Es estéril comparar mecánicamente ciclos históricos, pero también es cierto que hay fuerzas políticas, como la que ocupa hoy el gobierno, que suelen volver sobre sus pasos. Es como si pensaran que la reiteración de tratamientos fallidos pudiera algún día dar buenos resultados. Esto puede reflexionarse a partir de lo que sucedió en la Argentina la noche del jueves pasado.
Hay que decirlo: es asombrosa la reiteración de etapas que se recorren de nuevo, como si jamás se hubieran vivido. Ya sobre fines de 1972, quienes sabían lo que sucedía realmente en el entorno madrileño de Juan Perón, tampoco ignoraban que el viejo general ya tomaba distancias sutiles pero evidentes de la clamorosa campaña electoral cuya figura visible era Héctor Cámpora.
Ese verano de 1973 fue hirviente. Tras el triunfo electoral del 11 de marzo, las huestes juveniles que le daban sustento social a Montoneros imaginaban una toma del poder y el inicio de la marcha hacia la “patria socialista”. Campeaba un triunfalismo inexpugnable y aun cuando esa izquierda sabía que Perón era un militar conservador que había vivido voluntariamente en la España de Franco durante casi 12 años, fantaseaba que “el viejo” se acomodaría a un proceso revolucionario nacionalista.
El período que va de las elecciones del 11 de marzo a la expulsión de Cámpora, el 13 de julio, es de riquísima significación histórica, incluyendo la algarabía del 25 de mayo, la amnistía masiva avalada por ese fugaz presidente, y la matanza del 20 de junio. Perón retoma el centro del escenario ese 13 de julio, gana las elecciones el 23 de septiembre y asume el 12 de octubre. Será formalmente presidente sólo durante 242 días, hasta su muerte, el 1º de julio de 1974, aunque en verdad no menos de la mitad de ese período estuvo fuera de combate, enfermo y muy deteriorado.
En los 124 días que van del 11 de marzo al 13 de julio de 1973, la izquierda peronista mantuvo intacta la percepción de un Perón esencialmente amigo de las “formaciones especiales”, pero acosado por “la derecha” y sectores afines.
En la militancia y en las células operativas prevalecía la idea de que, aunque titubeante, Perón terminaría encarrilándose por el sendero revolucionario que le trazaba impacientemente la izquierda guerrillera. Mucha gente decisiva en la política y en la cultura decidió asumir como verdad incuestionable la plausibilidad de un Perón que se dejaría guiar por los jóvenes al verificar su militantismo ardoroso, que creían que, con el masivo despliegue territorial de sus huestes, la Tendencia Revolucionaria no sólo abrumaría al líder, sino que crearía condiciones irreversibles de cara a una aguda profundización de la situación.
Muchos quisieron creer y actuaron dándoles patente de legitimidad a sus presunciones, como si López Rega, Isabel y Lastiri fuesen meros y funcionales alfiles de un astuto estratega, al que colocaban en la categoría de los grandes revolucionarios de la época.
La realidad argentina de 2012 muy poco tiene que ver con aquellos trágicos meses que van de fines de 1972 a mediados de 1974, cuando el delirio revolucionario de la izquierda peronista armada se disuelve.
Con 39 años transcurridos, desde el mirador de 2012 la experiencia de los gobiernos kirchneristas evoca, sin embargo, instantes indelebles y decisivos de aquel momento. Un denominador común agrupa a esos dos momentos remotos: en ambos casos, cuadros políticos creen que los procesos de cambio superan las limitaciones y mentalidades de quienes los conducen. Esa obstinada voluntad de creer alimenta, en definitiva, una brutal soberbia ideológica, encarnación del voluntarismo más blindado, según el cual la sola decisión política, asociada a una fe casi religiosa, arman un “combo” explosivo.
Herederos de aquellos años 70, permanecen abroquelados en una imponente jactancia política. En aquel tiempo creían poder desnivelar irreversiblemente el balance de fuerzas y que un pragmático Perón optaría por ese revolucionarismo crudo y duro.
Muy poco sabían de cómo eran las cosas en verdad. Esa realidad se les empezó a tornar a la vez evidente y funesta. No es una comparación plana y mecánica. Son elementos de juicio que detectan coincidencias temibles. Es cierto que ambos, Perón y Cristina, han ensalzado al Che Guevara, sobre todo porque nada arriesgaban con esos ditirambos.
En ambas situaciones hay destacamentos de vanguardia dispuestos a creer. Ven una sola parte y desestiman la otra. Setentistas que hoy son sexagenarios y sus retoños camporistas contemporáneos, se aferran a criterios cerrilmente conspirativos. Enemigos, corporaciones, golpes, destituciones y conjuras varias pueblan sus espesos arsenales retóricos. Tan acendrada convicción conspirativa les permite, hoy como hace 40 años, desestimar los oscuro y opacos sistemas de poder que encarnan. Por eso, el hijo homónimo de aquel Juan Manuel Abal Medina que hace 40 años estaba junto a Perón, dice ahora que los miles de argentinos que ocuparon las plazas el jueves por la noche son como norteamericanos de Miami.
La corrupción administrativa, la inflación indoblegable, el ocultamiento deliberado de cifras, el abrumador uso oficial de la propaganda por TV más cruda y grosera, el explícito despotismo político y la deliberada ausencia de toda forma de participación civil articulada, son rasgos purulentos evidentes que motorizaron las demostraciones del jueves.
Nunca un ciclo se reproduce exactamente, pero hay razones poderosas para sostener que la Argentina deberá superar su recurrente tendencia a tropezar con la misma piedra, para poder trascender ese irreductible enamoramiento de sus propios desatinos. Claro que nada se repite, pero en la Argentina se advierten similitudes temibles.