Espectáculos

La que no se la creía

Shelley Duvall, encanto y excentricidad en una figura esmirriada de grandes ojos

La actriz que fue Wendy Torrance en “El resplandor”, Olivia en “Popeye” y fetiche del realizador Robert Altman, para quien compuso con solvencia a una mujer desesperada en la exquisita "3 mujeres", encarnó personajes disímiles que serán recordados por su notable autenticidad y determinación


Muy delgada, de ojos saltones y algo grandes, de andar ligero y carácter decidido, una por entonces joven Shelley Duvall había dado sus primeros pasos como modelo a fines de los sesenta, subida a la ola que desató la supermodelo Twiggy, ya que contaba con una figura rectilínea y un toque de conjunto que la asimilaba asombrosamente al ícono británico de la época. Había intentado seguir estudios biológicos con una finalidad científica, aunque muy pronto se desilusionó al asistir a la vivisección de un mono que ella vivió como un destripamiento. Es que Shelley había sido una adolescente sensible y odiaba los gritos, las peleas, la sangre y todo aquello que violentara su visión algo naif de la vida. Con los años aprendería que nada de eso era posible y que todo lo que detestaba formaría parte indisoluble de la vida.

En esos años hizo pareja con el poeta y pintor Bernard Sampson, quien frecuentaba los reductos artísticos ligados con el hipismo de Houston, Texas; con él se casaría y ambos se mudarían a la casa de los padres del también joven artista. Como era habitual en esos tiempos, cualquier momento era oportuno para armar una fiesta, donde abundaban las drogas psicodélicas y se leían poemas. Corría 1970 y el mundo del cine no era ajeno a esos festejos y en uno de ellos, el director de fotografía y dos camarógrafos de El volar es para los pájaros (Brewster McCloud, 1970), la comedia negra que Robert Altman estaba aprontando en Houston, quedaron deslumbrados con Shelley, quien se movía de una manera llamativa por toda la casa y portaba ese aire chabacano y resuelto a la vez, típico de chica pin up; enterados de que ella modelaba, le ofrecieron presentarse a un casting luego de que le tomasen algunas fotos.

Altman, quien venía entusiasmado por el éxito de público y crítica de  M*A*S*H, al que consideraba su primer film sólido, también se sintió atraído por el singular rostro y las maneras de Shelley y luego de la audición se acercó a ella y le dijo algo que la actriz no olvidaría más y repetiría en más de una entrevista. “Robert, que creo que es el mejor realizador con quien he trabajado porque te deja salirte del guion sin inconvenientes, me dijo que lo único que debía tener en claro para poder seguir adelante con una carrera es que nunca me tomase demasiado en serio. «Eso es el fracaso de todo artista, creérsela; uno solo puede seguir con lo que va aprendiendo y nunca será suficiente, así que de eso se trata, de entender que lo que se puede hacer bien es lo que uno tiene entre manos, pero luego habrá que empezar otra vez, así se avanza, siempre hay algo nuevo y desconocido que se deberá aprender», me dijo cuando nos conocimos y debe haber sido muy fuerte porque no lo olvidé jamás, a veces me porto como una egocéntrica y es entonces que aparecen esas frases y ahí corrijo”, decía Duvall recordando ese primer encuentro con Altman.

En El volar es para los pájaros dio rienda suelta a ese combo de cierta excentricidad y naturalismo que el realizador intuyó a primera vista encarnando a una joven que trabaja como guía de visitas en un planetario y debe sortear el acoso de otro joven que se enamora de ella. Pero pronto conoce a otro joven manifiestamente freak, quien convencido de que podrá volar si construye las alas adecuadas, le pide que lo acompañe en esa aventura. El rol de Duvall, al que imprimió frescura y encanto, calzaba perfectamente para la propuesta de Altman, que se movía con originalidad entre ciertos componentes surrealistas y una ácida sátira social.

Hot-pants, zapatos de plataforma y vincha

Tal vez no pueda decirse que la carrera de Shelley Duvall fuese brillante, pero bastaron algunos pocos personajes para que su esmirriada presencia y su impronta espontánea, que lleva a sus personajes a hacer algo distinto a lo que se espera de ellos, le granjearan un lugar notorio en el imaginario del espectador. Nadie como ella pudo encarnar a Olivia, la mujer de Popeye, en la adaptación que hizo Altman del famoso personaje del comic surgido en 1929. El film fue uno de los peores considerados de Altman por crítica y público, pero cualquiera que lo haya visto no olvidará así nomás la perfecta caracterización de los personajes que hicieron Duvall como Olivia, y Robin Williams como el marinero tuerto.

El marcado tono de comedia musical y el carácter ingenuo del relato confinan la película a un mero entretenimiento, aunque ello no empañará la certera performance de Duvall en Popeye (1980), con sus mohines y sus magnéticos movimientos tomados del cine de animación. La filmación presentó algunos desafíos físicos para la actriz, porque, como se sabe, Olivia es portadora de una naturaleza exagerada, por lo que Duvall tomó como modelos varios movimientos físicos y expresiones de Mae West y Stan Laurel, alcanzando una composición admirable. Su química con Williams fue otro de los elementos destacables del film.

Antes, tal vez para adquirir confianza ante las cámaras, y sin dudas ante el mismo Altman, interpretó a una joven mujer desprejuiciada en McCabe & Mrs. Miller (Del mismo barro, 1971, como se conoció en algunos países de habla hispana), un western revisionista situado en los albores del siglo XX en un claro tono de comedia dramática. También había encarnado a una joven rica prendada de un asaltante de bancos en Los delincuentes (Thieves Like Us, 1974), de Robert Altman, basada en un policial negro de Edward Anderson que ya había tenido una excelente versión con el mismo título en inglés, pero en castellano conocida como Los amantes de la noche (1948), dirigida por Nicholas Ray. Allí Duvall, en un rol absolutamente dramático, anima a Keechie, una muchacha desesperada con la vida burguesa que le tocó en suerte y que encuentra en un apuesto buscavidas, ladrón de bancos y de trenes, la excusa ideal para dejar todo atrás y tener sensaciones que nunca conocería como esposa de algún acaudalado empresario que solo dispondría de ella para acumular hijos.

El film fue muy bien ponderado por la crítica especializada y seguramente resultó un afianzamiento para la relación entre Duvall y Altman, que un año después volvió a plasmarse en Nashville (1975), uno de los proyectos más aplaudidos del director y donde la actriz dio vida a uno de los protagónicos de un relato que intenta plasmar las diferentes facetas del Estados Unidos convulsionado de la década del 70, con sus conservadores y liberales, sus valores tradicionales y la contracultura, la hipocresía de los políticos y la autenticidad de algunos artistas, en este caso, cantantes en la escena musical folk por excelencia, la del festival del mismo nombre. En esta película Duvall es una irrespetuosa y comedida groupie –con hot-pants, zapatos de plataforma y vincha– que se pierde ante la presencia de algunos de sus cantantes predilectos, cuya ubicuidad la hará participar de situaciones escandalosas o riesgosas sin que ello altere su conducta. Nashville obtuvo un Oscar como mejor película y puso a Shelley a la vista de otros realizadores y productores.

Como si hubiese quedado ligada a Altman por alguna razón desconocida –por fuera de aquel consejo inicial, se supone– continuó trabajando a las órdenes de este director y en 1976 fue parte del elenco de Buffalo Bill y los indios (Buffalo Bill and the Indians, or Sitting Bull’s History Lesson, en el original), donde compartió cartel con Paul Newman, Harvey Keitel y hasta Burt Lancaster. Basada en una puesta teatral, se trata de un western crepuscular y desmitificador muy a tono con la mirada reivindicadora tan afecta a Altman, en la que pone el acento en aquellas causas estadounidenses sepultadas por toneladas de injusticias. Allí Duvall fue la curiosa esposa del presidente Grover Cleveland.

Un poco después llegaría 3 mujeres (1977), de la que puede decirse que fue el cenit del trabajo conjunto entre Duvall y Altman, y también uno de los mejores títulos del realizador norteamericano. Shelley es aquí Millie Lammoreaux, una mujer solitaria y socialmente reacia a las relaciones, que trabaja en un geriátrico e intenta ser reconocida por sus dedicados esfuerzos. Por el contrario, cada vez será más ignorada y hasta ridiculizada por sus compañeros de trabajo. La composición de Duvall de una figura trágica y desesperada para que la consideren es superlativa. En el transcurso del relato, el personaje de Duvall irá sufriendo una transformación radical en un juego de poder con una de sus compañeras, con recursos dramáticos admirables en los que la sutileza y los detalles nimios son potenciados con eficacia para señalar la inseguridad y la búsqueda de aceptación. El estado emocional de su composición transmite con eficacia deslumbrante su desconexión con el mundo y hace surgir un efecto empático e intenso con el espectador.

La insoportable tensión de las escenas violentas

Ese mismo año, Shelley participaría de Annie Hall (1977), uno de los films de Woody Allen más rescatables que también obtuvo un Oscar como mejor película. Duvall interpretó a un periodista a la que en una escena se la ve en la cola para entrar a un cine junto al personaje que interpreta Allen. Con humor ingenioso, ambos critican a un hombre verborrágico y jactancioso que lanza una tras otras las teorías de Marshall McLuhan para impresionar a su acompañante. La secuencia está entre lo más interesante del film, que igual se sostiene con altura, y pone de relieve el estado de la crítica cultural de la época y el rol de la intelectualidad. Duvall hace un personaje algo zafado que se vale de un humor urticante que cautiva al personaje de Allen.

Poco después Shelley se pondría en la piel de Wendy Torrance, la mujer de un desquiciado escritor que enloquecerá poco a poco en un hotel misterioso y vacío durante un invierno helado en El resplandor (The Shining, 1980), de Stanley Kubrick, personaje con el que se fijaría masiva e indeleblemente en la retina de espectadores de todo el mundo. Será esta la actuación donde pondrá todo lo ejercitado en años de rodaje, en el armado de ese personaje lleno de miedo, vulnerabilidad y desesperación. Mucho se habló de la experiencia de Duvall en la filmación de la adaptación de la novela de Stephen King que hizo Kubrick; se dijo repetidamente que la actriz había sufrido muchísimo, que se la pasaba llorando, que el director le cambiaba sus líneas y la sometía a una constante presión. En algunas entrevistas ella dijo que por momentos le había resultado insoportable por la tensión que debía sostenerse en las escenas violentas, ya sean físicas o psicológicas, y por la repetición inacabable de algunas escenas –se habló de que algunas fueron hechas más de 120 veces–, como la que con un bate de beisbol en la mano se defiende del ataque furibundo de su marido, encarnado por Jack Nicholson, quien, según Shelley, la ayudó mucho durante el rodaje.

Duvall también confesaría que experimentó un intenso desgaste emocional, luego que Kubrick le pidiera que se aislara para que luego transmitiera mejor esa sensación, que hace presa de su personaje hasta el final. Ella contó algunos momentos de esos días difíciles de esta forma: “Antes de una secuencia, me ponía un walkman y escuchaba canciones tristes. A veces simplemente piensas en algo muy triste en tu vida o en lo mucho que extrañas a tu familia o amigos. Pero después de un tiempo, tu cuerpo se rebela. Dice: «Deja de hacerme esto». Y a veces solo ese pensamiento me hacía llorar. Despertarme temprano y darme cuenta de que tendría que llorar todo el día porque estaba programado, simplemente me llevaba a llorar”.

Al mismo tiempo, Kubrick rubricaría su postura diciendo que fue la única forma de capturar el verdadero miedo, la ansiedad y locura que va inundando a Wendy, y que, a juzgar por algunas otras declaraciones de Duvall, algo de cierto hubo en esa experiencia límite ya que dijo haber quedado agotada y con estrés, lo que la llevó a llorar durante varios días sin motivo aparente, y además ese sería su último personaje importante para la pantalla grande. Su actuación fue elogiada por la crítica especializada, incluso por encima de la Nicholson, pero el costo en materia de integridad psíquica sería realmente significativo.

La vuelta a casa

Luego de algunas otras participaciones en algunos films menores –tal vez el más recordado sea la lograda Retrato de una dama, una adaptación de una novela de Henry James hecha por la australiana Jane Campion– y de su trabajo como productora y presentadora de series infantiles como Faerie Tale Theatre, emitida entre 1982 y 1987 y con la que obtuvo un par de premios Emmy, y en la que estrellas como Carrie Fisher, Mick Jagger, Liza Minnelli y Jeff Bridges actuaban en adaptaciones de relatos clásicos dirigidas por Tim Burton y Francis Ford Coppola, a fines de los 90 Shelley abandonaría Hollywood y volvería a su Texas natal para radicarse allí definitivamente y de a poco alejarse de las cámaras por un padecimiento mental que comenzó a asolarla.

De todos modos, en 2023 tuvo un pequeño papel en The Forest Hills, un film de terror que recupera la leyenda del hombre lobo. Claro que ya se trata de una Shelley envejecida, pero aun así, en los escasos minutos que actúa, lo hace con una encomiable determinación. Durante una entrevista luego del estreno dijo que siempre recordaba que debía empezar de nuevo, aunque ya tuviese “una pila de años encima”, tal vez aludiendo a aquella frase que Altman le había soltado en la filmación de El volar es para los pájaros. El último jueves 11 de julio, Duvall falleció mientras dormía en su casa de la localidad de Blanco, en Texas, a los 75 años. El encanto de su cuerpo delgado y su determinación para encarar con coraje roles diversos y excéntricos no se olvidará así nomás.

 

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