Mario A. Chavero (*)
…Sin embargo, cuando se trata de la desposesión de los palestinos por Israel en 1948, existe un profundo abismo entre la realidad y la representación. Es muy desconcertante, y resulta difícil comprender cómo estos acontecimientos modernos, presenciados por reporteros extranjeros y observadores de la ONU, no puedan ser ni siquiera reconocidos como hechos históricos, y mucho menos reconocidos como un crimen al que hay que hacer frente, tanto política como moralmente. No obstante, no cabe duda de que la limpieza étnica de 1948, el acontecimiento más formativo en la historia moderna de la tierra de Palestina, ha sido casi totalmente erradicada de la memoria colectiva global y borrada de la conciencia del mundo.
Ilan Pappe. La limpieza étnica de Palestina
La escalada del conflicto histórico entre Israel y Palestina hace necesaria la discusión sobre sus causas históricas y sobre la situación actual del pueblo palestino que sigue sometido a un régimen de apartheid y ocupación de su territorio.
El 24 de octubre pasado el secretario general de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) António Guterres se refirió a la cuestión. Luego de condenar sin ambages y con contundencia indudable los ataques de Hamás del 7 de octubre, osó manifestar que dichos ataques “no ocurren en el vacío” y que “los palestinos han estado sometidos a 56 años de una ocupación asfixiante”. La reacción israelí no se hizo esperar, exigiendo inmediatamente su dimisión; decidiendo además denegar el visado para ingresar a ese país al jefe de asuntos humanitarios de la ONU y adelantando que hará lo mismo con otros miembros de esta agencia. “Les daremos una lección”, advirtieron de manera desafiante. Esto es muy conveniente para que ni siquiera los miembros de esta agencia puedan estar presentes en el “teatro de operaciones” en estos momentos. Aunque la presencia de sus funcionarios u observadores no garantiza de ninguna manera torcer el curso de las decisiones ya tomadas por Israel sobre qué hacer con los gazatíes. Hay que tener presente que la ONU es en buena medida corresponsable de la creación de este conflicto, que se remonta a las primeras décadas del siglo pasado. Gran Bretaña se había apropiado del territorio palestino al finalizar la Primera Guerra Mundial, convirtiéndolo en el Mandato Británico de Palestina en 1923 (administración esta “encomendada” por la Sociedad de las Naciones, antecedente de la ONU). Pero aún antes de eso el aún poderoso imperio británico ya se había comprometido con la Organización Sionista Mundial a cederle parte de esa tierra para instalar allí un “hogar nacional” para los judíos (Declaración Balfour de 1917). Y en Febrero de 1947 le transfirió a la ONU la responsabilidad de decidir sobre el pandemonio que había terminado por generar allí. Nueve meses después la ONU recomendó partir el territorio y darle el 56% a Ios judíos (Resolución 181 de la ONU del 29 de noviembre de 1947), reservando un 44% para los palestinos. Tal vez para intentar compensar en algo y enmendar lo irreparable, a partir de entonces la ONU ha emitido numerosas resoluciones de condena a la ocupación israelí y que reconocen el derecho inalienable de los palestinos de regresar a su tierra natal. Israel las ha ignorado olímpicamente (la primera de ellas tal vez fuera la Resolución 194, de diciembre de 1948 (que demandaba justamente la posibilidad de regreso de los miles de expulsados o de indemnización por los bienes perdidos o dañados para quienes no regresaran). Y para ello cuenta con el sólido respaldo de sus secuaces en los sucesivos gobiernos estadounidenses, que han vetado más de 40 de estas resoluciones (Israel devuelve ese favor, entre otros, votando junto a su socio, en contra de la condena internacional del bloqueo estadounidense a Cuba. Hace unos días se condenó esta política, también criminal, por 31o año consecutivo. Los dos únicos votos en contra, de un total de 189: Estados Unidos e Israel).
La mayor parte de los medios de prensa, indisimuladamente alineados con la política de devastación en curso, publican casi a diario que las Fuerzas de Defensa (sic) de Israel (FDI) han matado a tal o cual “comandante” de Hamás y a “varios terroristas más” en cada uno de los continuos bombardeos. Es posible y hasta lógico que esto sea así dada los ingentes bombardeos que está realizando sin pausa desde el 7 de octubre, regando mortandad sobre Gaza y con un avance de tropas regulares del ejército por tierra. Pero en este caso estos hechos no son otra cosa que “daños colaterales” a las muertes de población civil palestina. Es que la Operación “Espadas de hierro” en curso es un paso más de la limpieza étnica y apropiación territorial implementada sin interrupción y metódicamente por el Estado israelí.
Hay que decir que Guterres se equivoca, no ingenuamente claro. Y es un “error” que se reproduce a diario, agregando confusión a una situación ya de por sí compleja. Al decir que la ocupación sofocante de los palestinos lleva 56 años, nos remite a 1967, fecha clave pero errónea en términos del proceso histórico real que llevó a la expulsión de una enorme proporción de la población palestina y que deriva en la situación actual. 1967 alude a la guerra de los Seis Días en la que Israel se enfrentó y venció a los ejércitos de Egipto, Jordania y Siria, avanzando sobre estos países y ocupando nuevos territorios (solo una parte de los cuales fueron devueltos luego de los acuerdos de Camp David de 1978). Pero la ocupación de los territorios que la Resolución 181 le adjudicaba a los palestinos, ese 44% de su territorio original, comenzó mucho antes: en 1948. Y si nos atenemos a los acontecimientos estrictos, antes aún: en diciembre de 1947. Es decir, cinco meses antes de la proclamación del Estado de Israel ocurrida la noche del 14 de mayo de 1948, coincidente con la finalización formal del mandato británico en Palestina, fecha en la que el Estado ocupante festeja anualmente su Día de la Independencia. Los palestinos han llamado Nakba al proceso que se exacerba desde ese día: expulsión, devastación, catástrofe. Finalización formal porque los británicos, que tenían supuestamente el poder de control y de policía en el territorio hasta el final de su mandato que habían fijado para mayo de 1948, sabían perfectamente lo que había comenzado en diciembre de 1947. Y dejaban hacer. Manifestando de vez en cuando una queja a Ben Gurión por los “excesos”, que este negaba o encubría o justificaba. Como también sabía la ONU a través de sus observadores (estadounidenses, franceses, belgas) que informaban a la agencia de la expulsión forzosa y las masacres en curso (el papel cómplice de la ONU fue investigado en profundidad, buceando en los archivos y cables de la organización, por el historiador Michael V. Palumbo en su libro de 1987 “La Catástrofe palestina: la expulsión en 1948 de un pueblo de su tierra natal”). En el caso de los británicos, además, se encargaron de realizar, junto con las primeras acciones de las bandas terroristas israelíes, el trabajo sucio en la década del 30, reprimiendo las primeras protestas y levantamientos árabes motivados por la conciencia que estos iban adquiriendo sobre el proceso de pérdida del territorio que comenzaba a tener lugar, insensiblemente.
La destrucción de poblados, matanzas de centenares de habitantes y expulsión de centenas de miles de palestinos (para lo cual se acuñó el conveniente eufemismo de “traslado”), ya era analizado como opción por algunos líderes sionistas desde la década del 30. Claro que en aquel entonces la consideración era más abstracta y consistía en la convicción de que los “árabes” se tenían que ir, como dejó asentado Ben Guríon en una carta a su hijo, en 1937. Pero con el tiempo concluyeron en que estos no se irían por voluntad propia y que deberían ser expulsados por la fuerza, para lograr una Palestina “puramente judía”; ya que razonaron que esta homogeneidad étnica no se lograría solo mediante la inmigración de mayor cantidad de judíos. Esto fue dando lugar a la elaboración de varios planes durante la década del 40, cada vez más claros y precisos en sus cometidos y los medios para lograrlo (planes A, B y C). Con el tiempo y según se iban desarrollando los acontecimientos en terreno y en las negociaciones y exigencias del movimiento sionista, derivó en lo que llegaría a conocerse como Plan D (Plan Dalet, cuarta letra del alfabeto hebreo). Actualmente se sabe que este tuvo su carta de bautismo formal y oficial mediante órdenes a las brigadas de ataque israelíes desde el 10 de marzo de 1948 en adelante. Todo esto bajo la estricta planificación de un comité de 11 personas férreamente presidido por David Ben Gurión, líder de la Agencia Judía (cuyo brazo militar era la Hagana) y llevado adelante en ese momento por las estructuras paramilitares sionistas (además de la Hagana, el Irgún y la Lehi, más conocida como la “Banda Stern”) y que luego serán reorganizadas e incorporadas en la conformación de las FDI. Por ello puede decirse más certeramente que Israel no se creó por una resolución de la ONU sino mediante acciones militares-paramilitares en terreno, de facto, acciones de expulsión y aniquilación de la población palestina y ocupación de sus tierras, desde antes incluso de su proclamación como Estado. Porque para el día de la proclamación de Israel como Estado ya habían sido expulsados de los territorios que habitaban al menos 250.000 palestinos (un cuarto de millón de personas), cifra que algunos investigadores elevan a 350.000. Y en los seis meses siguientes la quirúrgica implementación del Plan Dalet significó la expulsión adicional de varias centenas de miles más, elevando la cifra en este primer año del proceso a 750.000-800.000 (la mitad de su población en aquel momento), la destrucción de 531 aldeas y pueblos (también aproximadamente la mitad del total) y el vaciamiento completo de 11 barrios palestinos en urbanizaciones más grandes.
Pero a pesar de que la hasbará (propaganda israelí) goza de muy buena salud, todavía, tiene que comenzar a esforzarse por tapar el sol con un dedo. Hoy día existe ya la posibilidad de conocer una parte sustancial de la historia exitosamente tergiversada durante décadas. Desde las últimas décadas del siglo pasado, toda una corriente de estudiosos e historiadores no solo han puesto en entredicho la fábula obligada sino que han comenzado a demoler uno por uno todos los mitos fundacionales de Israel (entre ellos: que Israel aceptó la partición y los palestinos no, y que fueron estos los que comenzaron la guerra con el apoyo de la Liga Árabe; que fue la misma guerra y el curso de los acontecimientos la que llevó a Israel a ocupar territorios que no le habían correspondido en la partición fijada por la Resolución 181; el mito de David contra Goliat: Israel, con una fuerza militar menos numerosa y peor pertrechada habría batido al enemigo panárabe mucho más poderoso; que en el momento de la partición Israel corría riesgo de un “Segundo Holocausto”, que era lo que los líderes sionistas manifestaban en sus alocuciones públicas a los judíos para galvanizar la opinión pública; que los palestinos abandonaron voluntariamente sus casas y sus aldeas, obedeciendo esto en gran medida al llamamiento hecho por sus propios líderes; etc.) Esta corriente ha sido denominada como la de los “nuevos historiadores”. Son israelíes que han hecho un trabajo de investigación puntilloso y de gran rigor, y que han agitado las plácidas aguas de la historiografía oficial israelí que se enseñaba en las escuelas y universidades hasta ese momento. Y que es la que prestaba fundamento “científico” al relato que impregna fuertemente la opinión pública en el mundo occidental. Algunos nombres: Avi Shlaim, Ilan Pappé, Benny Morris, Tom Segev, Simha Flapan, entre otros. Algunos de ellos investigaron los (contados) archivos desclasificados por las Fuerzas de Defensa de Israel, los archivos de la Hagana, el Diario personal de Ben Gurión, entre otros documentos, así como fuentes orales tanto de israelíes que participaron en las operaciones como de palestinos sobrevivientes de las masacres y refugiados.
Este grupo de ninguna manera es homogéneo ni unívoco en sus tesis y conclusiones, habiendo sostenido fuertes debates y duros cuestionamientos entre ellos. Lo interesante es que esta corriente confluyó, en su mirada crítica a la mitología histórica consagrada oficialmente en y por Israel, con historiadores e investigadores palestinos y de otros países árabes. Estos ya venían levantando, desde mediados del siglo pasado, serias objeciones y cuestionamientos a la historia “única” existente. Estas nuevas investigaciones confirmaron varias de las principales tesis que, al ser sostenidas por palestinos/árabes, eran hasta entonces barridas del terreno académico por los distintos mecanismos de censura que allí rigen o denostadas como simple propaganda política, y sin llegada a la opinión pública. Como cabía esperar, varios de los “nuevos historiadores” fueron inmediatamente objetados y anatematizados, no solo por los historiadores oficiales sino también por la clase política y los medios de comunicación estatal israelíes. A algunos se los acusó de “traidores”, entre otros cumplidos de ese tenor, desatándose una verdadera caza de brujas. Pero allí están sus obras y la “otra” historia para quien quiera mirar frontalmente a los hechos ocurridos.
Para tener dimensión de lo que ha venido ocurriendo desde 1947-1948 en los territorios ocupados, es necesario repasar el significado del término “limpieza étnica”. El mismo proviene del serbocroata etničko čišćenje e implica “una política bien definida de un grupo particular de personas para eliminar sistemáticamente a otro grupo de un territorio particular en base a su origen religioso, étnico o nacional. Esta política involucra la violencia y está conectada frecuentemente con operaciones militares”. La definición es de Drazen Petrovoic, quien fue de los primeros en estudiar las masacres y atrocidades ocurridas en la guerra de los Balcanes o de la ex Yugoslavia en los 90. Y es citada habitualmente cuando se investiga este tipo de hechos. La limpieza (o purificación) étnica intenta generar un territorio étnicamente homogéneo, lo que se busca conseguir a través de todos los medios posibles, desde la discriminación hasta el exterminio. Para investigar esto durante aquel conflicto, el Comité de Seguridad de la ONU creó una comisión de expertos (Resolución 780 en 1992). En el informe publicado sobre la investigación realizada precisó que los medios coercitivos en la expulsión de la población podían incluir “asesinatos, torturas, detenciones y encarcelamientos arbitrarios, ejecuciones extrajudiciales, violaciones y agresiones sexuales, lesiones físicas graves a civiles, confinamiento de la población civil en guetos, expulsión forzosa, desplazamiento y deportación de la población civil, ataques militares deliberados o amenazas de ataques contra civiles y zonas civiles, utilización de civiles como escudos humanos, destrucción de bienes, robo de bienes personales, ataques contra hospitales, personal médico y lugares con el emblema de la Cruz Roja/emblema de la Media Luna Roja, entre otros”. Y agregó que estas prácticas constituían crímenes contra la humanidad, que podían asimilarse a los crímenes de guerra y que podían ser contemplados como genocidio y en consecuencia pasibles de ser juzgados por tribunales penales internacionales.
Es sumamente sugestivo que las definiciones de este fenómeno, generadas a partir de las investigaciones llevadas a cabo sobre el conflicto en los Balcanes en los tempranos 90, se ajustan ostensiblemente con los hechos ocurridos durante los últimos meses del mandato británico en Palestina y exacerbados a partir del fin de dicho mandato coincidente con la creación del Estado de Israel, según explica Ilan Pappe en su libro de 2006, “La limpieza étnica de Palestina”. Entre las atrocidades cometidas por las tropas y bandas paramilitares israelíes durante algunas de las operaciones de ataque a las aldeas y poblados palestinos desde 1947, figuran también episodios de violación de mujeres, así como de robo y saqueos. En este último caso, las tropas ocupantes les robaban a quienes no habían muerto en el primer momento, antes de expulsarlos, todo objeto de valor que portaran. A los que no tuvieron esa suerte, los ejecutaban de un disparo en la cabeza. Las casas en general eran inmediatamente incendiadas o destruidas con TNT. En su defecto, si se decidía conveniente no estallarlas en ese momento, se colocaban minas explosivas para prevenir la eventual reocupación por los expulsados.
1948-2023: 75 años de ocupación, 75 años de Nakba
Volviendo a la situación actual, el ataque terrorista ejecutado por Hamás debe ser condenado de manara categórica y concluyente. Y repudiar de manera rotunda el asesinato de civiles a manos de comandos terroristas (al menos 1300 israelíes) y la toma de rehenes (al menos 242, entre civiles y soldados). Y hecho esto, hay que preguntarse por las acciones israelíes en este sentido. Como lo demuestran los propios documentos y archivos secretos desclasificados del Estado israelí, este país ha venido cometiendo acciones de la misma gravedad y violencia aunque en una escala muy superior desde la década de 1940. Pero además de las muertes a través de esta verdadera máquina de aniquilación, el asesinato a través de comandos no es la única forma repudiable de matar civiles, ¿o sí? Se mata civiles de hambre; se mata civiles privándolos de su tierra, destruyendo sus cultivos y fábricas con ataques aéreos, arrasando sus casas con bulldozers, desplazándolos al guetto en que los han confinado, precintado con una gigantesca pared y alambradas; se mata civiles no permitiéndoles que se atiendan en hospitales fuera de los “territorios ocupados”, es decir situados fuera de la cárcel a cielo abierto que significa la franja de Gaza o Cisjordania (ya que los hospitales allí están limitados en insumos y tecnología y recursos humanos con formación y actualización); se mata civiles obligándolos a vivir hacinados, llegando a limitar o directamente privar de agua y electricidad a esta población, como está ocurriendo en este mismo momento. Hay que recordar que la Franja de Gaza, con más de 2 millones de habitantes (hasta principios de octubre de este año), es una de las zonas con mayor densidad poblacional del mundo. Hacinados estaban y seguirán estando, en cualquiera de las alternativas que se avizoran, en una celda más reducida aún que hasta ahora, o en campos para refugiados en alguno de los países limítrofes. Forma eficaz para la muerte por transmisión de enfermedades a través de brotes y epidemias, si el tema en debate es el modo de asesinar civiles (1). Territorio en pleno proceso de ser despoblado y muy probablemente repoblado de manera inmediata por nuevos asentamientos de colonos israelíes, escoltados por tropas del ejército en el clásico modus operandi. Y forma eficaz de que el conflicto no tenga ninguna posibilidad de resolución dado que los refugiados palestinos en otros países forman un parte irrenunciable de una eventual solución negociada.
Según algunas organizaciones internacionales (Refugees International, Badil Resource Center) estos suman en la actualidad más de 7 millones. También sobre el asesinato de civiles, está el caso de los muy duchos francotiradores israelíes que esta “democracia” ha enviado a realizar su labor ante cada manifestación de protesta. Los que, en mayo de 2018 por ejemplo, en un solo día dejaron el saldo de 58 palestinos muertos y más de 1350 heridos, aunque algunos conteos superan largamente esta cifra. Un solo episodio de los tantos y tantos que se repiten en estas décadas. Se podría seguir con los ejemplos de este tipo casi hasta el infinito dada su profusión y repetición. Y es que el ocupante ha logrado construir uno de los laboratorios sociales más alevosos de la historia en cuanto a tropelías y masacres; a la vista de todo el mundo (aunque la censura ejercida sobre la información no es menor), casi en directo, y no únicamente como tarea de los historiadores.
En los territorios que controla, Israel ha implementado un régimen apartheid, como lo reconoce la organización israelí B’Tselem (Centro de Información Israelí para los Derechos Humanos en los Territorios Ocupados) entre tantos (2). Pero esta organización sostiene que a Israel no se la puede considerar como un régimen doble, es decir una democracia que existiría en el territorio soberano de su país mientras que simultáneamente mantiene una ocupación militar fuera de dicha línea: Israel es un Estado apartheid, como lo fue Sudáfrica en su momento.
Antisionismo no es antisemitismo
Tildar a alguien de antisemita y hasta de nazi está a la orden del día. Ocurre que el sionismo, abierto o camuflado, emplea esta acusación como un medio para acallar y censurar las críticas contra el Estado de Israel y su régimen. Y de esta manera, cuando carece de fundamento, de legitimidad, pervierte el sentido del combate contra el verdadero antisemitismo. Cuando se esgrime de forma espuria, y en una maniobra de inversión de la carga de la prueba, en esta imputación es el acusado el que tiene ahora que clamar por su inocencia, demostrando que no lo es, aportando las pruebas necesarias para exculparse. Porque ante este delito, que no hace falta demostrar ya que se demuestra a sí mismo casi tautológicamente, pareciera que los temibles epítetos tienen un carácter performativo: “logran” que el imputado se transforme en antisemita o nazi, aunque no lo sea y sus manifestaciones o acciones nada hayan tenido que ver con esto. Al proferírsele la acusación no puede eludir manifestarse: si calla otorga. El reciente caso de Guterres es ejemplificador y es solo el último ejemplo de resonancia internacional: inmediatamente después de ser acusado por el gobierno israelí de justificar al terrorismo de Hamás intentó desesperadamente aclarar que él había querido decir exactamente lo contrario. El embajador israelí ante la ONU lo fustigó en duros términos así como se hace con todo aquel que no se alinea con la posición de su país en la misión en curso: más de 10.000 palestinos asesinados, al menos la mitad niñas y niños.
Y contando.
En este contexto es notable la reciente carta de renuncia del director de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos en Nueva York, Craig Mokhiber, denunciando la vergonzante defección de la ONU ante la matanza en curso. Excepcional viniendo de un funcionario de este tipo de agencias, por el crudo lenguaje empleado, exento de los eufemismos y circunloquios ad usum en las tibias fórmulas habituales de “condena” a Israel que se estilan en estos ámbitos de la comunidad internacional.
Para que Israel pueda seguir llevando adelante su política de Estado y la limpieza étnica es imprescindible que cuente con colaboración y complicidad de sectores clave de la sociedad en los distintos países del mundo, sobre todo de occidente. Por ello disponen de enormes recursos financieros y un inmenso poder de lobby y de presión a lo largo y ancho del globo. Por ello llevan esta guerra inclemente, bajo distintas formas y a través de distintos mecanismos, por todos los rincones de la tierra, pues necesitan ganarla también en el terreno de las conciencias, en todos lados. Por ello es que los medios de prensa en general, salvo los que deciden y logran mantener una visión crítica ante este poderoso aparato, reproducen y replican a escala ampliada el mensaje proisraelí, culpando a los palestinos de haber comenzado la escalada (pareciera que este conflicto comenzó el 7 de octubre…). O callan de manera cómplice, o pretenden mostrarse equidistantes ante ambas “partes”. Por ello es que llegan a censuran planteos incómodos y contrarios a estos intereses, hasta el colmo de eliminar textos ya publicados. A este “periodismo” Rodolfo Walsh les dedicó estas palabras: “…creo que el periodismo es libre, o es una farsa, sin términos medios”.
Por ello es que han logrado dar forma e instalar una definición hegemónica de antisemitismo cuya intención es amordazar cualquier voz que denuncie al ocupante. Trastocando burdamente el sentido verdadero de algunos conceptos, presentando al antisionismo como antisemitismo, lo cual sigue siendo hasta ahora tan eficaz y redituable. La definición es la de la Alianza Internacional para el Recuerdo del Holocausto –IRHA por sus siglas en inglés– (3), que logra la adhesión gradual de cada vez más países. Argentina lo ha hecho por Resolución 114/2020 del Ministerio de Relaciones Exteriores, Comercio Interior y Culto. Solo unas pocas y breves observaciones sobre esta definición que se pretende “no vinculante”. Sostiene que las manifestaciones de antisemitismo: “Pueden incluir ataques contra el Estado de Israel, concebido como una colectividad judía. Sin embargo, las críticas contra Israel, similares a las dirigidas contra cualquier otro país no pueden considerarse antisemitismo”. O sea: las manifestaciones [de antisemitismo] pueden incluir ataques contra el Estado de Israel… pero las críticas contra Israel, no pueden considerarse antisemitismo. Confuso, por decir lo menos. Luego afirma que debe considerarse antisemitismo: “denegar a los judíos su derecho a la autodeterminación, por ejemplo, alegando que la existencia de un Estado de Israel es un empeño racista”. Sobre esto: habría que reflexionar sobre la equivalencia que se hace entre “los judíos” y el “Estado de Israel”, en lo que muchos judíos estarían en desacuerdo, quizá. Y luego, si se argumenta que Israel es un “empeño racista”, ¿eso implica que se niegue el derecho a los judíos a la autodeterminación? De ninguna manera. Simplemente se denuncia una ideología y un plan de acción político-militar, que no es lo mismo. Por último, para esta definición constituye antisemitismo: “aplicar un doble rasero al pedir a Israel un comportamiento no esperado ni exigido a ningún otro país democrático”. Lo de “democrático” es más que cuestionable, como se apuntó más arriba citando a B’Tselem. Pero ¿cuáles serían los comportamientos no esperados ni exigidos a otros países “democráticos” sobre los que se podría exigir o cuestionar a Israel? ¿La ocupación de un territorio? ¿La expulsión forzosa de centenas de miles de sus habitantes? ¿La muerte interminable de miles y miles de ellos en innumerables operaciones militares? ¿El régimen de apartheid férreamente instalado? ¿El impedimento para que los millones de refugiados regresen a su tierra natal? Ocurre que no son muchos los países verdaderamente democráticos que ejecuten estas acciones en nuestro planeta. Como se ve, una definición problemática. Supuestamente su cometido es confrontar, oponerse, limitar, frenar el antisemitismo. La pregunta es: ¿aporta esta definición a ello? La definición IRHA se declara como “practica, jurídicamente no vinculante” pero comienza a demostrar que es exactamente lo opuesto. En Europa ya se ven sus consecuencias para quienes son llevados ante los estrados judiciales por críticas o denuncias realizadas contra el Israelí y sus políticas contra los palestinos. Y mientras tanto, en el último mes, los actos de antisemitismo se han disparado en muchos países del mundo.
En la vereda opuesta de la política sionista, a pesar de la limitación del alcance de su prédica y su influencia notoriamente menor, se ubican quienes no aceptan ni consienten que la solución al conflicto sea la que perpetra Israel desde hace 75 años. Entre ellos la valiosa y valiente militancia llevada adelante por muchos judíos, dentro y fuera de ese país, y a quienes por supuesto no resulta tan simple tildarlos de antisemitas o de nazis. Son los que se oponen a quienes, valiéndose del padecimiento inenarrable sufrido durante la Shoá, el exterminio de seis millones de judíos, justifican la ocupación, la limpieza étnica, la matanza de palestinos. Norman Finkelstein ha explicado y desentrañado esta lógica en su libro “La industria del Holocausto”. A estos mismos personajes, los judíos que no comulgan con esta barbarie les gritan: “Una vez más, ¡no en nuestro nombre!”.
La Nakba continúa pero el pueblo palestino sigue luchando. Por su derecho a existir, a estar en su tierra, a regresar a su hogar. A vivir. Repasando la historia se advierte su firmeza, su tenacidad. A esa perseverancia indoblegable, los palestinos le llaman sumud.
(*) Trabajador de la salud