faz de la tierra.

“Hoy trabajamos sobre unas 15 especies, todas consideradas malezas y por las que hay herbicidas para eliminarlas. Y muchas de esas malezas resulta que son comestibles, y algunas con mejor valor nutricional que las verduras que consumimos habitualmente”, explicó Benedetto. La ingeniera, y el experto en botánica Lucho Lemos fueron quienes prepararon el taller. Ambos forman parte del plan nacional ProHuerta, en el que en Rosario confluyen el Inta y la Municipalidad a partir de iniciativas como la Red de Huerteras y Huerteros, el Banco de Semillas –y la Red de Madrinas y Padrinos que se sumaron a cuidarlas– y a ellos se sumó la mentora de la iniciativa, Silvana Miranda, quien lleva adelante en Oliveros un proyecto experimental de construcción natural que allí se conoce como “la Casa de Barro”.

Lejos de los actuales intereses agropecuarios, el interés de los cursantes pasaba bien lejos de un supuesto “retraso cambiario” y más por lo que el mercado fue dejando de lado y ahora aplasta. “Es el interés por recuperar el conocimiento de plantas que estaba acá antes de que vengan los españoles, y también de recuperar información sobre plantas que trajeron ellos, se usaban y ahora son malezas. Es una época donde mucha gente está con idea de recuperar ese valor, y utilizarlo”, dice Miranda.

Así, la iniciativa convocó en buena medida a particulares de diferentes localizaciones geográficas y de distintas edades y extracciones, reunidos por la curiosidad sobre cuáles plantas silvestres que son tomadas como variedades sin valor fueron alguna vez apreciadas por su uso medicinal, como condimento, o como alimento.

Y la sorpresa no pudo ser mayor entre los participantes del taller:  típicos “yuyos” eliminados como una molestia hasta en los también típicos jardín hogareño pueden ser en realidad vegetales que se consumen crudos y tienen más valor alimentario que las variedades de la verdulería –diente de león (taraxacum officinale) cuyas hojas se consumen en ensaladas, cerraja (sonchus oleraceus) cuyas flores se utilizan como alimento, borraja (borago officinalis) de la que se puede cocinar prácticamente toda la planta, tallos, hojas y flores. Esos son sólo tres de los ejemplos que se dieron y reconocieron en el Inta.

Con una salvedad: ninguna de ellas es nativa y si bien pudieron ser traídas en forma accidental o por inmigrantes que acostumbraban a integrarla a su dieta cotidiana, el conocimiento y la cultura asociada a ellas se fue perdiendo con el tiempo, dejando a las plantas bajo la depreciada descripción de “malezas” y a la población sin una importante fuente de alimento, por simple desconocimiento.

El reconocimiento que al alcance de la mano está la raíz de la bardana (arctium lappa), de las nativas achira (canna indica), o de algunas variedades de oxalis –uno de las dos familias que se llaman tréboles– cuyas raíces bulbolsas están emparentadas con la famosa oca andina, tambien atrajo a los participantes, condenados por el “mercado” a consumir, si de bulbos se trata, sólo papa y batata y, ya con cierta intrepidez, alguna vez mandioca.

Consumo que, para peor, se centra en sólo un par entre los centenares de variedades de papa que aún sobreviven en sus cunas originarias de las terrazas andinas y de la isla de Chiloé, donde fueron cultivados y mejorados por miles de generaciones locales, y a lo sumo tres variedades de batata, entre las más de 2.000 que aún hoy existen solamente en Perú, donde su consumo y cultivo data de al menos 8 mil años.

Si ni siquiera se puede consumir lo que se conoce, ¿cómo hacerlo con lo que no? Paradójicamente puede resultar más fácil obtener variedades que el mercado dejó de lado, que las que incorporó. Sólo hay que saber reconocerlas, revisar el entorno para tomar precauciones –posible presencia de roedores, elementos contaminantes, agrotóxicos– y utilizarlas. Sin embargo, la agrónoma apunta también hasta qué límites llegó el desprecio por plantas que alguna vez fueron inapreciables. “Nosotros en la facultad tenemos una materia que es “Malezas”, en la que hacemos identificación de especies –en estado de plántula– para poder reconocerlas cuando tienen dos hojas y apenas germinan para eliminarlas”, admite Benedetto.

Empero, a la par cuenta que el fenómeno empezó a cambiar. “La verdolaga se comercializa en muchos países y en el sur de la Argentina se está empezando a comercializar. También el diente de león, que supera ampliamente a la lechuga en el valor alimenticio y tradicional”, explica.

Y sorprende con un dato que comúnmente se ignora: “El sistema de producción convencional impacta en los valores nutricionales de la planta también en cómo está producida. Alguien puede comprar una rúcula, guardarla en la heladera y cuando la saca parece marchita, igual con la acelga y la lechuga. Y eso tiene que ver con que se ha producido con una importante cantidad de fertilizantes, y la planta tiene que absorber mucha agua para absorber los nutrientes. Y una planta «inflada» así, al ponerla en un ambiente seco lo primero que hacer es deshidratarse”.

A la par, la agrónoma aclara que cuando los consumidores eligen –y es lo más común– una acelga que parece perfecta “sin manchas, sin nada”, no están comprando excelencia sino más todo lo contrario: “La acelga tiene manchas, tienen picaduras de insectos, tiene roturas en las hojas, y eso son señales de que no ha sido fumigada y de que no ha recibido una gran fertilización química o sintética”.

Con todo este diario hizo entonces una preguntó obvia: si una variedad hoy asilvestrada es tan fácil de obtener, tan resistente, tan abundante, ¿por qué el mercado la sigue dejando de lado? “No genera negocio”, fue la triste respuesta. “Si no se necesita comprar la semilla, no hay una empresa semillera que la tenga que vender”, dijo como ejemplo la agrónoma. Y admitió que ella misma, si buscara trabajo “hay poquísimos lugares” donde podría emplearse que tengan una matriz agroecológica, pero sí podría conseguir trabajo como vendedora de agroquímicos, de semilleros, o haciendo seguimiento de ensayos con transgénicos.

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