Espectáculos

Selva Almada, internándose en la muerte

Novela. Chicas muertas. Selva Almada. Random House. Tres historias impactantes de jóvenes asesinadas que nunca encontraron justicia son las que animaron a Almada a recorrer el pasado y el presente de estos crímenes a través de una escritura que se mueve entre la reflexión y la desazón.


“Tres adolescentes de provincia asesinadas en los años ochenta, tres muertes impunes ocurridas cuando todavía, en nuestro país, desconocíamos el término femicidio”, se lee en la contratapa de Chicas muertas, una novela que se enmarca en el género de no ficción, aquel que construye un entramado entre fragmentos de cierta realidad elegida y lo que el autor piensa y escribe en la interpretación de los hechos que despertaron su curiosidad, hechos que por otra parte influyen decididamente en su carácter de narrador y motivan, en la mayoría de los casos, una visión que devela detalles que pudieron haber tenido los sucesos transitados. Selva Almada es la autora de Chicas muertas, donde revisa los casos –en los términos descriptos más arriba– de tres jóvenes mujeres asesinadas –flotará la duda acerca de una de ellas sobre si la osamenta hallada pertenecía a su persona– durante los años ochenta. Se trata de las muertes de Andrea Danne, de 19 años, apuñalada en su propia cama en la casa familiar; de María Luisa Quevedo, de 15 años, que fue violada y estrangulada y cuyo cadáver fue encontrado en descomposición poco después, y de Sarita Mundín, de 20 años, que desapareció sin dejar pistas y cuyos huesos serían hallados a la vera de un río en una localidad cordobesa después de casi un año. Fueron crímenes irresueltos que se suman a una escalada que iría creciendo a través de las últimas tres décadas, al menos en su visibilidad –algunos muy publicitados como los de María Soledad Morales, María Marta García Belsunce, y Nora Dalmasso– ya que probablemente los femicidios daten de tiempos inmemoriales en una estructura que todavía se reivindica patriarcal y sigue reproduciendo un status quo en cuanto a modificar el paradigma con que se trata la violencia de género.

En Chicas muertas, las historias de estas mujeres van cruzándose a partir de la investigación que Almada fue llevando a cabo durante tres años entrevistándose con funcionarios del poder judicial que intervinieron en cada uno de los casos, con familiares y gente cercana a las víctimas, y hasta con una tarotista –en un alarde de inventiva periodística– y que luego constituirían un relato que intenta amarrar momentos dispersos en la vida de estas chicas siguiendo pistas de su pasado antes de sus muertes; pistas que van entrando muchas veces en el terreno de lo irracional y del absurdo y en el que la autora ensaya, a través de una poética notable y directa, poner en evidencia lo ilógico y el sinsentido de estas muertes, todas acaecidas en pueblos del interior del país, que volvía a surgir luego del oscurantismo de la última dictadura cívico- militar.

Lo que se opera en esta novela es la instancia en la que se pone de manifiesto la relegación social y la violencia de las tensiones que subyacen en los espacios dominados por la prepotencia machista en comunidades que se vuelven cómplices en el silencio con que tratan este tipo de crímenes cometidos en su seno. Para ello Almada se vale de todos los recursos que la ficción pone a su alcance, con una pluma que clarifica la opacidad de esas imágenes del pasado volviéndolas de algún modo melancólicas, auscultando esa raíz del mal en su capacidad de ver imaginativamente para traducirlo en pensamiento y escritura. Hay cierta tristeza prendida de sus frases, un aire de añoranza por esas vidas posibles que no fueron corretea en algunos fragmentos de Chicas muertas; también una insistencia en conjurar escenas en capítulos que gotean pálpitos sobre la alienación, las coacciones y jerarquías que trazaron el destino de las víctimas. De algún modo, Chicas muertas es también una novela sobre las ausencias, a las que Almada despoja de su olvido a partir de la trascendencia con que estas historias calaron en ella. Las hipótesis surgen entonces de esa trama de memoria, de sus interlocuciones con parte de la gente que rodeó a las víctimas y que a través de su dolor o empecinamiento pueden escucharse aristas tal vez vividas, soñadas o inventadas. Una mirada sobre los momentos fatales de la vida de provincias que con una latencia de muerte siempre dispuesta devora, casi mecidas en una brisa apacible, a criaturas indefensas en inútil y repetido sacrificio. Las reflexiones sobre género y violencia son en Chicas muertas parte de la trama; es que resulta el modo de la no ficción –y Almada lo cumple como un mandato– para transitar la delgada línea entre ficción y realidad y trazar alguna partitura donde cifrar temporalidad espacios, personajes y aproximarse a su devastadora naturaleza. En ese sentido, entonces, Chicas muertas consigue, en su estructura fragmentaria y en esa voz que navega entre intersticios y atisbos, un profundo fluir de la palabra que da lugar a la tremenda perplejidad que provocan esos crímenes impunes en un universo desapacible de tan injusto.

Los textos y la edición

La escritora Selva Almada es entrerriana y escribió Los ladrilleros (2013), El viento que arrasa (2012), Una chica de provincia (2007), Niños (2005), y Mal de muñecas (2003). Con Chicas muertas, Almada logra consolidarse como una narradora de no ficción que, con un lenguaje intenso y preciso, indaga en los distintos tipos de violencia contra las mujeres. Del trabajo que llevó a cabo en Chicas muertas señaló la diferencia con sus otras novelas: “…supe enseguida que este era un libro que no podría escribir sola como siempre escribí. Es decir, escribo una novela, la corrijo, la llevo a un editor. Acá el editor tenía que estar antes que el libro, el editor tenía que acompañarme, tenía que ser un interlocutor permanente. El trabajo que hice con mi editora de Random House, siempre a la par, siempre atenta a los problemas que se me presentaban, fue fundamental para escribir este libro”.

 

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