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Siniestras dimensiones paralelas

“Counterpart” propone un cruce entre los códigos del cine de espionaje de la vieja escuela, de una ciencia ficción refinada, y de los componentes de un drama existencialista a partir de dos mundos donde la realidad se replica perturbadoramente.

Especial para El Ciudadano

La serie Counterpart propone un cruce sólido entre los códigos genéricos del cine de espionaje de la vieja escuela, de la ciencia ficción más refinada, y del despliegue de un drama de corte existencialista que acaba por ser la base de todo el relato desplazando a los anteriores al rol de meras excusas argumentales. A grandes rasgos, la serie traza las coordenadas de una sugerente ucronía, es decir, ubica al espectador en una suerte de presente alternativo suscitado por un extraño acontecimiento ocurrido en la década del 80, sobre el final de la Guerra Fría. En aquel momento, literalmente, el mundo se dividió en dos realidades paralelas. Desde entonces conviven dos mundos alternativos que se conectan por un oscuro corredor que funciona como espacio neutral entre ambos universos. Para pasar de un lado al otro no hay portales ni luces enceguecedoras, ningún artificio más allá de un oscuro pasillo administrado por mecánicas aduaneras de control algo anticuadas. Ambas realidades divergen, teniendo en cuenta que fueron una sola hasta 30 años antes. El hecho que produjo la gran diferencia fue una plaga que azotó a uno de los mundos en 1996 y que diezmó a gran parte de esa población mundial. Desde entonces hay un recelo entre ambos mundos, ya que quienes fueron víctimas de la peste culpan a la otra parte.

Espías en conflicto

Si bien el fantástico acontecimiento no se ha hecho conocer públicamente, hay divisiones entre ambos gobiernos que mantienen un contacto constante en secreto. Desde la peste y las dudas en relación a la posible intencionalidad de su manifestación, una suerte de Guerra Fría alternativa teje las tensas relaciones gubernamentales entre ambas realidades. Y en ese punto no es menor que Counterpart transcurra en Berlín, una Berlín en la que se abre el paso entre las dos realidades paralelas. Sin embargo, la alegoría política acerca de los dos mundos en conflicto se abre a otra más sutil y amarga. El conflicto principal se desata cuando un grupo clandestino de una de las realidades lleva a cabo una serie de atentados en la otra. A partir de allí, ambos gobiernos deben trabajar en conjunto para evitar una crisis diplomática de mayor envergadura. El protagonista es un opaco empleado del gobierno que trabaja en un sector burocrático sin saber nada, hasta el momento, de la existencia del otro mundo. Desatado el conflicto, se ve forzado por las circunstancias a trabajar en una misión de espionaje junto a su otro yo, que en la otra realidad ocupa un puesto de mayor envergadura, ostenta una personalidad más fuerte, y vive una disposición familiar diferente.

En ese gris submundo de espías y traidores y de realidades escindidas, una cierta tristeza en la atmósfera se deja sentir con pesadez desde el inicio, desde cada acción, desde cada gesto, desde cada diálogo. Hay una suerte de amargura propia del fantástico acontecimiento que no es posible ocultar y que poco a poco deviene en eje dramático del relato: quien se aventure al otro mundo difícilmente pueda salir ileso, una vez entrevistas esas otras vidas posibles, el derrumbe personal se prefigura indeclinable. El punto allí es el sesgo existencial de un problema más vasto ligado al fracaso de los proyectos identitarios, a las preguntas insoslayables del ¿quién soy? o ¿quién podría haber sido de no ser esto?

Uno mismo y el otro

El tema, en ese punto, es el enfrentamiento con ese otro yo en el que se cristaliza la posibilidad de otra vida, y con ella el desocultamiento de innumerables posibilidades capaces de engendrar otras vidas y otros mundos. Se trata de la angustia inevitable ante lo posible de otra vida propia, de que todo hubiese sido de otro modo. Angustia que podía permanecer latente pero que aquí sale a luz con violencia al enfrentarse a la existencia del otro mundo que, sin más, la materializa en una “otra” existencia concreta. En esa situación anómala, al verse cara a cara con ese otro que es en gran parte uno mismo pero a la vez alguien radicalmente diferente, se hace patente lo posible de otras vidas, quizás mejores, pero fraguadas extrañamente sobre bases idénticas. Allí, las variadas posibilidades de lo que pudo haber sido la propia vida dejan de ser una pura especulación para volverse una realidad concreta. La otra vida está allí, frente a frente, cara a cara, dejando a la intemperie lo peor y lo mejor del propio presente y del “uno mismo”. Allí está ese otro/otra que es uno, pero que al mismo tiempo ya no lo es, porque acontecimientos fortuitos lo han constituido de otro modo. En ese otro/otra está la duda sobre lo que a uno/una lo constituye: todas las miserias ocultas que allí se visibilizan y todas las carencias propias que allí se encuentran solventadas. Y ese es el dilema que se abre a la  perspectiva dramática más interesante de la serie. La realidad escindida actúa como alegoría del proceso identitario, de las preguntas sobre qué es el sí-mismo o que podría haber sido, sobre si hay algo constitutivo e insoslayable o si todo está lanzado a la contingencia. De un modo o de otro, sin embargo, el terror que abisma es enfrentarse a otra posibilidad de uno mismo, que en ciertos aspectos, termina pareciendo mejor.

Peste y revolución

Counterpart está realizada con solvencia emulando el cine de espionaje a la vieja usanza, con una puesta en escena de colores fríos y espacios que remiten a la estructura burocrática y paranoica de los años de la Guerra Fría. En sus aspectos ligados a la ciencia ficción, es imposible no señalar sus consonancias y sus referencias a “Fringe”, serie ya casi convertida en objeto de culto. El protagonista, por su parte, merecería mención aparte, por el modo tan sutil en que construye las diferencias entre ambas personalidades. En Counterpart se juega un cruce de códigos que apunta a desplegar dos líneas alegóricas: la primera, aquella ya desarrollada en relación a las vidas posibles, y la otra, más visible en primera instancia, es la escisión entre dos mundos materializada en el Berlín de la Guerra Fría. Y en ese punto el recurso que se destaca es la indiferenciación entre ambas realidades. Es sumamente perturbador el hecho de que durante la mayor parte de la serie ninguna de las dos realidades sea señalada como la “nuestra”. Pero un determinado capítulo abre con un cartel en pantalla que dice: “El otro mundo”. Allí se marca una pertenencia en relación a lo otro, un lugar de identificación, y también se enturbia el modo de lo planteado hasta el momento. Sobre todo, porque lo que se cuenta en ese capítulo es el adoctrinamiento por parte del grupo insurgente de un grupo de niños para ser insertados en el otro mundo como espías, mecánica adjudicada durante la Guerra Fría a la KGB. La maestra pregunta qué los diferencia de ellos. A lo que los niños responden que es la tecnología, los cigarrillos. Y la maestra agrega que también los cerdos, que ahí la peste mató a todos los cerdos y allí los cerdos campean libremente. Una extraña analogía que podría poner en paralelo a la peste con la revolución. Más allá de las dudas suscitadas, Counterpart despliega el relato y sus incidencias con rigor y profundidad, y lo que acaba por primar es ese dilema: ¿todas nuestras otras vidas posibles habrían sido mejores que ésta?, y aún más, ¿estaba en nuestras manos hacer que sea de otro modo? Más allá de la serie, claro, la respuesta a la última pregunta es obvia: sí, está en nuestras manos hacer de este mundo un lugar digno de llevar ese nombre.

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