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Si todavía no era leyenda, ahora es más: réquiem por el Chancho Lucero, emblema de militancia, lealtad y resistencia en Rosario

Fue otro “fusilado que vive”, aunque no le llegaron a disparar. Al menos en dictadura, porque paradójicamente en democracia lo ametrallaron y hasta le volaron el auto con una bomba. Complotó con el general Valle, atacó el Regimiento 11 de Infantería, y años después cayó preso con las Fuerzas Armadas Peronistas, que ayudó a fundar. Fue diputado disculpándose por no terminar un trabajo de pintor de obra. Así vivió quien hasta había llegado a estrecharle la mano a Perón

Guillermo Correa

Contaba que había tenido un golpe de suerte: necesitaba la plata y por recomendación le dieron el trabajo de pintar un edificio entero, todos la entrada y todos los espacios de afuera de los departamentos, y entre piso y piso. Cuando vio que no le iba a dar el tiempo, se apuró lo más que pudo para cumplir con la responsabilidad, pero igual no llegó. Y le explicó al dueño:

—Vea, no voy a poder terminar. Mañana tengo que jurar como diputado.

—¿Usted me deja el trabajo a medio hacer y encima me carga?

Juan “Chancho” Lucero no bromeaba. Asumió como legislador provincial en 1973 y al poco tiempo iba armado al Congreso provincial: en una ocasión le dispararon con ametralladora cuando salió, y en otra, ese mismo año, una bomba hizo volar por los aires su auto. Y aún así, puede que no hayan sido los peores momentos de una vida increíble, en la que llegó a estrechar la mano de Juan Domingo Perón en un acto público antes del golpe de Estado de 1955, y la del general Juan José Valle un año después en una reunión clandestina para preparar la revuelta de junio de 1956, por la que estuvo a un tris de ser fusilado, capturado en el intento de copamiento del Regimiento 11 de Infantería de Rosario. Perseguido, detenido, reivindicado y sobre todo respetado, el hombre que le puso el cuerpo a la Resistencia Peronista, que fue fundador de las Fuerzas Armadas Peronistas, se convirtió en leyenda, si es que todavía no lo era. Este miércoles se confirmó su fallecimiento. “Estaba mal. Tenía 87 años. Una vida entera entregada a la militancia”, destacó Flavio, uno de sus sobrinos.

Hacía años que el Chancho ya hasta firmaba así: había incorporado a su nombre el apodo que le habían puesto cuando tenía poco más de veinte años. Había nacido en Villa Mugueta en 1937, en plena Década Infame, en una humilde familia de trabajadores rurales, cuando no existía el Estatuto del Peón. En los últimos años se le podían confundir fechas, pero hechos: recordaba perfectamente las que pasaban hasta que el Golpe del 43 empezó a cambiar todo. Y en ese proceso, en el que se gestó como bisagra el 17 de octubre de 1945, para los Lucero terminó con mudanza: empezaba a haber trabajo industrial, bien pago y así arribaron a Rosario.

“Nos vinimos luego de ese milagro que fue la irrupción del coronel Perón y de Evita. Aquí pudimos estudiar y trabajar. En aquellos tiempos el trabajo no faltaba. Junto con un chico, que era dos años menor que yo, Hilario Marcial Martínez, a quien conocíamos como Marcial, empecé a trabajar a los 12 años”, contó el Chancho en una entrevista, casi una década y media atrás.

Cinco años después, el humilde pibe de campo era delegado del gremio Maderero. “Tuve el gran orgullo de que Perón nos diese la mano a todos, en la última vez que vino a Rosario antes de su exilio”, contó en aquella oportunidad.

Balas que pican cerca

La feroz dictadura militar que ocupó el gobierno el 16 de septiembre de 1955 lo encontró con 18 años, y no dudó en sumarse a la Resistencia, junto a su amigo Marcial Martínez. En Rosario el golpe encontró una oposición tenaz, y tardó meses enteros en imponer su nuevo orden, sobre todo en los barrios obreros, especialmente los de la zona sur. Una placa recuerda que se combatió en Ovidio Lagos y 27 de Febrero: la oposición a alcanzaba a las propias filas militares, y los golpistas movilizaron a tropas de Corrientes para reprimir las manifestaciones, ante la negativa de los uniformados locales a hacerlo. Antes de fin de año, el general Valle y el coronel Oscar Cogorno mantenían una reunión clandestina en la zona de Alberdi, en Zelaya al 1100, a una cuadra de donde se emplaza la hoy comisaría 10ª. Allí estaba también Lucero. Se estaba preparando una sublevación, ya advertida –e infiltrada– por las fuerzas del gobierno usurpador.

Artículos periodísticos, narraciones sociales, estudios históricos, y hasta narraciones familiares, además de películas e historietas terminarían narrando y recreando los hechos de junio de 1956, que además dieron cuerpo a una de las más brillantes investigaciones y narraciones político-policiales, la obra “Operación Masacre”, de Rodolfo Walsh, con el anclaje de los fusilamientos en los basurales de la localidad bonaerense de José León Suárez. En Rosario, militares pasados a retiro por las autoridades golpistas y civiles armados protagonizaron la intento de deponer a la dictadura, incluso junto a militares en actividad. Lucero todavía no era el Chancho y su amigo marcial fueron protagonistas. El periodista y escritor Aldo Duzdevich, autor de “La Lealtad. Los montoneros que se quedaron con Perón”, rememora que también había un comisario, Ricardo Díaz, que les comunicó a sus subordinados lo que iba a hacer, y los metió a todos en una celda de la entonces comisaría 16. Y se fue con un sumariante, César Vigil, y todas las armas de la seccional a sumarse a la sublevación. Hay versiones diferentes de qué pasó con las 14 carabinas que se llevaron de la armería, pero Duzdevich cita a Lucero: “Para hacer tiempo con Marcial nos fuimos al cine Ocean, al salir nos encontramos con los compañeros de la célula, estaban todos menos el que tenía que traer las armas, menos mal que Lapettina y su yerno Morales habían traído dos escopetas con bastantes cartuchos, Marcial nos pidió que lo esperáramos y fue a buscar un gran facón que le saco al tío, yo me puse muy orgulloso de él”.

Se sabe que tenían que actuar varios comandos pero fueron desactivados, acaso por agentes infiltrados o por el propio temor que infundía la rebelión, que iba a ser –y de hecho lo fue– a escala nacional. Uno que cumplió con su misión asaltó la planta transmisora de LT2, en lo que entonces era la avenida Godoy, en una zona oeste todavía más rural que urbana. Y otro fue hasta el Regimiento 11 “General Las Heras”, tomó la guardia, y se lio a balazo limpio. Civiles, militares y policías mal armados y con escasas municiones contra efectivos del Ejército, operativos de Gendarmería, agentes de Policía, en tropas con abundante poder de fuego.

Reconstruyen distintas investigaciones que finalmente los sublevados se rindieron. En la redada quedaron unos 400 detenidos, y una veintena de ellos iban a ser fusilados, entre ellos el Chancho y su amigo Marcial.

Un pelotón acabaría con la vida del general Valle, el coronel Cogorno, y otros oficiales sublevados. Cuentas acaso incompletas dicen que 18 militares y 13 civiles fueron fusilados entre el 9 y el 12 de junio de 1956. Pero la oficialidad del Regimiento 11 de Rosario que había respaldado a la “Revolución Libertadora” tenía más afinidad con el general Eduardo Lonardi: “nacionalistas católicos” que rechazaban un baño de sangre y comulgaban más con quien había sido depuesto por el ala más dura del golpe, con el general Pedro Aramburu y el almirante Isaac Rojas a la cabeza.

Por esos tiempos todavía se confiaba más en los acuerdos sellados con un apretón de manos que con firma de papeles. Pero ya las palabras eran socavadas por las traiciones. Cuando preparaba la sublevación el general Valle había advertido: “Si llegamos a triunfar, tengamos siempre profundo respeto por los prisioneros. El amor debe primar por encima de los odios”. Del otro lado no existía esa misma impronta, y medio año más tarde Valle moría frente a un pelotón en el patio de la Penitenciaría Nacional, lo que consideró un deshonor.

Marcial Martínez, el dilecto amigo del Chancho, había sido menos formal: según recordó el propio Lucero, su queja era que los fusilaran con el estómago vacío. “¡Bueno, carajo. Está bien que nos vayan a matar, pero ¿nos van a dar de comer o no? Yo tengo hambre y quiero morir con la panza bien llena!”.

Lucero con el sindicalista Andrés Framini, electo gobernador de Buenos Aires y depuesto sin asumir, y Envar El-Kadri, líder de las FAP.

La culpa no es del Chancho

Lucero todavía no había llegado a ser mayor de edad cuando conoció una celda por dentro. Era la primera vez, estaría lejos de ser la última. Había sobrevivido de casualidad, pero no estaba dispuesto a acatar el decreto 4.161, que desde el 5 de marzo de 1956 prohibía y penaba con cárcel toda alusión al gobierno de Perón, y hasta la mención de su nombre, y toda simbología referida a sus estructuras políticas, sindicales y de cualquier tipo. A contramano, el Chancho, que ya era tal, pasó a sumarse al Movimiento de la Juventud Peronista, una organización que apenas había tenido desarrollo durante los gobiernos de Perón, y no paraba de crecer soterradamente con el líder caído y en el exilio.

El país se iba salpicando de organizaciones que enfrentaban a la dictadura, que finalmente en 1958 ensayó una apertura electoral, pero a medias: Perón continuaba proscripto y el Partido Justicialista ilegalizado. Vastos sectores del peronismo habían iniciado un proceso de radicalización, con Lucero entre ellos. Era la respuesta al endurecimiento de la dictadura, que en medio de huelgas llegó a encarcelar a 9 mil dirigentes sindicales. Pero además de la puja local, un cimbronazo alteró a toda América: en Cuba un movimiento rebelde de corte nacionalista había derrocado al dictador Fulgencio Batista tras cinco años y medio de guerrilla, y el 1º de enero de 1959 marchaba por la capital.

La Revolución Cubana tuvo un descomunal impacto en los movimientos populares de todo el continente, y el peronismo no fue ajeno. Pero coinciden diversas fuentes en que la gran controversia comenzaría a repercutir dos años después, en 1961, cuando la insurrección se había estabilizado como gobierno y proclamó el “carácter socialista” del proceso. Dos corrientes externas comenzaron a gestar influencia hacia adentro del peronismo. Una lo plantearía como un movimiento nacional de incontrastable ascendencia en las masas obreras llamado a ser un bastión para repeler al comunismo. La otra como un movimiento popular que sería la vía de tránsito hacia el socialismo. En esa efervescencia creciente, que dejaría profundas heridas en una fuerza política en lucha, había surgido ya antes el Ejército de Liberación Nacional – Movimiento Peronista de Liberación, la primera guerrilla peronista, más conocida con el nombre de Uturuncos: surgidos en en Tucumán y en Santiago del Estero, tomaron el nombre en quechua del jaguar, posiblemente por la influencia lingüística incaica desde tiempos remotos sobre el último territorio.

En paralelo se había conformado otra organización, que también apelaba a métodos de guerrilla, pero con una visión nacionalista anticomunista y antisemita. Tacuara no duraría mucho como tal, y daría paso a una fractura que la terminaría opacando, reelaborando sus tesis y avanzando hacia el peronismo en resistencia, el Movimiento Nacionalista Revolucionario Tacuara.

Lucero no tuvo relación con ninguna de las dos. Ni con la primera –y desarticulada– experiencia vinculada a militantes sindicales que había protagonizado su primer hecho en 1959, ni con la vertiente que tenía influencia de sectores conservadores de la Iglesia Católica. Pero su transcurrir de militancia –con un nuevo derrocamiento tras las elecciones de 1962, en el que fue depuesto el presidente Arturo Frondizi y una asonada cívico-militar llevó a desconocer los resultados electorales de un peronismo “disfrazado” que triunfó en 13 provincias, incluida Buenos Aires– lo llevaría a contarse entre los fundadores de otra corriente surgida en aquellos años: las Fuerzas Armadas Peronistas.

Acaso continuidad organizativa de la frustrada sublevación del general Valle, las FAP podían aglutinar –de hecho lo hicieron– tanto a militares y policías como a militantes sindicales y jóvenes revolucionarios que buscaron instrucción y entrenamiento en la isla del Caribe. Cayeron todos presos, entre ellos, otra vez, Lucero, en Taco Ralo, Tucumán, y ahí se acabó el Destacamento Montonero 17 de Octubre. Para colmo, el mismo día –el 19 de septiembre de 1968– en el que fallecía John William Cooke, acaso su máximo ideólogo, un luchador que emergió del nacionalismo de derechas, fue diputado nacional en 1946, y designado por el propio Perón como su “delegado personal” y hasta como su “heredero” en el Movimiento, si él fallecía. Terminó siendo al revés, después de que “el Bebe” fuera a explorar la Revolución Cubana –tras una espectacular y colectiva fuga en marzo de 1957 de la cárcel de Río Gallegos– y terminara como combatiente repeliendo una invasión contrarrevolucionaria, la de Bahía de Cochinos, también conocida como de Playa Girón, en abril de 1961.

Los dos tomos de la correspondencia –Perón-Cooke I y Perón-Cooke II– ilustran el complejo proceso por el que transitó el peronismo en resistencia, un torbellino que fue arrastrando a Lucero como a miles de militantes. Incluso al propio Cooke: de ascendencia irlandesa, su padre, Juan Isaac Cooke, también había sido diputado nacional y hasta canciller, entre mediados de 1945 y 1946. Pero un John William absolutamente convencido y desafiante había intentado hasta el cansancio fraguar el encuentro, que nunca se produjo, entre el líder revolucionario triunfante Fidel Castro Ruz y el “tirano depuesto” o “tirano prófugo” –como habían sido las instrucciones de la Libertadora de nombrarlo sin nombre– Juan Domingo Perón.

De la cárcel al Congreso

“Sepan ustedes que esta gloriosa revolución se hizo para que en este bendito país, el hijo del barrendero muera barrendero”, espetó el contraalmirante Arturo Rial a jerarcas sindicales que esperaban que los recibiera el general Lonardi, cuando aún era presidente –ocupó el cargo por 51 días hasta que lo desalojó el golpe palaciego de Aramburu-Rojas– y la Revolución Libertadora se afirmaba con una impronta de “ni vencedores ni vencidos” que duraría un suspiro. La escena retrataba muchas cosas, pero dos sobresalían: el rancio odio feudal de un vasto sectores de las Fuerzas Armadas y el pragmático “participacionismo” al interior de la CGT, una corriente que cambió de generaciones pero se mantiene hasta hoy: su eje es la reducción de daños, la exhibición de colmillos que no muerden. “Golpear para negociar”, es autorreconocida frase que sintetiza el accionar.

Lucero duplicó su edad en la total inestabilidad de esos años. Tenía 18 cuando Perón fue depuesto, había cumplido 36 cuando regresó al gobierno. Entre esos dos momentos bisagra de su vida de militante arreciaron insurrecciones, huelgas, persecuciones, encarcelamientos. Y él mismo se enardeció en esa búsqueda de una batalla total y final que volviera a poner las cosas en orden. Y estuvo entre los que, en 1968, salieron a buscar en las armas las respuestas que no obtenían en la política, se contó entre los fundadores de las Fuerzas Armadas Peronistas y cayó preso en la efímera experiencia de Taco Ralo, Tucumán.

Según familiares nunca recibió ni instrucción ni entrenamiento en Cuba, como sí lo hicieron decenas de argentinos que buscaron formación militar en la Revolución caribeña. El Chancho se fue haciendo a sí mismo de forma colectiva y entre sus compañeros. Y obteniendo el reconocimiento que unos pocos años más tarde, cuando el sueño parecía estar al alcance, en 1973, lo hizo ingresar como diputado en la Legislatura de Santa Fe.

Desde allí formó parte de la comisión investigadora por el caso de Ángel “Tacuarita” Brandazza, reconocido como el primer detenido-desaparecido por la Conadep.

Integrante del Peronismo de Base, que había derivado de las FAP, y estudiante de ciencias económicas, Brandazza fue secuestrado en San Nicolás y Saavedra el 28 de noviembre de 1972 por un comando mixto, torturado e introducido en el baúl de un auto, al que pudo abrir desde adentro para saltar a la calle. En bulevar Oroño y Córdoba corrió y lo volvieron a capturar. “Me llamo Brandazza y me secuestra la Policía”, alcanzó a gritar a los transeúntes.

En 1973 se formó la Comisión Bicameral Investigadora de Apremios Ilegales y Tortura en el Parlamento santafesino, que alcanzó a determinar quiénes y cómo habían cometido el crimen. Pero en medio de un creciente clima de presiones y de convulsión política, no recibirían castigo. Pero a Lucero, que estaba al frente de la Comisión, le ametrallaron el auto con él adentro, y después se lo volaron con una bomba. Salió ileso, pero iba armado a todas partes.

No lo sabía, pero ese corto lapso de esperanzas grandes y sueños rotos, serían sus últimos años viviendo en forma permanente en la Argentina. Encarcelado con el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976, la última dictadura le dio la opción de salir del país, y partió a Brasil primero y a Dinamarca, donde se radicó definitivamente.

Otros procesos vinieron después, y aseguran que el propio Néstor Kirchner lo apuntó en 2003 pensando en Santa Fe, cuando casi casi no tenía fuerza propia y comenzaba el armado que después se expandiría por todo el país. Ahora ambos, Pingüino y Chancho, viven en la memoria de la militancia.

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