He sido invitado por las organizadoras de Shoá Ugvurá, la muestra que desde 1999 se abre anualmente en Rosario como un espacio de reflexión y reivindicación de la memoria sobre el Holocausto, a escribir sobre la situación de los jóvenes que tuvieron que vivir, y en muchos casos morir, en esos días. Si bien me sentí honrado por la invitación, no pude evitar preguntarme qué tiene para decir sobre un asunto tan particular un antropólogo social, gentil (no judío), colombiano, ateo, no especialista en el tema.
La respuesta que hallé, que sin duda no es la única posible, es que si puedo decir algo, ese algo tiene que ver con proponer una reflexión sobre lo que tenía que hacer con su vida alguien que estaba en edad de ser niño o joven, si las condiciones sociales hubieran sido las normales y no las de la catástrofe que se precipitó sobre los pueblos de la Europa gobernada por los nazis y sus aliados. Al final presentaré una lista breve de obras de autores que fueron niños en esos días y como sobrevivientes escribieron sus memorias años después, o de niños que perecieron pero cuyos registros han sido publicados.
Hablar de Shoá, no de Holocausto
Antes de entrar en materia quiero hacer una aclaración: en este artículo emplearé preferentemente la expresión Shoá para referirme a lo que comúnmente se conoce como Holocausto. La elección depende de que quiero tomar distancia del aire ritual de la palabra “holocausto”, que remite a un sacrificio en el cual se le ofrece una víctima a dios (inmolándola y quemándola en el altar) con el propósito de ganar su beneplácito. “Shoá”, en cambio, es una palabra proveniente del hebreo que traduce “catástrofe”.
Opino que fue eso, una catástrofe, lo que sufrieron varias minorías europeas de las cuales la mayor y más cruelmente humillada fue la de los judíos laicos y religiosos, pero entre las que se encuentran también los gitanos, eslavos, testigos de Jehová, militantes de izquierda, homosexuales, discapacitados, e incluso combatientes republicanos españoles. Entonces, hablo de Shoá porque no puedo pensar en corderos sacrificados, sino en seis millones de judíos y aproximadamente once millones de no-judíos que fueron víctimas de una catástrofe, una masacre planificada y puesta en marcha a niveles industriales por los nazis y sus colaboradores.
La vida durante la catástrofe
En cuanto a qué pasaba con los niños y jóvenes durante la Shoá, la respuesta general es que sucedía exactamente lo mismo que con la gente de otras edades: todos tuvieron que enfrentarse, paulatinamente o de golpe, a la desorganización radical de sus vidas y a la matanza. En el caso concreto de los niños y jóvenes se trató de la imposibilidad de continuar viviendo la infancia y la juventud como etapas sociales, aunque tuvieran edad para ello.
En la sociedad occidental moderna asumimos que existen dos etapas de la vida llamadas infancia y juventud en las que –al menos para quienes viven por encima del límite de la pobreza– las personas deben dedicarse al ocio y la vida escolar, mientras su subsistencia es garantizada por los padres. Con el advenimiento de la Shoá, niños y jóvenes de los sectores perseguidos enfrentaron la imposibilidad de vivir la infancia y la juventud en ese sentido moderno.
Así, aparte de la exclusión del sistema educativo instaurada por los nazis, el tipo de vida que imponían las condiciones de hacinamiento, escasez y desempleo en los guetos determinó que invariablemente la responsabilidad por el sostenimiento de los adultos recayera en los niños y jóvenes de las familias. Se trata de un fenómeno frecuentemente conocido como el despojo de la infancia, relacionado con que debido a la escasez y el desempleo, todos los parientes debían colaborar con la subsistencia, y con frecuencia las actividades centrales sólo podían ser desarrolladas por los menores.
En ese marco, niños y jóvenes ejercieron una de las actividades más comunes de resistencia al exterminio: el contrabando. Durante los años que duró el confinamiento en los guetos, ellos, más ágiles y pequeños que los adultos, salían a través de las alambradas o las alcantarillas llevando objetos de valor, y entraban con comida, armas y municiones, ninguna en cantidad suficiente para asegurar la salvación de la población. El castigo que les aguardaba en caso de ser sorprendidos era la ejecución.
Además del contrabando estaban el robo, las changas que puede hacer alguien en un lugar superpoblado y miserable como los guetos, y el trabajo en fábricas instaladas por la burguesía o pequeña burguesía nazi al interior de los guetos para explotar la mano de obra prácticamente esclava de sus habitantes. En las fábricas el salario era ínfimo si lo había, pero se encontraba un poco de comida y una libreta de trabajo que podía representar la salvación, pues permitía eludir las deportaciones que hoy sabemos que eran hacia los campos de exterminio, pero que en esa época estuvieron la mayor parte del tiempo cubiertas del silencio angustiante dejado por los deportados, de quienes no se volvía a tener noticias.
De cualquier modo, si uno piensa en esas actividades a través de las cuales no solamente los niños y jóvenes, sino casi cualquier habitante, intentaban mantenerse con vida, se enfrenta al hecho de que no es allí donde se encuentra la particularidad de la experiencia de quienes fueron sometidos a la segregación, la humillación y el exterminio. El punto al que quiero llegar es que si bien en prácticamente todas las épocas es posible encontrar niños y jóvenes que por la miseria han debido trabajar para vivir y ayudar a sostener sus familias, la situación típica de la Shoá no tiene que ver fundamentalmente con eso, sino con el hecho de que se hiciera lo que se hiciera, lo más probable era que se fracasara en el intento de salvarse o salvar a alguien.
La muerte se encontraba a la orden del día, y si a costa de enormes riesgos para la propia vida un joven o un niño lograban conseguir suficiente comida para demorar la muerte por hambre de su familia, se mantenía el riesgo de perecer por la propagación acelerada de las epidemias en lugares con condiciones sanitarias deplorables, habitados por personas con una salud debilitada por el hambre. Si a pesar de todo se sobrevivía al hambre y las epidemias, eso no garantizaba que uno no fuera a ser deportado en la próxima operación.
Es ese el contexto en el que los habitantes de los guetos libraron la batalla por sobrevivir al exterminio contrabandeando, robando, trabajando en las fábricas, organizando comedores y escuelas comunitarios, cuidando de los ancianos y los enfermos, y en algunas ocasiones enfrentando militarmente a las tropas nazis. Vistas en un marco tan desfavorable, esas actividades resultan especialmente admirables, y pueden ser dimensionadas en la profundidad de su heroísmo.
He intentado condensar en la limitada extensión de este texto algunos aspectos que considero centrales sobre las condiciones de la lucha dada por personas de todas las edades durante los años de la catástrofe, con la expectativa de que al ponerlos en contexto logre esbozar la fuente de la inmensa admiración que me inspira la actividad de esos millones de luchadores que en su mayoría fueron derrotados. Sin embargo, ese no es mi único propósito. Existe uno más concretamente político, que está relacionado con plantear que las libertades y comodidades a las que muchos estamos acostumbrados desde la tranquilidad de la clase media no han existido siempre, ni corresponden con la vida de la mayoría de la humanidad hoy día, y mucho menos se pueden asumir como garantizadas para el futuro.
Reconocer que hace pocas décadas la sociedad europea pasó por una situación como la de la Shoá, y que hoy existen grupos sociales que viven bajo la amenaza de la “limpieza étnica” y sometidos al confinamiento geográfico, el hambre y las epidemias por gobiernos racistas, lo pone a uno ante la disyuntiva de voltear la mirada y pensar en otra cosa o hacer lo que esté a su alcance para luchar por evitar –o parar– la repetición de la catástrofe. En ese sentido, este no es un artículo “inocente”. Quiero invitar al lector a no mirar para otro lado, y a hacer lo que esté a su alcance para evitar el desarrollo de esa tendencia al exterminio del otro que la sociedad occidental podría patentar como propia, no porque le sea exclusiva, sino porque la ha desarrollado a niveles que hasta antes del siglo XX difícilmente alguien habría podido imaginar.
Por: Sigifredo Leal Guerrero
Magister en Antropología Social por la Universidad Nacional de General San Martín, provincia de Buenos Aires; ex becario de la Escuela Internacional para el Estudio del Holocaustodel Museo Yad Vashem, Israel; actualmente se desempeña como docente de la Universidad de Ibagué, Colombia.