Por Ignacio Adanero
Vamos a movernos, por un instante, dentro de la lógica argumental del anti peronismo. Según esta visión, tanto el movimiento inaugurado por Juan Domingo Perón como sus derivaciones contemporáneas, encarnan una forma de representación viciada e impura, donde un mecanismo de contraprestación corrompería la integridad moral de hombres y mujeres. Mediante políticas sociales que serían planes prebendarios, narrativas orientadas a la expansión de derechos que sólo buscarían subvertir la “normalidad” del país, o mediante discursos orientados a recuperar márgenes de soberanía nacional que esconderían intereses de empoderamiento, el peronismo es acusado de engañar la integridad intelectual y cognitiva del votante. El sujeto peronista, en tal perspectiva, es un sujeto que adolece de cierta minoría de edad, como si una especie de dependencia económica le impidiera alcanzar la autosuficiencia necesaria para independizar su cosmovisión (estamos en la puerta de toda la fraseología acusatoria del tipo “alpargatas si, libros no”, y de aquella construcción ideal típica donde la apoyatura del peronismo radicaría en determinados sujetos sociales: el cabecita negra, el migrante interno, la mucama … el pibe chorro, el planero, los negros). A estas imputaciones debemos sumarle un diagnóstico que ha sobrevivido a lo largo del tiempo: los detractores del peronismo acusan a este último de ejercer el poder público mediante mecanismos escasamente republicanos, desde la promoción de estatizaciones, el uso de decretos de necesidad y urgencia, el tipo de comunicación líder/masas, hasta los discursos de confrontación contra la oligarquía. Estos mecanismos “abusivos” abrirían vías a una expansión estatal que, caracterizada como opresiva de libertades individuales, implicarían el camino hacía un ejercicio autoritario del poder.
Remover el inventario de aquella tradición política (heterogénea, por cierto) tiene algo de sentido. A ningún ojo políticamente atento podrá pasarle desapercibido que durante el último tiempo, en particular desde el día posterior a la primaria nacional del 13 de agosto, hemos asistido a una re operacionalización de aquel corpus de ideas. En algunos medios de comunicación, pero sobre todo en determinados círculos intelectuales y segmentos sociales identitariamente posicionados en el polo no peronista, se reactualizó la narrativa republicana que advierte y azuza contra el fantasma del “populismo”, esta vez erigiendo la sospecha sobre la sien del candidato de La Libertad Avanza, Javier Milei. La operatoria es la siguiente: Milei es acusado de encarnar una especie de liberalismo malversado, no siendo tan peligroso el eje de sus ideas económicas, sino la radicalización de su programa de gobierno, las derivaciones metodológicas del mismo y su combinatoria con ideas reaccionarias. El “dospatadismo” (la ironía en torno a que resolverá todo en dos patadas con su plan motosierra), es la punta del iceberg que permite desnudar el supuesto carácter populista del candidato. Las contradicciones entre los principales economistas de La Libertad Avanza o las idas y vueltas en torno a propuestas como la dolarización o la implementación de vouchers en las universidades, desnudarían una narrativa que además de banalizar problemáticas, desconocería mecanismos de representación institucional: es un problema letal para el republicanismo el hecho de que Milei acuse de “periodistas ensobrados” a aquellos que lo esquilman en editoriales o que augure plebiscitos y referéndums para ratificar la vigencia del Conicet o la despenalización del aborto. Estaríamos en presencia de una noción de democracia que en algún punto juega con la identidad representante/representado, poniendo en jaque nociones republicanas de virtud cívica, división de poderes y mecanismos institucionales de toma de decisiones (en la narrativa mileista, eliminar el Banco Central significa impulsar una herramienta democrática e igualitaria contra la casta). Es allí donde el anti peronismo republicano levanta el dedo acusador, sosteniendo que detrás de Milei hay un mesianismo que esconde la misma patología de siempre: el fantasma de un caudillo salvador que, con nuevo envase y dirección, viene a proponernos una salvación de la debacle con otro guion demagógico.
Como se ve, la pregunta que encabeza este escrito posee asidero. No obstante, pisa en suelo endeble. Contiene tras de sí la trampa de moverse dentro de líneas argumentales cercanas al anti peronismo, haciendo de la emergencia mileista una probable formación política que debe ser entendida por su envase. Advertimos sobre los riesgos de tal pendiente, incluso si nos servimos de líneas más sofisticadas o académicas para interpretar el asunto. Cuando Mayra Arena afirma que los sectores más pobres ven a Milei de modo similar a lo que en su momento veían de Perón (alguien que puede salvarlos, tomar la llave del Estado para terminar con un estado de cosas), estamos en el mismo terreno de las coincidencias sintomáticas. Cuando ahondamos en el discurso de la Libertad Avanza observamos aquello que Verón y Sigal destacaran como la piedra angular del dispositivo de enunciación peronista: la existencia de un sujeto que adquiere características de enunciador primero o fuente de palabra privilegiada en relación al sistema político; un pleno outsider que se auto percibe arribando desde el otro lado del mundo o naciendo desde fuera (contra) el sistema, asumiendo cierta posición de transparencia respecto del mismo (esa había sido la posición de Perón en 1945 y en 1973). Estamos siempre en el terreno de las coincidencias sintomáticas.
Para analizar el presente, sería más preciso reposicionarse en otro punto de partida. Por ejemplo, Aboy Carlés advierte sobre la supervivencia de una épica fundacionalista que opera como mecanismo de legitimación de los ciclos políticos que marcaron el retorno a la democracia. Este mecanismo consta de una dicotomización del campo político estableciendo una frontera de ruptura frente a un pasado que se considera execrable u ominoso, siendo una herramienta de construcción política recurrente (el alfonsinismo construyó su épica democrática mostrándose como lo otro de los años oscuros del proceso militar, el menemismo apareciendo como el tiempo del orden económico frente al caos hiperinflacionario del 89´, y así podríamos seguir). Creemos que este mecanismo es observable entre las formas de construcción política de La Libertad Avanza y es allí, precisamente, donde se abren los problemas. Si la tragedia de la Argentina comenzó hace más de 100 años (y no 70, como sostenía Cambiemos), la narrativa libertaria lleva el punto nodal de la decadencia más allá del peronismo, haciéndolo concomitante con la emergencia del sufragio universal y por ende formulando un nuevo guion interpretativo sobre la conveniencia de la democracia. Su cuestionamiento al número oficial de desaparecidos durante la última dictadura cívico-militar es otra arista más de su generalizada revisión de la historia. Debe repararse en el hecho de que Milei siempre vuelve al primer Alberdi: su faro es el siglo XIX, pero en su punto previo al proyecto de nación moderna encabezado por la aristocracia terrateniente del 80´. El sistema de la casta, como se ve, no tiene fondo. De allí que los recursos que encuentre Milei para conciliar su pretensión antagonista con elementos pasibles de apelar a una suerte de reconciliación social o comunitaria (lo que Aboy Carlés llamara pretensión hegemonista), no parecieran ser visibles: la incorporación del sindicalista Luis Barrionuevo como parámetro expansivo de la fuerza política triunfante no pareciera constituir un elemento sólido para aspirar a representaciones masivas. Tampoco aquel argumento que sostiene que aquellos miembros de la casta que deseen sumarse al cambio purificaran su pasado. Si gana Milei, entonces, más que una pregunta sobre supervivencias populistas (que por cierto constituyeron avances y saltos democráticos positivos en cuanto a expansión de derechos), será pertinente indagar hasta qué punto una simbología ultra-liberal entreverada con nociones regresivas de índole colonial, podrá encarnar una ruptura de semejante magnitud en paralelo a un proceso de gobernanza que requiere no sólo de castas, sino de frutos que hagan viable la articulación político-discursiva de un proyecto.