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Sobrevivir y viajar para contarlo

Un sobreviviente y tres padres estuvieron en Rosario para relatar el horror de los estudiantes de magisterio mexicanos de Ayotzinapa, donde el 26 de septiembre del año pasado la policía asesinó a tres jóvenes y 43 alumnos siguen desaparecidos.

Francisco tiene 19 años y juega al fútbol. Le encanta, admite. Con una sonrisa blanca que contrasta con su tez morena, bien mexicana, asegura que juega tan bien como Lionel Messi. Es hijo de campesinos y quiere ser maestro rural. Para eso vive en la escuela normal de Ayotzinapa, en el estado de Guerrero, México, a cuatro horas de su casa.

Francisco, además, sobrevive. No sólo pudo pasar la noche del 26 de septiembre de 2014, en la que asesinaron a tres compañeros y desaparecieron a 43, sino que es un sobreviviente de todos los días. En su país, las desapariciones y los asesinatos se cuentan por decenas de miles, en especial de mujeres, de jóvenes y de campesinos. Él, con 19 años, sale a la calle sabiendo que la policía puede llevárselo, desaparecerlo, o que una bala perdida le puede quitar la vida en cualquier momento. Francisco eligió también luchar. Y con esa elección se diferencia de Messi. No sólo porque él es defensor, sino porque elige no quedarse sólo en el partido. Sale a manifestarse y pelear por la paz, literalmente. “Amamos a Messi. Se respeta, sabe muy bien lo que hace. Pero mientras no se ponga la remera 43 no va a ser un buen jugador”.

Hilda Legideño Vargas, Mario César González Contreras, Hilda Hernández Rivera y Francisco Sánchez Nava atravesaron América para sumar voces en su pedido por justicia. Los tres primeros son padres de estudiantes desaparecidos; Francisco es un compañero que o por azar o por milagro sobrevive para contarlo. “Caravana 43” se llama el viaje que estas cuatro personas hacen por Argentina, Brasil y Uruguay para contar, denunciar, demandar justicia por los hechos del 26 de septiembre de 2014, cuando tres futuros maestros fueron asesinados por la policía y 43 desaparecieron luego de que los obligaran a subirse a móviles policiales. “Vivos se los llevaron, vivos los queremos”, es la bandera que el mundo entero levanta desde esa fecha.

La Caravana 43 llegó a Rosario el martes pasado. El relato de la violencia de Ayotzinapa se replicó en distintos sectores de la ciudad durante tres días. Los familiares y Francisco se sumaron a la ronda de las Madres de Plaza 25 de Mayo, participaron de actividades artísticas y de actos, se reunieron con organizaciones sociales para intercambiar experiencias y lazos de solidaridad. El miércoles le dieron lugar a la prensa. Sentados en una mesa larga, en el Centro Cultural La Toma, Francisco, Hilda, Mario e Hilda se presentaron y contaron el horror y la lucha a la que se enfrentan inesperadamente y por primera vez en sus vidas.

Sobrevivir para contarlo

César Manuel González Hernández llamó a sus padres el 26 de septiembre, a eso de las 15. Cursaba su primer año en la Escuela Normal de Ayotzinapa y llamaba todos los días para ver cómo estaba su familia. César cortó y volvió a llamar más tarde, avisando a sus padres que tenía una actividad, que hablaban luego. “Ahí fue cuando no volví a escuchar la voz de mi hijo”, recuerda Hilda Hernández Rivera, su mamá, ocho meses después y desde Rosario, Argentina. “Cada vez que Francisco cuenta lo que vivieron, siento una impotencia muy grande. Quisiera que nosotros hubiésemos estado ahí para salvar a nuestros hijos”. El relato de Francisco duró media hora, durante la que se mantuvo de pie.

Con una mano sostuvo el micrófono. El otro brazo quedó en alto, acompañando el hilo de una historia emotiva, terrorífica y precisa.

Los estudiantes de Ayotzinapa organizan actividades para recolectar fondos para mantener la escuela. Ese 26, cuenta Francisco, salieron a la autopista a pedir monedas.

Partieron en tres colectivos a las 17 y dos horas más tarde comenzaron a volver. El camino a la Normal implica pasar por Iguala, capital de Guerrero, donde la policía municipal los recibió a balazos. Esa fue la primera de varias balaceras. Las crónicas periodísticas de aquellos días señalan que esa noche las autoridades de Guerrero iban a hacer un acto público, y la gobernación había ordenado a las fuerzas policiales “prevenir” cualquier posible manifestación o acto de repudio de los estudiantes.

Luego de la primera balacera, los estudiantes continuaron su camino y encontraron un patrullero vacío, atravesado en el camino. Los alumnos del primer ómnibus se bajaron para correr el obstáculo y los recibieron los disparos de las fuerzas de seguridad. Allí le dieron a Aldo Gutiérrez Solano, un estudiante que desde entonces vive en estado vegetativo. Otro compañero recibió un balazo en el brazo. “Gritábamos que éramos estudiantes, pero nunca nos hicieron caso”, cuenta Francisco con firmeza. Durante la balacera, otra patrulla se acercó al último colectivo. Allí había 43 jóvenes. Los policías los rodearon, los bajaron a los golpes y los subieron a los automóviles a las patadas.

Nunca más se supo de ellos. “Si nos movíamos nos mataban. No pudimos hacer nada por nuestros compañeros”, lamenta.

La noche violenta se extenderá hasta eso de las siete del día siguiente. Esas horas se resumen en balas, heridos y la búsqueda de un refugio. Antes del mediodía llegó la primera noticia: encontraron el cuerpo de uno de sus compañeros, Julio César Mondragón. Estaba desollado, sin ojos y con quemaduras en el cuerpo. “Totalmente torturado”, resume Francisco, que tiene 19 años, juega al fútbol y sobrevive con la camiseta de los 43 puesta, la de los compañeros que desde esa noche no volvieron a ver. Ni vivos, ni muertos.

La digna rabia

“Hace ocho meses que no sabemos en qué condiciones están nuestros hijos”. Hilda Legideño Vargas es la mamá de Jorge Antonio Tizapa Legideño, un estudiante de 20, padre de una nena de un año y medio. “Ella lo está esperando”, cuenta la mujer, aún con esperanzas. El relato de los padres es una cronología de promesas y apariciones de cuerpos que no son los que buscan. Son, sin embargo, cuerpos que coinciden con una larga lista de desapariciones y asesinatos que describen el México actual. “El gobierno dice que este es un hecho aislado, pero hay más de 30 mil desaparecidos en el país. Ya no lo podemos permitir, porque tenemos más hijos y nietos”.

Mario César González Contreras, el papá de César Manuel, se suma. Hablando desde un dolor continuo, que desaparecerá sin trazos en el momento en que vuelva a abrazar a su hijo. Un dolor al que llega a restarle importancia. “El que importa es el dolor del hijo, porque no sabemos en qué condiciones se encuentra. No somos sólo nosotros, somos miles y ya estamos hasta la madre de este de gobierno. Estamos muy dolidos, pero también sentimos rabia”.

Los cuatro de la Caravana representan a su comunidad con confianza. No cumplen otro papel que ser ellos mismos: padres y estudiantes doloridos y enfurecidos a la vez.

Francisco asegura que desde el 26 de septiembre de 2014 tiene muchas más ganas de ser maestro que antes. “Ser maestro rural es lo mejor”, cuenta, fascinado. “Vas a lugares marginados a dar clases a niños que no tienen para estudiar. Un maestro egresado de la Normal de Ayotzinapa cobra una miseria. Pero si ve que un alumno no tiene cuaderno, se lo paga él. Es un orgullo ser parte de eso. Ahora está difícil, pero queremos y vamos a ser maestros”.

Donde los más pobres pueden estudiar

La Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos se conoce, desde hace meses, como la escuela Normal de Ayotzinapa por la localidad donde está ubicada. A veces, incluso, su denominación se resume al nombre del pueblo. Los alumnos de la escuela, sólo varones, viven ahí por cuatro años. La mayoría son hijos de campesinos, chicos pobres que, si no hubiera esa oferta, no tendrían dónde estudiar. Cada año tiene lugar para 140 alumnos.

La institución está signada por la lucha. Son sus estudiantes los que pelearon para que no se bajara la matrícula –y dos murieron en esa manifestación– y son sus estudiantes los que salen a pedir dinero en poblaciones vecinas para sostener la escuela de pie.

Incluso, cuando terminan las clases, ellos trabajan la tierra para costear las comidas. Las distintas crónicas e imágenes sobre Ayotzinapa muestran la pobreza de la escuela. Una imagen habla por cualquier descripción: los chicos no tienen colchones y duermen sobre cartones. Los jóvenes estudiantes, contó Francisco, se reúnen cada día, a las 19.30, para debatir sobre su rol en el país y sobre quiénes son ellos en el mundo que les tocó habitar.

“Aprendemos y nos orientamos sobre qué es Ayotzinapa: cuna de conciencia, la que abraza a hijos de campesinos, gente humilde, proletaria, la gente que siempre han pisoteado, que quiere salir adelante, que quiere una mejor vida para su familia”.

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