Una mujer llamada Julia que trabaja como camarera en un casino de Comodoro Rivadavia se queja porque el sueldo apenas le alcanza para el alquiler. Es en ese momento cuando acepta la propuesta de Gwynfor, un trabajador petrolero, para ir a trabajar como administrativa en la compañía donde él está empleado. A partir de allí ambos inician un viaje con derivaciones impensadas hacia el desierto, se pierden en su inmensidad, sacan a flote una interioridad que los deja expuestos. Caminan ese espacio natural y desolado porque han perdido todo contacto con lo civilizado tal como lo conocen; ambos son muy distintos, sin embargo un aire común los envuelve, el de la percepción de otro mundo al alcance de sus pies. Intensamente actuada –Valentina Bassi y Jorge Sesan son sus protagonistas–, de singular belleza plástica, con aires de western y eficacia documental, Al desierto es la nueva película de Ulises Rosell, que cuenta la historia de estos dos personajes. De reciente pasada en el Festival de Mar del Plata, desde el último jueves puede verse en Rosario. En la conversación que sigue, el también director de Bonanza (2001), Sofacama (2006) y El etnógrafo (2012) apunta algunas de las líneas fundamentales de la construcción de Al desierto.
—En tu película planteás un mundo aparte de las convenciones; bastaría perderse en algún lugar donde la naturaleza dictamine y los rastros civilizados no estén a la vista, ¿Gwynfor busca eso?, aunque también parece estar buscando una forma de amor, justamente, no convencional, ¿lo pensaste de esa forma?
—A Gwynfor lo conocemos exclusivamente bajo el punto de vista de Julia, ya que la película la sigue a ella. A los ojos de ella parece tener una insatisfacción con las cosas tal como se le dieron, con su lugar en la sociedad, donde se desempeña como obrero petrolero. Nos damos cuenta de que aprendió a abrirse paso ahí, a ganar plata, pero parece tener otro mundo más propio, que no puede presentarle caballerosamente, sino que es necesario entrar violentamente, quizás porque sea imposible de comprender desde afuera y sea necesario experimentarlo directamente.
—Gwynfor parece convencido de sobrevivir en el desierto y convertirlo en su nuevo ámbito; por momentos Julia cree que morirán allí, en su mayor parte el film trabaja esta tensión, ¿te interesaba hacer hincapié en ese contraste?
—Yo diría que parece conocer el terreno en el que se internan, y tiene ese aplomo que tiene la gente que se encuentra “haciendo lo suyo”. Pero a los ojos de Julia, en principio es algo demente, es una experiencia accidental, que nadie podría buscar voluntariamente. Y la película va a contar ese desplazamiento que va ocurriendo también en su cabeza a lo largo del trayecto.
—¿Qué dirías que percibe Julia en Gwynfor que la hace sospechar rápidamente apenas se desvían de la ruta y quiere arrojarse de la chata?
—La asalta uno de los temores más fomentados por los medios y la sociedad de hoy, con todas las razones del mundo ya que los casos de trata y violencia de género son alarmantemente cotidianos. La película juega con esa expectativa de relato en el arranque.
—Tanto en Bonanza como en El Etnógrafo, de distinto modo y con distintos efectos, la naturaleza tiene un lugar central como espacio aún no tan contaminado, aunque en esos films ponés el foco en los conflictos de los personajes; aquí el desierto tiene un protagonismo central, se hace sustancia y los personajes quedan sumergidos, incluso no importaría que sigan deambulando porque la relación entre ellos se va construyendo de una forma nueva, ¿viste el desierto como un lugar para comenzar otra vida?
—Pareciera ser que esa relación es posible solo dentro del desierto, que está presentado bajo las múltiples lecturas que lleva esa palabra. Es decir lo inexplorado, lo despojado, lo solitario, lo atávico, el lugar donde no hay nadie para juzgarlos. Esa situación que tal vez se repita de las otras películas es la inquietud por la que se es capaz de despojarse de las convenciones culturales. Acá pareciera ser la aspiración que tiene el personaje de Gwynfor, al menos en lo que hace al amor.
—En el desarrollo de la trama y en el mismo paisaje donde ocurre hay algo de similitud con un western, que de algún modo también puede verse en las dos películas anteriores que mencioné, ¿lo ves así?
—Sí, no lo pienso tanto desde la trama, que tal vez aparezca involuntariamente, sino desde el aspecto visual. Me es placentero componer desde ese minimalismo que tiene el western, donde la película puede ser sostenida con dos personajes y un horizonte, sin abandonar la búsqueda visual en ningún plano. Y se vuelve clave el momento del día, el clima, que son los que van a determinar la luz. Y por ese lado se conecta mucho con mis experiencias más documentales y me hace sentir que estoy filmando algo que de alguna forma me es familiar.
—En este film la austeridad es la marca en el orillo, y hay, si puede decirse así, casi una metodología documental en su factura, ¿dirías que esa forma es la que mejor te va para narrar?
—La verdad es que busqué la película de dos personajes como un desafío determinado, sabiendo donde me metía y cuáles eran los riesgos. No creo que la austeridad sea lo único que buscaré de acá en más en el cine, es algo que entendí que podía ayudarme en esta ficción y lo resolví apoyándome en mi experiencia documental. Tengo pendiente algún proyecto más por el lado policial, algo que desarrollé alguna vez en televisión cuando hacía una serie que escribíamos con Marcelo Larraquy que se llamaba 9mm.
—¿Cómo trabajaste los diálogos?, porque hay pasajes en que parecen inventados en el momento, lo que desde ya es un plus para el relato.
—Eso es lo que llamaríamos buenas actuaciones. No hay nada dicho que no haya sido escrito, algunos de ellos por Sergio Bizzio, que es un gran dialoguista. No sobra una línea, se habla lo justo.
—Hoy el sur, donde está ese desierto, es el escenario de la práctica represiva del gobierno nacional como lo fue en el pasado con la Conquista del Desierto, ¿por qué elegiste el desierto sureño, un espacio con identidad y fuerza propia, para desarrollar tu relato?
—Porque es un lugar donde justamente se siente la historia viva. Caminando por la meseta es raro volver sin una punta de flecha o sin cruzar un picadero donde los indios trabajaban sus armas y herramientas. El tiempo se superpone, de la misma forma que las eras geológicas, todo está a la vista.